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Irene Vallejo: “La búsqueda del rendimiento y la rentabilidad por encima de todo lo humano me asusta”

16/05/2023
Emanuel Bremermann

Irene Vallejo, tras recibir el título de “Ciudadana ilustre” de Montevideo

Los dos viajes de la autora española Irene Vallejo al Uruguay muestran hasta qué punto la literatura ha cambiado su vida: el primero a principios de los 2000, con 23 años menos, junto a su padre, con su vocación por la filología en estado de ebullición, en un trayecto que los trajo desde su Zaragoza natal tras los pasos y la vida de Horacio Quiroga. Fue pura aventura, una empresa que los llevó desde Colonia a las selvas de Misiones.

El segundo viaje, en cambio, está pasando ahora y la encuentra en una etapa radicalmente opuesta: en 2023 su nombre se ha sacudido por completo las penumbras de las investigaciones académicas y gracias a El infinito en un junco —un espectacular ensayo sobre los libros en el mundo antiguo que se editó en 2020—, Vallejo se ha convertido en la última gran estrella de la literatura ibérica. Traducido a decenas de idiomas, con cientos de miles de ejemplares vendidos, su obra principal propulsó su nombre a niveles que ella misma todavía no logra comprender, que la dejan de boca abierta y que, de paso, revalorizó toda su obra anterior, incluido el recientemente reeditado El silbido del arquero.

Pero hablábamos del viaje: Vallejo llegó este domingo y se va el miércoles. Cruzó el Río de la Plata desde la inabarcable Feria Internacional del Libro de Buenos Aires —donde fue una de las invitadas más esperadas—, atracó en Colonia, pasó este lunes por Montevideo en una visita exprés en la que la declararon Visitante Ilustre en una llenísima sala de la Intendencia, viaja este martes a Punta del Este para un encuentro en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA) y mañana despega. E incluso así, fugaz y todo, cansada y todo, la autora tiene el tiempo y la cantidad de sonrisas suficientes como para dar varias entrevistas, hablar sin apuro de El infinito en un junco y, con voz suave, con curiosidad innata y las ganas de entablar una charla sobre literatura con quien esté dispuesto, hacer una pregunta: “¿Cómo hizo Uruguay para tener tantos escritores y escritoras de su calibre? ¿Es algo en el aire, en el agua?”.

¿Cómo asimilás el terremoto que ha sido El infinito en un junco en tu vida?

Fue muy repentino. Antes del confinamiento el libro ya había superado las expectativas iniciales, que eran muy humildes. Pero fue durante la pandemia, con las librerías cerradas, cuando el amor de los lectores lo propulsó. Ha sido uno de esos fenómenos inexplicables. Cuanta gente en distintos países me habla ahora de su amor por las humanidades cuando yo pasé tantos años escuchando el mensaje mayoritario de “cómo se te ocurre la insensata idea de hacerte filóloga”.

Imagino que una de las grandes sorpresas fue conseguir este éxito con un ensayo filológico sobre los libros en el mundo antiguo.

Cuando lo escribí estaba convencida de que era un tema que no interesaba, que era como una excentricidad mía. Lo escribí en un momento muy difícil de mi vida, cuando había nacido mi hijo con problemas de salud y estaba ingresado en el hospital. Fue el libro en el que menos pensé en el mercado, en las tendencias, en lo que tendría posibilidades de abrirse espacio. Era una escritura de supervivencia. La necesitaba para afrontar el día a día hospitalario. Necesitaba ese ejercicio de construir un universo creativo que me liberara de las preocupaciones, la ansiedad, de la angustia. Elegí el que había sido mi tema de tesis y busqué reescribirlo en clave experimental, literaria, un poco lúdica, y para reencontrarme con la lectura, los clásicos, mis autores de referencia.

¿Es esperanzador que un libro sobre el peso de los libros en nuestra matriz histórica se haya leído de forma masiva? Leí que lo escribiste, también, con la idea de que enfrentábamos una suerte de “fin de época”.

Es que en la cultura somos muy apocalípticos. Parece que nos divierte imaginarnos al borde del abismo. Al estudiar los libros con una perspectiva histórica me la pasé encontrando esos discursos, siempre en boca de los intelectuales, incluso en épocas que después, con la perspectiva del tiempo, hemos acuñado como de esplendor. Incluso esos periodos tenían sus cantores del apocalipsis que pronosticaban la catástrofe. Es curioso que los libros siempre estén envueltos en esa profecía permanente del fin y sin embargo sean uno de los objetos que mejor ha sobrevivido al paso del tiempo. Cuando empecé a escribir El infinito en un junco lo hice, en parte, para llevar la contraria a ese discurso dominante. No sé si con auténtica convicción o con el deseo de que fuera así, pero encontrando en la historia un sustento para esa idea: que los grandes fines de época suceden muy raramente, y que cuando suceden la gente no está tan preocupada por las profecías, sino por salir a flote. En cambio, son los momentos más prósperos o felices aquellos en los que más nos preocupa y nos angustia el fin de lo que poseemos. Vivimos en la época de la historia en la que más libros se editan, más libros se venden, más librerías, bibliotecas, editoriales independientes, personas alfabetizadas hay. Resulta llamativo, entonces, que estemos entonando la elegía de un esplendor pasado, y al mismo tiempo proclamando la inutilidad de los libros, como si fueran efectos superfluos ya sustituidos por las pantallas. Por otro lado, los libros son víctimas constantes de ataques, de polémicas, intentan transformarlos, cambian los mensajes, se prohíben, se censuran, se persiguen, lo que parece indicar que tan superfluos no son.

De eso hay ejemplos permanentes. Lo que sucedió hace poco con los títulos de Roald Dahl, sin ir más lejos.

Federico García Lorca inauguró en la República Española la primera biblioteca de su pueblo, Fuente de Vaqueros, en Granada. Y lo hizo con un discurso muy bello que dice que, a veces, los pueblos son como estanques, como lagos que parecen estáticos, detenidos. Y que un libro es como una piedra lanzada a la superficie que inmediatamente produce unos aros concéntricos que alcanzan a todas las orillas. García Lorca dice que se genera como un sonido, una algarabía de pájaros, una repentina sacudida del agua pacífica y llega a todas las formas de vida; que el libro en las sociedades tiene esa función, que a un pueblo aparentemente dormido y apático un libro puede despertarlo. Estoy convencida de que los libros realmente son peligrosos, son subversivos, hay mucha hay gente que ha salido de horizontes mentales cerrados gracias a la lectura; por otro lado, es cierto que hay libros dañinos, no hay que idealizarlos porque son un instrumento, un vehículo de palabras y después, como el cuchillo o la tijera, pueden utilizarse para bien o mal.

¿Cómo se aborda el mundo antiguo desde el hoy?

Cuando empecé a escribir El infinito en un junco pensaba “si consigo aunque sea un solo lector más para Ovidio, para Heródoto, para Tucídides, ya será una felicidad”. Con eso sentía que podía saldar una deuda de gratitud con libros fundacionales para mí. Por otro lado, quería también abordar la antigüedad con más sentido del humor, con un poquito más de irreverencia, porque siempre sentí que durante mis estudios la actitud con la que mirábamos los clásicos era demasiado reverencial, y lamentaba la ausencia de todos esos ingredientes que a mí me fascinaron cuando era una niña. Yo no descubrí el mundo clásico en la escuela, sino en casa, cuando mis padres me contaban las historias y los mitos. A los lectores más jóvenes, si no se les presentan los clásicos en una jerarquía literaria, antigua y remota y polvorienta, si compartes con ellos directamente el corazón palpitante de la historia, se los conquista. Sin los clásicos no hubiera habido héroes, superhéroes, cómics, Harry Potter, ni ninguna de las sagas similares. Como Tolkien, por ejemplo, muchos de esos escritores eran filólogos y habían bebido de esta misma tradición que jamás se ha interrumpido y que crea una especie de genealogía de relatos fascinantes. Con este libro quería recordar que lo que nosotros hemos llegado a ser empieza en esa encrucijada del mundo antiguo. Siempre me ha fascinado cómo suceden las cosas por primera vez y cómo ese suceso que responde a circunstancias azarosas ha dejado una impronta duradera. Me interesa mucho demostrar que realidades que pensamos que son totalmente contemporáneas ya sucedían en el mundo antiguo y se contaron, además, en términos muy parecidos a los nuestros. Es exactamente la misma densidad de la emoción, los mismos matices, la misma configuración lingüística, porque al final somos herederos de imaginarios a través del lenguaje. Si podemos vibrar al mismo tiempo que Safo, se rebate nuestra tendencia actual a exacerbar la importancia de las pequeñas diferencias, que es lo que hacemos constantemente, en vez de destacar las enormes semejanzas. Eso hace el humanismo: reivindicar que cuando leemos a Montaigne, a Safo, a Tucídides, nos damos cuenta de que esencialmente habitamos el mismo mundo de afectos, miedos, sentimientos, esperanzas, y que estamos trenzando la historia en compañía de todas esas mentes brillantes.

Los mitos y las historias del mundo antiguo están presentes y ganan nueva luz con autores que, como pasa en El infinito en un junco, lo abordan de formas más contemporáneas. Pienso también en los libros de Stephen Fry, por ejemplo. ¿Te sentís parte de un movimiento? ¿Lograste dejar de sentirse sola en esta empresa?

Sí, ya no me siento sola. Me sentía en ese momento, en mi rinconcito de Zaragoza, tratando de sacar adelante esa situación de casi naufragio familiar y por la experiencia acumulada de toda la gente que siempre me había dicho que los clásicos y la antigüedad no llevaban a ninguna parte, más allá del desempleo y la precariedad. El impacto que ha tenido este libro ha sido el descubrimiento de que realmente había muchas soledades que se desconocían pero que a través de los libros pueden llegar a encontrarse. Hay muchas personas que están trabajando en esa misma estela. Nuccio Ordine en Italia, con su famoso libro de La utilidad de lo inútil, y Andrea Marcolongo, que defiende el griego y el estudio de las lenguas clásicas, son dos a quienes he podido conocer. Es cierto que surgen autores y escritores que relaboran estos relatos. Muchas mujeres, como si los mitos clásicos dieran un giro a los imaginarios desde su origen y trabajaran a partir de ese vuelco. La canadiense Anne Carson, por ejemplo, que está haciendo cosas muy interesantes y es filóloga clásica, o Louise Glück, que también ha escogido motivos clásicos y ha intentado indagar en otras miradas o relatos que están en la base de nuestras mitologías contemporáneas. Ha resultado que muchas personas, sin conocernos, estábamos trabajando en ese mismo terreno y quizá todos al principio lo hicimos con esa urgencia de sentirnos asediados, y estos libros nos ayudaron a darle forma al movimiento. Pero pensando en la adolescente que fui, que ahora quienes aman las letras en sus institutos o escuelas puedan sentirse reflejados en una suerte de referente es bueno. Que haya gente que se pueda sentir cercana, y que reivindica y defiende lo que yo amo. Es curioso el tipo de reacciones que hay cuando viajo a los institutos, sobre todo en esos cursos en que se acercan al examen preuniversitario. Están en ese momento de elegir su vocación con todas las presiones y algunas veces se echan a llorar de la angustia en el intento de defender su vocación frente a todos estos llamamientos utilitaristas. Tiene que haber alguien que contrarreste esa fuerza abrumadora con la que alejamos a la gente de las humanidades y luego, como en una especie de argumento circular, decimos que no hay suficientes estudiantes que quieran matricularse en esas especialidades. Los estamos disuadiendo antes de que lleguen. Los estamos apartando. Yo misma lo sufrí. Hace falta un discurso que se oponga a esa corriente y que insista en la importancia de la filosofía, de la historia, de la literatura, de la filología.

¿Por qué aparece ese discurso que frena la vocación por las humanidades?

Porque es un tipo de formación que pasa muy desapercibida dado que no construyes algo que produzca un rendimiento instantáneo, y existe una urgencia de conseguir que todo sea rápidamente rentable. Esa búsqueda del rendimiento y de la rentabilidad por encima de todo lo humano es algo que me asusta, porque si he podido escribir El infinito en un junco ha sido, sobre todo, por una serie de servicios públicos de los que me he beneficiado con becas de escritura, para mi doctorado en el extranjero, y luego, cuando mi hijo enfermó, fue la sanidad pública de mi país la que asumió el tratamiento. Y me dieron todos esos apoyos antes de que hubiera demostrado qué podía hacer con ellos. Si no ofreces esperanza a las personas que de entrada parten en condiciones más difíciles, estás dejando en el camino muchísimo talento, oportunidades y, en definitiva, las condiciones más humanas de vida para todos. Y eso también tiene mucho que ver con las humanidades. Hace falta la filosofía para preguntarnos no solo el cómo, sino el hacia dónde, y en qué circunstancias, y el para qué, y quiénes están incluidos o excluidos en cada momento. También tiene que ver con los libros, también tiene que ver con la historia, y tiene que ver con el mundo contemporáneo y nuestras urgencias. Ha sido curioso que durante la pandemia algunos de los libros más leídos hayan sido clásicos, que se haya vuelto a Marco Aurelio, a la filosofía estoica, a Séneca, a esos autores que nos hacen sentir que troncamos con un pensamiento común y que la vida no se puede reconducir de una forma más humana que esa. Es por eso que creo que es interesante dialogar con los clásicos, que por supuesto son imperfectos; fueron sociedades tan imperfectas como las nuestras, incluso diría que más, porque eran muy crueles. Todas esas ideas que se ajustaron en el mundo antiguo han sido las que nos llevan hasta este presente y nos ayudan a vivir más intensamente la época en la que estamos, pero también a alejarnos y a cuestionarla.

Las bibliotecas están muy presentes en tu obra, y has visitado y trabajado en muchísimas. ¿Cómo es la tuya, en su casa?

Un caos completo. Es el resultado de varias que han confluido, que es lo que pasa cuando vives con una persona que también ama los libros como tú: tienes que trenzarlas. Además, tengo la biblioteca de mi padre, que murió, y curiosamente una de las últimas cosas que me dijo es que no me deshiciera de sus libros ni de sus discos de vinilo. Me encargó que los cuidara, porque una biblioteca es como una destilación de nuestra biografía. Estamos allí, en esa combinación de libros que es única, porque no hay ninguna biblioteca que sea igual. En ella hay también un pozo de nuestra identidad. La biblioteca de mi padre es hermosa. Le gustaba contar cómo la había armado en tiempos de la dictadura española, cuando compraba sus primeros ejemplares en época de libros prohibidos. Contaba con mucha gracia que había que encontrar un librero en el que intuyeras cierta disconformidad, luego había que seducirlo para que confiara en ti y entonces te llevara a esas misteriosas trastiendas donde estaban los libros que entraban de contrabando, habitualmente desde Latinoamérica. Luego está mi propia biblioteca, la de mi esposo, ahora la de mi niño que también la estamos creando, y luego los libros que llegan a casa porque lo envía una editorial, un autor, un amigo, un compañero. Los libros crecen en el suelo, en pilas, hay que ir esquivándolos. A veces tenemos derrumbes en alguna habitación y suena como si algo se viniera abajo. Sí, es una biblioteca totalmente caótica, ya no sé cómo resolver el problema de ordenar los libros, pero al mismo tiempo es una relación curiosa, porque una casa sin libros para mí es una casa que no es acogedora. Necesito tenerlos, y es un problema. De todas formas, no soy una coleccionista de primeras ediciones, no soy una bibliófila, tengo una relación más directa con los libros. Y me gustan las ediciones actuales, con el tamaño de la letra de hoy, útiles. Me gusta poder rayarlas y anotarlas y utilizarlas y llevármelas, y que se deterioren y regalarlas. No tengo libros valiosos, pero sí tengo algunos libros de gran valor sentimental, sobre todo unos que vienen de mi bisabuelo de las misiones pedagógicas en España. Son libros que son pedacitos de mi historia familiar, pero también de la historia de mi país, y son los que me gusta conservar y guardar para que quede recuerdo de esos orígenes familiares, que son humildes, pero siempre estuvieron cerca de la educación y de los libros. Soy la primera persona de mi familia que se dedica a una profesión artística y soy muy consciente de esa dimensión social. Cuando en el libro cuento que tuve entre las manos el primer manuscrito iluminado en Florencia yo era consciente de todas las revoluciones históricas que habían sido necesarias, desde el feminismo a la educación pública, para que llegase hasta ahí y pudiese tener ese libro en mis manos. Que yo me haya podido dedicar a la literatura es el resultado de muchos progresos sociales.

Cuando relatás ese momento en Florencia en El infinito en un junco, decís lo siguiente: “Al pasar las hojas, el pergamino crepitaba. El susurro de los libros, pensé, es distinto en cada época”. ¿Qué susurran los libros hoy?

Bueno, los libros siguen susurrando, pero también se han vuelto muy silenciosos en las pantallas. Veo que la gente insiste mucho en crear una competencia entre los libros electrónicos y los de papel, y no lo veo así. Será porque soy optimista, pero pienso que es una gran ventaja que tengamos tantas maneras de llegar a ellos y que resuelvan problemas muy diversos. No tenemos que tomar un solo bando, creo que somos todos lectores mucho más versátiles de lo que se quiere presentar, y leemos más géneros, alta, baja y media literatura. Yo, por ejemplo, me enamoré de los clásicos por la Odisea, pero también por Ásterix. Todos son caminos confluyen, llevan y traen. Me parece que somos afortunados de tener todas las posibilidades. A mí me siguen hablando los libros en papel, principalmente, porque yo les veo enormes ventajas: no necesitas cargar una batería, ni dependes de una conexión a internet. Siempre llevo encima un libro de papel porque pienso, “si el autobús se queda parado en mitad de la carretera, o si me quedo encerrada en el ascensor, por lo menos tendré un libro y podré leer”. Tengo la sensación de que siempre estaré a salvo mientras pueda pasar esos tiempos de angustia leyendo.