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Visible, infiel, fecunda: el Día Internacional de la Traducción

30/09/2020
Rosario Lázaro Igoa

Ilustración de Ramiro Alonso

Hoy es el Día Internacional de la Traducción, porque es el día del fallecimiento de San Jerónimo, el primer traductor de la Biblia al latín, y porque a los traductores y traductoras, al menos un día en el año, no les viene mal ese reconocimiento.

Tienta imaginar un mundo en el que el día de la traducción, o de los traductores, sea un día de fiesta para alguien más que los directamente implicados. Pienso en los traductores literarios. Celebraciones con pompa. Libros con sus nombres en la tapa, lado a lado con los autores. Reconocimientos públicos a estos reescritores de las obras literarias provenientes de otras lenguas, sin que haya que explicar el mérito de traer esas obras extranjeras hacia la lengua materna. Ni tampoco exponer que todo el libro, todito el libro, fue reescrito por alguien. Y que esa persona no es el autor, precisamente (aunque también tenga derechos como creador de la criatura). Discursos sin ninguna de aquellas gansadas como la invisibilidad, fidelidad (¿a qué se les pedía que fueran fieles los traductores?) e incluso fluidez. Por favor, que alguien nos haga acordar ¿a qué hacían referencia aquellos críticos cuando le adjudicaban ese adjetivo insulso a la traducción de obras que tampoco lo eran en el original? ¿O no sabían qué más decir? Y también premios, claro, agreguemos premios cuantiosos a los logros estéticos de sus respectivas versiones y diversiones, como denominaba Octavio Paz a sus traducciones de poesía, reunidas por nada más que el gusto personal y la necesidad, incontrolable, de leer vía traducción.

Se puede seguir imaginando ese mundo. Borges, que nunca falló en sus máximas mordaces, supo decir que “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”. También que “la superstición de la inferioridad de las traducciones –amonedada en el consabido adagio italiano– procede de una distraída experiencia”. Mi imaginación proyecta un lugar en que, primero, se aburrieron del adagio. También, en el que se sabe que no hay tierra más baldía que aquella en la que no se traduce y que creer en la inalterabilidad del original no es más ni menos que un gesto de asumida fe. Leen diferentes traducciones de una misma obra y se deleitan con las diferencias en vez de salir con el dedo apuntando, al boleo, lo que les parece un error de traducción. A veces, de la larga serie de traducciones surgen obras que se transforman en originales. Acontecimientos. Son libros reverenciados. Dialogan de manera abierta, y asimismo solapada, con la tradición en la que se insertan, porque en el terreno de la traducción literaria las obras vernáculas y las obras traducidas establecen combates, y encuentros amorosos, muy cuerpo a cuerpo.

La irreverencia es marca de ese otro mundo que ando imaginando. Se usan las variantes locales del español sin recelo, y el voseo corre suelto por las páginas de la literatura universal. Ya no se ve como una infidencia ni una reivindicación del color local, o de los excesos de un Borges habilitado a esos experimentos. Es lengua en uso, apoyada en una serie de traducciones voseantes que han logrado situar al rioplatense, por ejemplo, como una elección bien válida para la traducción. Pero no sólo el rioplatense: hasta traducciones rochenses hay, mijo. Quienes traducen son visibles, infieles y complotan en contra de la lengua estándar, la que no dice nada de nada. Huelga decir que se traduce, y mucho. Por cierto, ya no se discute la imposibilidad de la traducción como mera forma de desmerecerla.

Por más que una trate de figurar otros mundos, hay ciertas cosas que permanecen como siempre han sido. Ensimismados en un texto que es ajeno y también propio, los traductores siguen trabajando solos en esa otra realidad imaginada. Los signa la “pulsión por traducir”, como proponía Antoine Berman. El detenimiento infinito en la prosa ajena no deja de demandar estudio de los temas más inverosímiles, capacidad de escucha, conocimiento de la lengua extranjera y dominio, en un sentido incluso más profundo, de la lengua propia. Se la ha figurado a modo de puente, pasaje, puesta en escena, posesión incluso... En su relectura del ensayo La tarea del traductor, de Walter Benjamin, Haroldo de Campos llegó a proponer la traducción como una “transluciferación mefistofáustica”, todo un movimiento satánico, en oposición a la mediocridad que regiría la traducción literal.

Obsesivos. Perfeccionistas. Pasan la vida entre libros. Leen como nadie. Se obsesionan con una palabra y la búsqueda torturante dura temporadas enteras. A los traductores los desvela un imposible, que es asimismo el terreno de las infinitas posibilidades, y el tiempo, que casi siempre apremia. Cada libro, una inmersión de pies a cabeza. Como apuntaba Marcelo Cohen en un texto sobre su cotidianidad como traductor: “Lenguas, gramática, hermenéutica, ejecución, orden de los componentes, argumentación, sucesiones y sincronías, tonos, trayectos, criaturas, culturas, técnicas, lugares: la traducción me ha pautado la vida en una suerte de nomadismo sedentario”. La celebración de este 30 de setiembre es de quienes se meten en ese baile.