Vigilar la lengua, pero sin acritud
Xoán Salgado, Defensor del lector de El Correo GallegoEl titular que encabeza estas líneas –por más que remita a no tan olvidadas diatribas políticas, ahora que acabamos de superar una no menor en tiempo, intensidad y acritud– tiene su paternidad en un ilustre lingüista, profesor y académico, el recordado Emilio Alarcos, que se trae a esta página de la mano del profesor José Polo, del departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid. Tanto en ésta como en las citas que vendrán a colación para justificar lo que más arriba se enuncia y a continuación se expone. Con fecha 11 de febrero de este mismo año y dirigido a quien esto firma, un correo electrónico de un lector que por toda identificación signaba como «Carlos Carlos», que ya es precisión expositiva, sentenciaba categórico: Ya hace falta ser analfabetos o unos irresponsables en su trabajo para no saber que la palabra «balé» no existe en el idioma español. Pero, como ya he observado más de una vez en su periódico, es frecuente que cometan faltas de ortografía. Debería darles vergüenza que en un medio de comunicación no se molesten en corregir las faltas de ortografía. Está claro que la mayor parte de sus trabajadores deben ser antiguos alumnos de la LOGSE, como de hecho me consta. Atentamente. Dejando al margen las dotes adivinatorias del comunicante, que sí acierta –con no ser mérito relevante– en que por razón de edad de una plantilla eminentemente joven la Redacción del periódico es en efecto hija de la LOGSE, hay que recomendar al anónimo informador la suficiente dosis de serenidad que aconsejaba el profesor Alarcos a la hora de velar por la pureza de la lengua, que a todos nos preocupa. El tema ni es nuevo ni se escapa de la atención que desde esta página se presta a las quejas de los lectores, de modo especial a todas aquellas que se refieren al uso del idioma en el periódico, ya que es herramienta primera y singular en este viejo oficio de contar noticias. Pero conviene abundar nuevamente en él, dado que además del airado comunicante hay algún otro que en más educado tono y lógica preocupación manifiesta también sus dudas sobre el adecuado uso de determinadas palabras, similares a la ya aludida. Igualmente, para conocimiento de nuevos lectores que se hayan incorporado más recientemente a las páginas del periódico, y que por ello mismo desconozcan cuál es el posicionamiento de la Redacción y de todo el periódico a propósito de los usos de expresiones que están en el común de la gente en sus conversaciones de cada día Como se recordaba desde aquí en anterior entrega –«Idioma, el manantial que no cesa», de fecha 7 de octubre del pasado año es el más reciente de los comentarios dedicados al tema de los neologismos–, el Consejo de Redacción del Grupo Correo Gallego acordó, con fecha 19 de enero de 2007, «introducir en su Libro de Estilo las recomendaciones de la RAE incluidas en el Diccionario panhispánico de dudas». Al entender que dicho diccionario da respuesta «desde el punto de vista de la norma culta actual, a las dudas lingüísticas más habituales que plantea el uso del español. En la práctica, y entre otros aspectos, este diccionario recoge las recomendaciones de cómo se deben escribir los neologismos de uso más frecuente». Una decisión en la que este grupo de comunicación no fue pionero, justo es reconocerlo, ya que idéntica medida adoptaron, y con relativa anterioridad, algunos otros medios de comunicación de ámbito nacional, entre ellos los de mayor difusión. En consecuencia, balé –al igual que campin, bungaló, colaje, filin, esprín, fuagrás o glamur, por poner sólo unos pocos ejemplos– no es más que una de las muchas palabras –7.250 son las entradas que se incorporaron en el diccionario impreso– que la RAE y otras 21 academias más de la lengua castellana acordaron como norma, tras un minucioso y detallado trabajo prolongado en el tiempo durante más de cinco años y una ponderada conjugación de los criterios de vigencia, extensión y frecuencia en el uso general culto. Ese texto básico del Diccionario panhispánico de dudas fue aprobado el 13 de octubre de 2004 en una sesión plenaria conjunta de la Real Academia Española y de la Asociación de Academias presidida por los Príncipes de Asturias en el monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla, allí donde justamente dicen las viejas crónicas que nació este cambiante y vivo idioma nuestro. Ya ve, pues, el lector cómo en lo que él entiende como mal uso de algún vocablo no estamos solos, sino avalados por cinco años de concienzudo estudio de parte de expertos lingüistas y refrendados por el más docto saber de las 22 Academias de la Lengua que se dedican a limpiar, fijar y dar esplendor al idioma que nos es común, como recuerda el lema fundacional de la RAE. Eso sí, no nos atrevemos desde el periódico a colegir que el alumbramiento del diccionario sea hijo, también, de alumnos de la denostada LOGSE. Saben bien nuestros lectores de la defensa que desde aquí se hace y con reiteración de la pureza del idioma, no tanto por el chovinismo –sin duda otro palabro para el anónimo lector pero también con entrada en el comentado diccionario– de sacralizar todo lo que provenga del pasado cuanto por ejercitar el espíritu crítico y reflexivo que evite buscar neologismos para expresiones que acaso sean más precisas desde el amplio y rico léxico de nuestra propia lengua. Eso sí, sin caer en el «delicadísimo sentimiento nacionalista» de que alertaba el profesor Alarcos ya que «en cualquier dominio lingüístico donde se exacerba el prurito de la identidad por miedo a perderla, se dan fenómenos paralelos a esta caza de brujas foránea». Pero, concluía optimista, «el tiempo lo cura todo». El préstamo necesario de neologismos Por seguir con el referente de autoridad del académico fallecido hace diez años, habría que señalar a nuestros críticos lectores que «si nuestros antecesores hubieran adoptado actitudes tan estrechas y rígidas, ¿qué haríamos sin galicismos como sala, dardo, deleite, mensaje, homenaje, mesón, vinagre, manjar, fraile, peaje, salvaje, hospital, viaje, dama, gala, servilleta, manteo, linaje, batallón, bayoneta, piquete... por no hablar de otros más modernos como chaqueta, pantalón, sofá, hotel, revancha, control, endosar, aval, balsa, chófer... o sin los italianismos como avería, piloto, centinela, esbozo, diseño, fachada, modelo, balcón, festejar, pedante, capricho...? Ahí están, tan vivos como las palabras de raigambre más antigua. ¿Por qué? Sin duda porque eran neologismos, préstamos necesarios. Pero no se amilane el lector, que también Alarcos nos dice que «el uso y el tiempo, y la utilidad, van cribando todos los excesos que acarrea en la historia de la lengua la expresividad o el afán novedoso» y que todos esos abusos, excesos y disparates, «como las demás instituciones humanas que se vuelven superfluas, terminarán por caer por su propio peso».