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Traducir la lengua propia

06/11/2022
Alejandro Zambra*

El celebrado escritor cubano Alejo Carpentier

Me gusta pensar la literatura como una segunda lengua; como la segunda lengua de los monolingües, sobre todo. Pienso, naturalmente, en quienes nunca estudiamos de forma sistemática una lengua extranjera, pero accedimos, gracias a la traducción –un milagro al que nos acostumbramos demasiado rápido– a culturas ajenas que por momentos llegaron a parecernos próximas, incluso propias.

No leímos a Marguerite Duras ni a Yasunari Kawabata porque nos interesaran, en sí mismos, el idioma francés o el idioma japonés, sino porque queríamos aprender –seguir aprendiendo– esa lengua extranjera, tan ampliamente internacional como profundamente local, llamada literatura. Porque esta lengua extranjera funciona, por supuesto, en el interior de la lengua propia; gracias a la literatura, nuestra propia lengua llega a parecernos extranjera sin dejar de ser propia.

En esa mezcla de extrañeza y familiaridad pienso al evocar mi primer encuentro con la literatura de Alejo Carpentier, que sucedió  en el interior de una sala de clases. "En este cuento todo pasa al revés", nos dijo un profesor, de cuyo nombre no quiero acordarme, antes de lanzarse a leer en voz alta Viaje a la semilla, el cuento más famoso de Alejo Carpentier, que luego encontraríamos en todas las antologías de relato hispanoamericano, pero que entonces, a los trece o catorce años, no conocíamos.

A través de la interpretación solemne y exagerada del profesor, sentíamos o presentíamos la belleza de una prosa extraña y diferente. Era nuestra lengua, pero convertida en una música desconocida que, sin embargo, como toda la música, y especialmente como la buena música, se podía bailar. A varios nos pareció que era un cuento deslumbrante, pero no sé si alguno de nosotros hubiera sabido explicar por qué. Por la delicadeza inusual de algunas frases, tal vez. Quizás esta: "Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros". O esta: "Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón".

Magia

La magia se acabó de golpe, porque el profesor nos ordenó que anotáramos todas las palabras que desconociéramos y las buscáramos en el diccionario. Cada uno de nosotros llevaba siempre en la mochila un diccionario pequeño, que como comprobamos enseguida era insuficiente para abarcar el léxico abundante y espléndido de Carpentier. ¿De manera que así hablan en Cuba? ¿O así habla, más bien, el escritor? ¿O simplemente somos nosotros quienes ignoramos nuestra propia lengua? Pero, ¿es esta nuestra propia lengua?

Algo así discutíamos, diccionario en mano, mientras el profesor –no sé por qué recuerdo esto– digitaba trabajosamente unas cifras, quizás lidiando con la presbicia, en una pequeña calculadora. Para unos niños criados en el español de Chile, leer a Carpentier era, por supuesto, viajar a la isla de Cuba, pero sobre todo viajar a la isla de Carpentier.

Releo ese cuento ahora y vuelvo a encontrarlo extraordinario, pero me distraigo en el melancólico intento de imaginar cuáles eran esas palabras que entonces yo desconocía: almena, dentículo, astrágalo, peplo, mies, secular, cayado, alcuza, voluta, charnela, jícara, pabilo, borla, brocado, calesa, alazana, benjuí, sarao, serpentón, repello, emplastronado, miriñaque, fámula, gola, octandro.

Leer a Carpentier fue, en un principio, escucharlo, y luego traducirlo; escucharlo como se oye una canción en una lengua que se parece muchísimo a la nuestra pero no entendemos del todo, y disfrutar de ese juego de semejanzas y diferencias. Y luego traducirlo; traducir en el interior de nuestra propia lengua. Hay mucho placer en ese ejercicio.

 

* Alejandro Zambra es un escritor chileno. Anagrama acaba de reeditar sus dos primeras novelas, Bonsái' y 'La vida privada de los árboles'.