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Las peripecias de un apellido indígena colombiano en los EE. UU.

21/10/2021
Hernán Guaracao

La familia Guaracao, de Colombia

Cuando Cristóbal Colón llegó a América, nos vimos obligados a aprender y utilizar sólo las cinco vocales que hacen que el idioma español sea tan fácil de pronunciar.

Fáciles, en efecto, si se comparan con las catorce vocales que a los hispanohablantes nativos nos cuesta tanto descifrar cuando utilizamos la lengua inglesa.

La primera vez que oímos este confuso conjunto de nuevas vocales fue a través de los improperios de los bucaneros ingleses que recorrían el Caribe y robaban todo lo que podían a los galeones españoles.

Fue durante los siglos XVI y XVII en esos barcos que regresaban a Europa ―repletos del oro previamente robado a los indios― cuando oímos por primera vez a los piratas hablar en espanglish, aunque sólo fuera para someter a los soldados del rey de España tomados por sorpresa por los mucho más rápidos piratas ingleses.

Los nativos americanos, por el contrario, hablaban cientos de lenguas autóctonas, sólo Dios sabe cuántas vocales se incorporaban a misteriosas consonantes, tal vez imitando la música de los vientos que soplaban sobre los Andes, o los miles de especies que clamaban en las profundidades de las selvas.

Sin las reglas de una lengua escrita, cada día debió ser un día para improvisar, mejorar un nuevo sonido, formar una nueva palabra y crear un nuevo significado.

La babel de nuestros sonidos nativos en las Américas fue finalmente llamada al orden por las sencillas cinco vocales españolas, lo suficientemente simples como para que nativos y colonizadores se pusieran de acuerdo, ya que podían entenderse mucho más rápido.

Una vez que el español se convirtió en lingua franca, los nuevos gobernantes tuvieron la libertad de deshacerse de los matices e imponer un sistema simplista de sonidos y significados que los convertía, por ejemplo, en los dueños de la tierra, y en los únicos proveedores de miedo a través de una nueva y extraña religión que hablaba de la condenación eterna, y de un ejército dispuesto a infligir la muerte con mosquetes y lanzas a quienes se atrevieran a rebelarse.

El enorme continente llamado América aceptó la nueva lengua exportada por la pequeña provincia de Castilla, en el norte de España.

El castellano se convirtió en la lengua oficial del Imperio español en el nuevo continente. Nosotros, los habitantes nativos de la tierra, no tuvimos más remedio que abandonar poco a poco nuestros dialectos nativos, cuyas huellas sobreviven, sin embargo, en algunas palabras indígenas hispanizadas.

Como guararé, guaricó, guaynabo o guantánamo, nombres de distintos y lejanos lugares que hoy llamamos Panamá, Venezuela, Puerto Rico y Cuba. Incluso ocurrió en algunos nombres de familia.

Apellidos que "triunfaron sobre la tumba" una vez que los conquistadores regresaron a España con el oro, no sin antes dejar la devastación: Aniquilaron a los indios y los sustituyeron por esclavos traídos de África para poder explotar las mejores tierras arrebatadas a los indios derrotados.

Apellidos indígenas como el mío, por ejemplo ―ni español ni inglés―, que hasta hoy hace que tanto los hispanohablantes como los angloparlantes se acobarden ante la pronunciación de su morfología:

Guaracao, apellido de la orgullosa tribu de los guane, hoy provincia de Santander, en el oriente colombiano.

Aprender inglés tarde en mi vida me permitió descubrir la conexión secreta entre la fonética de los dos idiomas que ahora hablo.

Descubrí que los sonidos hispanizados de mi apellido, muy poco común, estaban tanto en la pronunciación inglesa como en la española. Sin embargo, estaban representados por signos diferentes, y eso hacía que fuera difícil para cualquiera pronunciar correctamente en el primer intento.

Y menos aún para los matones de la escuela cuando yo crecía, que ridiculizaban su sonido por parecerse a guaraguao (palabra taína que significa ‘depredador de aves’), o sugerían algo de menor calidad porque la colonia española y la nueva semántica del idioma así lo habían determinado.

Hoy en día, hago sonreír a la gente cuando desmenuzo el misterio de esta manera en Norteamérica:

― "Cuando vas a Lancaster, Pennsylvania, y ves una gran vaca Holstein.. ¿Qué dices?

―Uh, big cow (‘vaca grande’), supongo...

―No... Piénsalo de nuevo: Cuando la vaca es una vaca realmente grande, grande. ¿Qué dices?"

What a cow! (¡qué vaca)

―¡Exactamente!: Qué-Vaca. Añade una letra g delante y ya está: tendrás la perfecta pronunciación en español de mi apellido: "G-What-A-Cow".

España e Inglaterra se reconciliaron por fin ―¡sí, sólo en América!― donde tal vez los enfrentamientos de las dos lenguas en guerra durante cinco siglos puedan finalmente resolver sus agravios como lo hicieron en la suave fonética de la pronunciación de mi apellido indígena.

Definitivamente, soy optimista sobre lo que viene para América, ya que en el nuevo siglo empezamos a reconocer la diferencia entre Cristóbal Colón y mis antepasados, como hizo la vicepresidenta Kamala Harris, y como hizo el presidente Joe Biden el 11 de octubre, ahora "Día de los Pueblos Indígenas", en una inesperada proclamación de la Casa Blanca.