twitter account

La traducción localista

28/10/2022
Enrique Serna

Imagen de Luis M. Morales

Muchos mexicanos disfrutamos las películas o las teleseries habladas en otros dialectos del español, pues nos familiarizan con culturas hermanas y enriquecen nuestro léxico. En cambio, nos disgusta ver películas habladas en otras lenguas con subtítulos en español ibérico o argentino, pues en esos casos, la intromisión de una variante dialectal ajena al país donde transcurre la acción provoca un corto circuito.

La mercadotecnia del espectáculo se ha propuesto eliminar esas interferencias, y por eso, plataformas como Netflix o Amazon ofrecen ya la opción de ver películas subtituladas en distintos dialectos del español. Sin embargo, las editoriales no se pueden dar el lujo de pagar una traducción distinta para cada país hispanohablante.

En otras épocas procuraban traducir las obras de ficción a la norma culta del español, es decir, a un idioma neutro y exento de coloquialismos, pero la poderosa industria editorial española nunca respetó demasiado esa regla de urbanidad y desde hace tiempo la ignora por completo. Doy algunos ejemplos tomados de Aniquilación, la nueva novela de Michel Houellebecq: “Aurélien ignoraba que se había casado con una mierda de tía…”. “Bueno, pues entonces si no hay diligencias judiciales, nos suda la polla…”. “Es una cabrona periodista de segunda fila que ha escrito para darse pisto…”.

¿Quién puede hacerse la ilusión de estar leyendo una novela francesa si en cada página el traductor irrumpe tocando la pandereta? Flaubert fundó una corriente literaria, el realismo objetivo, en la que el narrador aspira a desaparecer detrás de la historia contada. El arte de pasar inadvertido exige a veces un rigor estilístico superior al de un relato donde el preciosismo verbal asigna un papel protagónico al escritor.

De modo que los traductores estrechos de miras, o los editores que les encargan ese tipo de trabajos, no sólo cometen una falta de respeto a los lectores de Latinoamérica: también perjudican al autor que deseaba esconderse tras bambalinas.    

La traducción localista puede causar un estrago mayor aún: corromper el estilo de los escritores monolingües. Los esnobs quizá desdeñen a esta subespecie del Parnaso, pero si tomamos en cuenta que de ella surgieron genios como Juan Rulfo, sus necesidades culturales deberían importarnos mucho. Gran aficionado a las literaturas nórdicas, Rulfo leyó en buenas traducciones argentinas a narradores como Halldór Laxness, Franz Emil Sillanpää, Knut Hamsun y Gerhart Hauptmann.  

Esas lecturas le ayudaron a descubrir su propia voz, algo que tal vez no habría conseguido si los personajes escandinavos hubieran hablado como golfillos de Lavapiés. García Márquez reconoció muchas veces su deuda con Faulkner, Steinbeck, Dos Passos y Virginia Woolf. “Leyó muchas de sus obras en traducciones al español hablado en Latinoamérica –señala su biógrafo Álvaro Santana Acuña–. Las traducciones le ayudaron a él y otros escritores de la época a ganar la confianza necesaria para escribir ficción innovadora en su propio español latinoamericano”.

El boom fue hasta cierto punto una hazaña independentista, pues como dijo el propio García Márquez: “El gran boom de la novela latinoamericana vino cuando logramos conquistar a nuestros propios lectores en nuestros propios países” (véase Gabriel García Márquez: vida, magia y obra de un escritor global).

Nuestras literaturas se apropiaron de otros mundos ficticios por medio de traducciones que no anteponían peculiaridad lingüística alguna y gracias a ello pudieron crear obras de gran originalidad. En condiciones ideales, la traducción universaliza. Restringirla a un solo dialecto avasallador puede marcar la diferencia entre afinar o embotar la sensibilidad literaria.

Las traducciones al gachupín no son el producto de una ofensiva neocolonial, sino de un cálculo mercantil: la industria editorial quiere complacer al público español, que le reporta la mayor parte de sus ganancias, y por lo tanto, los lectores de Latinoamérica “se la sudan”, como dirían allá, o se la pelan, como diríamos acá. Para leer libros traducidos a la norma culta del español, como los que publicaban a mediados del siglo XX las editoriales Sudamericana, Emecé, Losada, Joaquín Mortiz, Era y FCE, la industria editorial de Latinoamérica tendría que resucitar y me temo que nada de eso ocurrirá en el futuro cercano. De modo que, en este caso, América Latina sale perjudicada por tener un mercado lector exiguo. En el futuro esta relación de fuerzas podría revertirse.

México es el país más poblado del mundo hispanohablante y si algún día salimos del atraso educativo, quizá llegaremos a ser el centro de la industria editorial. Mal haríamos en imitar entonces el localismo de la ex metrópoli, aunque el recuerdo de las pollas sudorosas nos incite a cobrar venganza.