La falacia del lenguaje sexista
La Voz DigitalUna entre tantas otras naderías que un ciudadano español de comienzos del XXI tiene que soportar es el empeño constante que los adalides de la corrección política ponen para que todos empleemos un «lenguaje no sexista». El esfuerzo es irritante no sólo por el tiempo y el dinero dedicado a la gestación y aprobación de guías, normativas, manuales o cursos, ni por las toneladas de impresos administrativos que han de ser desechados y reeditados, sino, sobre todo, porque se sustenta en un presupuesto falso: en el hecho de que el lenguaje pueda ser sexista y responda al afán dominador de un sexo sobre otro. Filológicamente esto está tan claro que el fomento de una práctica tan escasamente fundada sólo puede deberse a ignorancia supina, o al deliberado intento de usar el lenguaje como arma política.Respecto a lo primero, la ignorancia, no seré yo quien dude de la capacidad de nuestros gestores públicos para emprender este atropello y otros peores. No obstante, parece razonable esperar que en cada ministerio, consejería, concejalía, etc., haya al menos algún asesor ilustrado capaz de informar a quien corresponda de que una cosa es el sexo y otra el género gramatical, y que ambas no están necesariamente ligadas, ni en nuestro idioma ni en ningún otro de nuestro entorno cultural. De ahí que no pueda sostenerse que el uso predominante que algunas lenguas como la nuestra hacen del género masculino sea la consecuencia de una voluntad de dominación sobre la mujer, sino más bien de los vericuetos caprichosos por los que evolucionan las hablas humanas, que hacen, por ejemplo, que gato sea femenino en alemán y masculino en español. La atribución del género gramatical no ha seguido por lo general reglas lógicas, y unas veces el género y el sexo biológico coinciden y otras no. Esto se ha dicho en tantas ocasiones y foros tan autorizados que da pereza repetirlo, pero a veces no queda más remedio, dada la avalancha de simplezas con que se nos bombardea a diario.Sin embargo, la presencia de asesores en los órganos de decisión política, a veces en número excesivo, me lleva a pensar que el origen del dislate se debe más bien a la ambición de usar el lenguaje como medio de hacer política subliminal. Este empeño, por otra parte, no es nuevo. Ya Orwell apuntó en su premonitoria 1984 que el Gran Hermano impondrá una neolengua con la pretensión de dominar el pensamiento de los ciudadanos y hacer inviable la crítica y la oposición política.Pero no hace falta recurrir a la ficción. Ejemplos históricos reales muestran cómo una y otra vez algunos gobernantes han hecho un uso político de la lengua. Un caso paradigmático, en los años treinta del siglo pasado, es el que protagonizó Mussolini intentando cambiar las formas de tratamiento del italiano.El italiano, como el español, ha desarrollado unas formas pronominales de tratamiento: en singular, la forma común de tratamiento, válida para los dos géneros, es «lei», pronombre femenino de la tercera persona del singular. Así, por ejemplo, sea en referencia a un varón o a una mujer, se dice «Lei parla troppo» (usted habla demasiado). Y, en el lenguaje más burocrático, por sus características formalistas, es frecuente la utilización del pronombre «Ell», tanto para el masculino como para el femenino. Esta manera de referirse respetuosamente a los demás data, al parecer, del siglo XV y se impuso, pásmense, por influencia española (¿recuerdan el «vuestra merced»?). Pues bien, Mussolini, considerando poco viril el uso de esa forma de tratamiento entre los descendientes de los conquistadores romanos, quiso imponer el uso del «voi», en masculino. Pero el capo Benito no tuvo éxito, porque la gente en Italia ha seguido usando el femenino para tratar de «usted».Es de esperar que los actuales intentos de manipulación política del lenguaje no prosperen. Por descontado que existen aún situaciones de discriminación por razón del sexo de las personas, pero necesitan más coraje político y menos varitas mágicas del lenguaje para hacer ver que avanzamos. La realidad es como es, cualquiera que sea la forma con que la denominemos. Lo que hace falta son mecanismos de acción política real, no de perversión del lenguaje. Pretender que se fomenta la igualdad entre los sexos por el uso de un lenguaje políticamente correcto es como creerse que se combate el calor por llamarlo frío. Es evidente que hay mujeres maltratadas, que las tareas del hogar no se reparten aún equitativamente entre los cónyuges, o que con frecuencia se retribuye a la mujer peor que a sus colegas masculinos; estos y otros problemas deben abordarse con la máxima seriedad, pero sin engaños y sabiendo que en modo alguno se atenúan porque usemos el «todos y todas», en lugar del correcto «todos».De todas formas, existe una razón aun más poderosa para augurar que este disparate no tendrá éxito: el lenguaje tiende a la economía. Es un comportamiento humano que se repite y responde a nuestra capacidad lógica y práctica. En el ejemplo anterior, el clásico «vuestra merced» de nuestros tatarabuelos evolucionó al «usted», y no por impulso de ningún ministro con ínfulas progresistas, sino simplemente porque era más corto, rápido y fácil de decir. Por eso, confío en que no dure mucho la moda sumisa a estos dictados políticos. En mi caso, para obligarme a decir todos y todas a cada paso tendrán que mandarme a la guardia civil que, fíjense, es femenino.