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La desorbitante moda del inglés

16/01/2022
Luis Antonio de Villena

Algunos me han llegado a decir que esta invasión del idioma inglés (cuidado, de la lengua, no de la cultura) es un hecho más del imperialismo yanqui, perfectamente orquestado desde hace mucho, acaso desde que el francés perdió totalmente su hegemonía como lengua de comunicación internacional y -entonces- también de una cultura. No digo que eso sea del todo verdad, pero constato la general obsesión por aprender inglés, así sea mal o poco, ese socorrido inglés roto, muy básico o «broken english», y la casi sandez de ver cientos y cientos de rótulos en esa lengua. Sobre la entrada del comercio, muy grande, «Socks» y debajo, ladeado y chiquito, «tienda de calcetines». ¿Calcetines queda mal? Más. Una tienda y café, bajo el nombre «Sanglorio» aclara «coffee and bakery», o sea, café y pastelería (panadería en otro contexto), como si decir pastelería o el antiguo y refinado buñolería no fuese conveniente. Las tontitas y tontitos en lugar de exclamar qué guay, prefieren el muy vulgar (en EEUU) «cool». Piensan que «cool» es finísimo, aquí, claro.

Los ejemplos podrían multiplicarse literalmente ad nauseam, porque la rotulación y decir cositas en inglés llega a ser agobiante y, desde luego, muestra una falta total de criterio, de estilo y de cultura. Pero eso es el pan yerto de nuestro hoy vulgar. Si el ir vestidos de pobre habla mucho de la situación hodierna de nuestro mundo, la obsesión plebeya por el inglés, la redundancia de poner innecesarios nombres en esa lengua, habla también de cómo somos y qué mal vamos. Hablar inglés es estupendo (y otras lenguas, igual de bueno) pero no te va la vida en ello. No hay que ser bilingües, sino plurilingües. La mayoría cree ―por un esnobismo viejo― que rotular en inglés es elegante, y lo pudo ser cuando era un toque distintivo, pero hoy es lo que hacen casi todos sin pensarlo. Hablar inglés es bueno, aunque quienes lo saben de verdad no lo mezclan con el español, cada cosa en su momento. Un ejemplo: Javier Marías habla y aun escribe inglés muy bien (corrige a sus traductores) pero en la conversación no sale el inglés, en el que se puede expresar perfectamente…

A Unamuno le recriminan pronunciar en español los nombres ingleses y se quieren burlar de que no sabe y el rector salmantino ―al notarlo― continúa en inglés la conferencia. Exagerado todo, pero viene al pelo. Se cree que decir modismos en inglés o poner nombres en esa lengua, nos vuelve modernos y singulares. Acaso fue así, hace mucho; hoy, al contrario, todo ese abuso del inglés es vulgar y adocenado, cunde entre un público -somos así ahora- sin capacidad de pensar, sin ideas, sin distingos, sin crítica ni autocrítica y que se copia en el de al lado (como la ropa) sin personalidad ninguna. «Dónde va Vicente, donde va la gente», vuelve a ser pertinente en modas, en costumbres y hasta en romos hábitos lingüísticos.  Cuando algunos, antes, fuimos anglófilos, éramos admiradores de una cultura (no de una lengua) y de ciertas formas de vivir más elegantes, desde el sastre al fin de semana en el «cottage». Todo eso, hoy, entra en el atroz pecado de elitismo, y por supuesto es más minoritario que nunca. Quien dice «cool» o se sienta en una «bakery» no sabe del grupo de Bloomsbury (es un decir) ni menos del singular Ronald Firbank, a quien encantaba lo español. ¿Saben los chic@s cool que se cumplen cien años de Ulysses y de The wasted land? Antes se era anglófilo, hoy me temo no hay sino pedestre gringofilia. 

En medio de la moda del inglés (no cultural) y del agobio de nombres ingleses, no es difícil percatarse de que muchos apenas chapurrean esa lengua, a la que es ultrarridículo, así, llamar «la lengua de Shakespeare». Pocos podrán traducir muchos de los rótulos comerciales; entran a ellos porque les suena, ¡oh, es tan moderno! Supongo que este exceso romperá por algún lado, a no ser que a nuestros tantos necios compatriotas les dé (pobres puertorriqueños de Nueva York, no de Puerto Rico) por hablar degradado spanglish. ¿Le sacudo la carpeta? No va a tirar tus papeles, sólo va a sacudir la alfombra.  Sí, esta breve observación nos muestra que la gente vive bajo cero en cultura, singularidad, personalismo y criterio. Otra vez (horror) «todo vale». Dicen que Sánchez usa una gorra con las iniciales NY (New York). Habría que preguntar, ¿porqué no París, Berlín, Roma…?  

 

Nacido en Madrid en octubre de 1951, Luis Antonio de Villena es licenciado en Filología Románica. Su obra creativa —en verso o prosa— ha sido traducida, individualmente o en antologías, a muchas lenguas, entre ellas, alemán, japonés, italiano, francés, inglés, portugués o húngaro. Ha recibido el Premio Nacional de la Crítica (1981) —poesía— el Premio Azorín de novela (1995), el Premio Internacional Ciudad de Melilla de poesía (1997), el Premio Sonrisa Vertical de narrativa erótica (1999) y el Premio Internacional de Poesía Generación del 27 (2004). En octubre de 2007 recibió el II Premio Internacional de Poesía «Viaje del Parnaso». Desde noviembre de 2004 es doctor 'honoris causa' por la Universidad de Lille (Francia).