A golpes con el idioma
ABC«El lenguaje es dinámico» es una frase que solemos escuchar con harta frecuencia no para recordarnos un hecho que nadie discute, un proceso que se cumple con todo rigor y que nos pone en presencia de uno de los grandes méritos de nuestra (y las de muchos otros también) lengua, aquí y en todos los países en que ella se habla hasta convertirla en una herramienta de comunicación de unos cuatrocientos millones de personas. El lenguaje es dinámico, sí señor, lo cual no quiere decir que podemos transformarlo, alterarlo y desvirtuarlo de acuerdo a nuestro mero antojo para sustituir por un disparate lo que ha llevado más de quinientos años en consolidarse, sobre todo a través de esa literatura que constituye uno de nuestros más queridos monumentos. Monumentos que no están en un lugar determinado, sino allí donde alguien lo ubique. El Lazarillo de Tormes no está en Salamanca, sino en cualquier sitio donde alguien abra un ejemplar del libro y lo lea, como el Quijote, La Celestina y un largo etcétera que se prolonga desde entonces, desde la poesía de Garcilaso de la Vega hasta llegar a la poesía de León Felipe y Gamoneda. La ridícula propuesta que alguna vez hizo el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, de suprimir los acentos, la /v/, la /b/, la /c/, la /z/ y que cada uno escriba como le dé la gana, no es una propuesta de libertad en la expresión escrita, sino simplemente una tontería que posiblemente no se atreva a hacer ni siquiera un adolescente del bachillerato. O quizá sí, en el caso de que carezca del sentido del ridículo. Alex Grijelmo tiene escrito un libro excepcional en este sentido: Defensa apasionada del idioma español (Editorial Santillana, Madrid, 1998), donde explica con notable claridad todos estos problemas y por qué no pueden realizarse tales cambios sin que corra serio peligro la homogeneidad de nuestra lengua. Se acaba de clausurar en el monasterio de San Millán de la Cogolla (La Rioja, España), la cuna del castellano, un seminario bajo el título de «Los periodistas como maestros del español». Hubo de todo, desde merecidos reconocimientos hasta palos bien dados como crítica a la manera como se expresan los periodistas como una puesta en evidencia de una ausencia de lectura y, sobre todo, desconocimiento de los problemas lingüísticos. El toque de alerta lo dio la profesora Ester Brenes, de la Universidad de Sevilla, cuando mencionó el grado de responsabilidad de la Administración en la degradación del lenguaje en los medios de comunicación. «El Estado paga a maestros y profesores para que formemos a los jóvenes y luego los medios de comunicación hacen la labor contraria, embrutecen, con lo que habría de decir a los políticos que traten de atenuar este efecto perverso de los medios». Aunque se calificó a la prensa como los «dinosaurios» del periodismo actual, sobrepasada por otros medios de comunicación, se reconoció que, a pesar de ello, sigue siendo el principal punto de referencia en el uso del idioma que sigue empujándolo, aunque sea como furgón de cola. Álex Grijelmo, presidente de la agencia española de noticias EFE, dijo que «en los genes de la auténtica profesión periodística se incorporaron hace muchísimos años la investigación honrada, el combate contra la corrupción, la información veraz. Pero los cromosomas de la profesión periodística no transmiten –o al menos no con el mismo vigor– la obligación de cuidar la principal herramienta que manejamos, el idioma».