Escribir a mano: una herramienta que hemos
perdido
Jorge Abbondanza, El PaísEn el mundo de ayer, una de las artes manuales era la caligrafía. La gente debía entrenarse desde chica en el trazado correcto y prolijo de las letras y palabras, con lo cual su escritura se convertía en uno de los medios de comunicación con los demás, aparte de la vía verbal. Ese entrenamiento se ejercitaba a través de planas interminables, cuyo resultado era una letra legible, a menudo armoniosa y a veces espléndida.Sin ir más lejos, este cronista tuvo un padre que escribía en letra gótica y redonda, al margen de su caligrafía personal, que era impecable. No se trataba de un ser excepcional sino de un simple empleado público formado en la teneduría de libros, pero su destreza a la hora de empuñar la pluma era un rasgo que abarcaba a casi todos los individuos medianamente cultivados. Mientras sobrevivió la práctica de los textos manuscritos, la buena letra fue un rasgo definitorio de la gente alfabetizada, y cabe agregar que el estilo de la letra trasladaba a los textos algo de la identidad de quien los trazaba. Luego se universalizó el empleo de la máquina de escribir, con lo cual la letra impresa borró aquel sello personal. Pero después vino la informática, y a esa altura la caligrafía pasó a ser un virtuosismo difunto, un arte manual evaporado.Así el hombre, que se ufana de haber conquistado modalidades electrónicas de hablar con el prójimo, dejó por el camino una antigua herramienta, la de escribir a mano, sin la cual quedaría totalmente incomunicado en caso de sobrevivir en una isla desierta donde no hubiera computadoras ni tendido de cables. En los viejos tiempos, la buena letra era un motivo de orgullo para su operador, excepto en el caso de los médicos, que podían ser profesionales eminentes pero siempre tuvieron mala letra, solo descifrable por los farmacéuticos. Claro que también hubo literatos deslumbrantes que escribían con caligrafía tan precaria y garabateada como la de los médicos, caso de Marcel Proust, cuyos editores póstumos merecerían más premios que el descubridor del sentido de los jeroglíficos egipcios. Pero lo que corresponde añadir es que con la desaparición del hábito de escribir manualmente, se ha desvanecido uno de los lazos de los congéneres con el idioma. Cualquiera que esté medianamente sensibilizado para las artes visuales, sabe que una buena letra es un equivalente de un buen dibujo, y que el abandono de esa ejercitación es una manera de desencontrarse con la habilidad de la mano que empuña una pluma o un lápiz.Antiguamente, leer una carta manuscrita era una experiencia muy distinta de la que puede tenerse al leer un e-mail o –peor aún– un mensaje de texto en el celular. En la caligrafía estaba impresa la huella de un temperamento o de las emociones del remitente, una carga que desaparece cuando la palabra está mecánicamente impresa en una pantalla. Falta saber si el género epistolar habría tenido el prestigio que tuvo en los siglos pasados si hubiera pasado por el baño congelador de la mecanicidad. Todo lo precedente puede resultar un discurso arqueológico para gente joven que vive otra realidad, tanto a nivel escrito como oral, pero desde el añejo mirador de la veteranía puede señalárseles que por estar zambullidos en la modernidad, se han perdido el secreto de la letra dibujada y por lo tanto la seducción que la caligrafía tuvo y después perdió. No todo tiempo pasado fue mejor, pero toda letra pasada fue seguramente más bella que la de hoy.