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El lenguaje unívoco

08/05/2023
Carlo Frabetti

En cierta ocasión, le preguntaron a Aristóteles: «Si pudieras pedir un deseo en beneficio de la humanidad, ¿qué don les rogarías a los dioses que nos concedieran?», y el Estagirita contestó que les pediría que unificaran el significado de las palabras de forma que todos las entendiéramos exactamente de la misma manera. Y se podría decir que los dioses complacieron parcialmente a Aristóteles, pues con las matemáticas disponemos de un lenguaje exento de ambigüedades e interpretaciones subjetivas. Y esta precisión, esta unificación de significados, se ha ido haciendo cada vez más extensiva —sobre todo a partir de Galileo— al discurso científico en general, en la medida en que sus enunciados se formulan matemáticamente («La ciencia es física o colección de sellos», decía Rutherford, y la física, a su vez, es ciencia en la medida en que es cuantitativa, es decir, matemática)1.

Pero Aristóteles se refería al lenguaje natural, pues soñaba con eliminar los continuos malentendidos a los que su uso da lugar, la paradójica incomunicación verbal (precariamente suplida por la comunicación no verbal) que condena a los seres humanos a una juanramoniana «soledad sonora».

Por suerte, los dioses no satisficieron plenamente la petición del filósofo y solo nos concedieron un lenguaje unívoco de uso restringido. Porque para que dos hablantes se entendieran a la perfección, es decir, para que comprendieran todas las palabras —con todos sus matices y connotaciones— de idéntica manera, tendrían que ser prácticamente la misma persona.

En el plano denotativo del lenguaje podemos lograr niveles de acuerdo relativamente satisfactorios; de lo contrario, hablar no serviría de nada y las sociedades humanas no existirían como tales. Pero el plano connotativo es, en gran medida, un universo personal e intransferible (o de muy difícil transferencia: por eso existe la literatura y, muy especialmente, la poesía). Eso nos causa numerosos problemas, así como una irreductible sensación de alteridad (que Kafka expresó magistralmente: «A mí me conozco, en los demás creo; esta contradicción me separa de todo»). Puede que sea muy alto, pero ese es el precio de la individualidad.

El pensamiento es fundamentalmente (aunque no exclusivamente) lingüístico. Somos lenguaje, incluso cuando callamos. Continuamente nos recorre un río de palabras, y somos los ecos innumerables que esas palabras multiplican en el irrepetible laberinto de nuestra mente. Por eso el sueño de Aristóteles, como tantos otros sueños filantrópicos, se resuelve en pesadilla: si todas las palabras significaran exactamente lo mismo para todas las personas, solo habría un individuo repetido millones de veces, y entonces sí que su soledad, atrapada en un laberinto de espejos, sería abismal y vertiginosa.

 

J + T = L

 

El lenguaje matemático, desde el momento en el que es utilizado por seres humanos (no así cuando lo usan las máquinas, al menos por ahora), también posee un plano connotativo; pero, al contrario de lo que ocurre con el lenguaje natural, cuando hablamos de matemáticas —en matemáticas, mejor dicho—, las connotaciones personales no son relevantes: lo que a mí pueda sugerirme la igualdad pitagórica a2 = b2 + c2 no afecta en absoluto a los cálculos que pueda llevar a cabo a partir de ella ni a la posibilidad de comunicar con exactitud a otras personas esos resultados: como deseaba Aristóteles, el teorema de Pitágoras significa exactamente lo mismo para todo el mundo, con independencia de las emociones o evocaciones que suscite en cada cual.

Pero ¿en qué sentido y en qué medida cabe hablar de un lenguaje matemático propiamente dicho? ¿No es una mera jerga especializada, como la de los médicos o los abogados? Al decir que dos más dos son cuatro, no me aparto ni un ápice del lenguaje natural, y al escribirlo en la forma 2 + 2 = 4, aparentemente tampoco, pues me limito a utilizar un peculiar tipo de taquigrafía. Pero ese «peculiar tipo de taquigrafía» hace posible un desarrollo —una sintaxis y una semántica— que va más allá de las palabras y su gramática, las hace innecesarias. Al resolver un sistema de ecuaciones, no repito, ni siquiera mentalmente, las frases que describen las operaciones: las efectúo sin más. Se ha producido un salto cualitativo, una conversión de la cantidad —o la densidad— en calidad. Los símbolos matemáticos, aunque algunos empezaron siendo meras abreviaturas, son entidades significativas de un nuevo tipo. O de varios:

En primer lugar, están aquellas letras de los alfabetos latino y griego que en el marco de las matemáticas adquieren un nuevo y preciso significado: x, y, z como incógnitas o variables; e como número de Euler (2,71828…); i como unidad imaginaria (√−1); π como razón entre la circunferencia y su diámetro (3,14159…); Σ como sumatorio…

Además de letras, la jerga matemática toma del lenguaje natural algunos signos de puntuación y les confiere un significado específico, como hace con el punto, la coma, los paréntesis y corchetes, las barras, las comillas, el signo de exclamación…

Y también, como no podría ser de otra manera, hay signos creados específicamente para designar conceptos matemáticos: los diez dígitos; el 8 tumbado que representa el infinito; los signos de sumar, restar, multiplicar, dividir, raíz cuadrada…

J + T = L: una jerga depurada y una taquigrafía extrema se funden en el lenguaje unívoco que Aristóteles les pidiera a los dioses.

Hablando de los diez dígitos, conviene prestarle especial atención al cero en relación con la construcción del lenguaje matemático, pues constituye una pieza clave —y sorprendentemente tardía— de su gramática.

Cuesta creer que los antiguos griegos, que elaboraron una geometría casi perfecta (es, básicamente, la que aún se sigue estudiando, siendo los Elementos, de Euclides, el libro más leído de la historia) y que, con Arquímedes, se anticiparon en dos mil años al cálculo infinitesimal, no conocieran el cero y, por tanto, no dispusieran de un eficaz sistema de numeración. El cero no empezó a utilizarse regularmente de forma operativa —no se convirtió en un dígito más— hasta el siglo V o VI en la India, desde donde pasó a Europa traído por los árabes junto con los otros nueve (por eso los llamamos números arábigos), y hasta el siglo XIII no se difundió por Europa el sistema posicional decimal, en buena medida gracias al Liber abaci, de Leonardo de Pisa, más conocido como Fibonacci.

Convertir la nada —o la ausencia— en un dígito más, en igualdad de condiciones (o casi) con los otros nueve, fue una de las grandes hazañas intelectuales de la humanidad, una auténtica acrobacia de la capacidad de abstracción que completó y consolidó definitivamente el lenguaje de la matemática.

Las ecuaciones

Y si la matemática es un lenguaje, las ecuaciones son sus oraciones. Una ecuación es, como su nombre indica, una igualdad que permite comparar cantidades conocidas y desconocidas e integrarlas en un desarrollo complejo y sólidamente articulado: un sistema de ecuaciones, el discurso matemático por excelencia. Por eso algunos pensamos que la enseñanza de las matemáticas básicas debería limitarse al sistema de numeración, las cuatro operaciones y las ecuaciones de primer grado, junto con unas nociones elementales de geometría. Pero todo ello explicado con sumo detalle y en profundidad. La humanidad ha tardado milenios en dotarse de un lenguaje matemático consolidado y eficaz, y algunos conceptos, como los números negativos, provocaron grandes debates antes de ser admitidos y asimilados, por lo que pretender que los niños y niñas de primaria los entiendan tras unas cuantas lecciones apresuradas es un disparate (amén de una forma de maltrato infantil), y explica los preocupantes niveles de fracaso escolar en matemáticas, así como el generalizado anaritmetismo de la población, incluido el de muchas personas supuestamente cultas.

El libro de la naturaleza

Galileo dijo —con la que se podría considerar la sentencia fundacional de la ciencia moderna— que el libro de la naturaleza está escrito en la lengua de las matemáticas, lo que equivale a decir que es un flujo de ecuaciones que se ramifican y encadenan, como sugiere la consabida imagen de una pizarra atestada de números y letras, de símbolos y de signos que los conectan. Y quienes no entienden ese lenguaje (además de ser presa fácil de charlatanes y embaucadores) no pueden leer el gran libro, han de limitarse a mirar las ilustraciones.

Notas

(1) Cuatro siglos antes, Leonardo da Vinci, poco sospechoso de cientificismo excluyente, vino a decir lo mismo: «Ninguna investigación humana se puede proclamar verdadera ciencia si no se somete a las demostraciones matemáticas».