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El inglés, esa lengua vehicular que ninguna academia impone

04/03/2022
Rafael Del Moral

Estatua de la Libertad, en Nueva York

Los Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia, España, el Islam y el Imperio romano consolidaron sus dominios territoriales con el inglés, ruso, francés, español, árabe o latín sin imposición, sin prohibiciones, sin multas, sin delatores. Sencillamente se impuso la lengua más útil porque nunca se aprendió a comunicarse con medios coercitivos. En nuestra época, y por primera vez en la historia, un nuevo proyecto-estado, la Unión Europea, versión moderna de los antiguos imperios, busca la unidad en la diversidad. Y esta vez no lo acompaña un ejército, sino medios pacíficos y magnánimos tutelados por principios de igualdad.

Los arquitectos de la Unión Europea apuestan por la unidad en la diversidad. Países como la India, más rico que Europa en etnias y lenguas, y también en habitantes, solo tiene al hindi y al inglés como lenguas fuertes, y aunque la tendencia es reconocer a muchas más, nunca se podrá conceder la cooficialidad a las doscientas del país.

La política lingüística de la Unión Europea fue fijada por el Tratado de Roma en 1957. Las lenguas oficiales de los países miembros, decía aquella carta fundacional, lo serían automáticamente de la Comunidad Europea. Por entonces eran seis: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo. Este último había renunciado a una de sus tres lenguas, el luxemburgués. La recién nacida comunidad se instituía, por tanto, con cuatro idiomas oficiales: alemán, italiano, francés y holandés. En 1973 firmaron su adhesión Dinamarca, Gran Bretaña e Irlanda; en 1981 Grecia; y cinco años más tarde España y Portugal. Con quince miembros, las lenguas oficiales aumentaron a once. Recordemos, con generosidad para el escéptico, que Irlanda había renunciado, para facilitar el entendimiento, a una de sus lenguas oficiales, el irlandés.

El artículo 22 de la Carta de los Derechos Fundamentales, adoptada en 2000, declara el respeto a la diversidad lingüística y el 21 prohíbe la discriminación. El principio se aplica igualmente a las lenguas regionales y minoritarias. En diciembre de 2007 los estados de la UE firmaron el Tratado de Lisboa por el que los jefes de Estado o de Gobierno se comprometían a respetar el patrimonio de la diversidad cultural y lingüística, y a velar por la conservación y desarrollo del patrimonio cultural europeo. Cada estado miembro estipula, en la adhesión, el idioma o los idiomas que desea se declaren oficiales. Las lenguas actuales son veinticuatro: el alemán, búlgaro, checo, croata, danés, eslovaco, esloveno, español, estonio, finés, francés, griego, húngaro, inglés, irlandés, italiano, letón, lituano, maltés, neerlandés, polaco, portugués, rumano y sueco. Nunca imperio alguno tuvo consideración tan delicada hacia las lenguas de sus administrados, y esto es, no lo dudemos, un bien para el respeto y la convivencia. Pero tiene sus inconveniencias. El número de combinaciones de traducción simultánea es el resultado de multiplicar el número de lenguas, 24, por el mismo número menos uno pues cada jefe de estado tendría 23 traductores-intérpretes a su servicio. Obtenemos así 552 combinaciones, que son las necesidades en traductores-intérpretes en una reunión de los veinticuatro jefes de estado o representantes. La Unión Europea cuenta con más de tres mil traductores-intérpretes, y es conocida la generosidad de las instituciones internacionales en el momento de la remuneración. ¿Qué presupuesto lo soporta? ¿Cómo gestionar la burocracia? ¿Cómo establecer los protocolos?

La UE, por otra parte, se manifiesta firme partidaria de la enseñanza y aprendizaje de idiomas como medio para potenciar la comprensión mutua entre los europeos, pero es imposible aprender los veinticuatro. También financia y promueve proyectos destinados a proteger y fomentar las lenguas regionales y minoritarias. Se ha fijado, además, el ambicioso objetivo de conseguir que el mayor número posible de europeos sea capaz de hablar dos idiomas además del propio porque las lenguas facilitan una visión más amplia y respetuosa del mundo y su entorno, propician la formación y mejoran los contactos. El 28% por ciento de los ciudadanos europeos dice conocer dos lenguas además de la propia, según cifras de la unión. Y la mitad de los ciudadanos de la Unión Europea afirma estar capacitado para mantener una conversación por lo menos en un idioma además de su lengua materna. En España, Francia, Italia y Portugal la mayoría de los hablantes sólo domina su lengua materna, siempre que consideremos demasiado elemental el conocimiento, en mayor o menor medida, de la lengua inglesa. En países como Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia, los Balcanes y Grecia el inglés se instala en mayor medida entre sus hablantes por una necesidad elemental. Y el los países nórdicos, es una necesidad conocerlo con suficiencia.

La lengua del Reino Unido se eleva sin que nadie lo ordene como la más recurrente para el entendimiento. Y lo hace de manera natural, sin coacciones, sin obligaciones

Mientras decidimos cómo entendernos, los hablantes han elegido un camino que resulta absolutamente ajeno a la voluntad de los gobernantes. Y sin que nadie lo imponga, ni lo incentive ni lo sugiera han elegido los hablantes la lengua que mejor se presta al entendimiento, que coincide, quién lo iba a decir, con la del pueblo que ha renunciado a la unidad europea. De esta manera la lengua del Reino Unido se eleva sin que nadie lo ordene, como la más recurrente para el entendimiento. Y lo hace de manera natural, sin coacciones, sin obligaciones. Una vez más se impone una ley natural de la evolución de las lenguas, la que las incita a marcar los cauces sin que los poderes públicos los señalen.

A pesar de ser la lengua de los traidores, de los que han abandonado a la UE, nada impide que el inglés se acomode en Bruselas como lengua vehicular en el espacio abandonado. Ya está sucediendo. Lo impulsa esa la tendencia natural que diseña los caminos de las lenguas sin tener en cuenta la imposición de los poderes públicos.