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Cada vez más expertos opinan que penalizar las faltas de ortografía en los concursos no sirve para nada

19/03/2024
Javier Jiménez

“Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver”. Es abril del 97, estamos en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española y el que dice estas palabras es Gabriel García Márquez.

La reciente noticia sobre que las faltas de ortografía bajarán hasta un 10% de la nota de los exámenes de Selectividad en España, ha vuelto a poner de actualidad (colateralmente) a aquellos que llevan décadas en armas contra “el conjunto de normas que regulan la escritura”. Y, por eso, nos hemos preguntado... ¿Tiene algún sentido la idea de cargarnos las normas ortográficas?

¿Qué diantre es la ortografía? Como defendía Carlota de Benito, profesora de Lingüística Iberorrománica en la Universidad de Zúrich, “la ortografía no la hacen los escribientes al escribir, sino que es un código que busca representar la lengua en un espacio (el papel, la pantalla) en el que se ve privada de una de sus características más importantes: la voz”.

Es decir, son un conjunto de estrategias que tratan de 'desbrozar' la selva linguística para “suplir las carencias” expresivas y comunicativas de la escritura. Aunque a menudo no seamos conscientes (y aquí sigo también a de Benito) la ortografía se levanta sobre una enorme cantidad de 'análisis técnicos': el fonológico, que asigna cada sonido a una letra; el prosódico, que decide si hay que tildar o no una palabra; el morfológico, que explica dónde empiezan (y dónde acaban) las palabras; o el sintáctico, que —reducido a su mínima expresión —nos explica dónde hay que poner los signos de puntuación.

Por eso, mientras los lingüistas llevan décadas defendiendo que no se “habla bien o mal” (porque la lengua sí la hacen los hablantes al hablar), cuando tocamos la ortografía la cosa cambia: al partir “de un análisis científico, la ortografía sí debe basarse en el razonamiento lógico” y, por eso, “un papel normativo fuerte” sí tiene sentido.

Del dicho al hecho... Esta es la teoría y tiene sentido. Como la misma RAE reconoce, las normas ortográficas tienen su razón de ser en la “codificación”. Es decir, en “transformar mediante las reglas de un código la formulación de un mensaje”. Para ello, “siempre manejando argumentos técnicos”, se trata de conseguir el código que mejor se adapta al funcionamiento real de la lengua.

Y, en realidad, es tan de sentido común que nadie se opone a ello. Si repasamos las propuestas “antiortográficas” vemos que la inmensa mayoría de propuestas relevantes no hablan de una anarquía de códigos en pugna constante, ni por el solipsismo ortográfico más aislacionista.

¿Y qué proponen? Si se fijan en el texto inicial de García Márquez no dice “desterremos para siempre el uso de acentos escritos”, dice “pongamos más uso de razón”. Es más, apenas unas líneas antes, dice “humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas [...], asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos [...], negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeismo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas”.

Cito a Gabo y su discurso por comodidad, pero también porque es ilustrativo. Las propuestas (ya sea en el español o en otras lenguas) intentan hacer que se reflexione sobre las normas de ortografía para cerciorarnos que en pos del “racionamiento lógico” (sobre el que debe basarse el código) no esconde una falta artificial y arbitraria de opcionalidad y la variedad de “intenciones y estilos” que de dan también en la lengua escrita.

Hablamos sobre la tilde de la discordia. Al fin y al cabo, la lengua escrita también está atravesada por multitud de cuestión sociales, históricas y culturales. El mejor ejemplo de hasta qué punto puede 'cegarse' uno a los argumentos técnicos es la (nunca superada) polémica por la tilde del solo.

Hagamos un repaso: En 1952, el académico Julio Casares se dio cuenta de que acentuar la palabra solo (cuando podía sustituirse por solamente) era inconsistente: los casos reales en los que se producía la ambigüedad (sin que el contexto la resolviera) eran raros y rebuscados.

Para la elaboración de la Ortografía de 1959, la Academia lo debatió y pese a que llegó a la conclusión de que Casares llevaba razón (“desde ese año hasta la actualidad la RAE no pone la tilde en solo en sus publicaciones”), lo dejó como opcional para “evitar rupturas”, explicaba Salvador Gutiérrez, coordinador de la 'Ortografía de la Lengua Española'. En ese “evitar rupturas” hay mucho más de lo que parece.

¿Quién “limpia, fija y da esplendor” a la propia Ortografía? Porque esta polémica muestra que (pese a los titánicos esfuerzos de muchos profesionales) en la definición de las reglas ortográficas dista mucho de ser un proceso neutral, aséptico y lógico. ¡Por el amor de Nebrija! Hemos tenido a la mayor institución del español al borde del cisma porque un grupo de académicos se negaban a ser consistentes con las mismas normas que ellos mismos habían impuesto.

Es lógico (y hasta comprensible) que haya quien alce la ceja y pida revisiones de esas mismas normas; ya sea para simplificarla y modernizarla, para hacerla más inclusiva o para que represente mejor los usos de las distintas variedades lingüísticas. Tendrán razón o no, traerán propuestas prácticas con problemas o sin ellos, pero parecen asuntos dignos de discutir.

Las consecuencias de las normas. Sobre todo, cuando (como en la decisión de bajar un 10% la nota por faltas de ortografía y gramática) estamos usando la ortografía como un filtro para acceder a ciertos espacios públicos.