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¿Se dice o no se dice?

06/02/2011

Héctor Abad Faciolince, El EspectadorEstá muy bien que se celebre su memoria y su obra, en particular los dos primeros tomos, muy eruditos, del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana y sus amenas Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. Cuervo estuvo solteronamente obsesionado con un único tema durante toda la vida: la manera correcta de hablar y escribir el español. En esto era hijo de su tiempo (había nacido en 1844) y lo que en el siglo XIX se usaba eran las gramáticas prescriptivas, es decir, aquellas que definen cuál es la forma correcta de usar un idioma.Para que haya una norma tiene que haber un modelo ideal al que todos debemos atenernos. Este modelo lo define Cuervo de la siguiente forma: «¿y cuál será la norma a que todos hayamos de sujetarnos? Ya que la razón no lo pidiera, la necesidad nos forzaría a tomar por dechado de nuestra lengua a la de Castilla, donde nació, y, llevando su nombre creció y se ilustró con el cultivo de eminentísimos escritores, envidia de las naciones extrañas y encanto de todo el mundo». Lo único que le parece a don Rufino José más digno de protección que la lengua, es la fe. Según él, es necesario «conservar la unidad de las creencias religiosas», al mismo tiempo que se conserva «la pureza del idioma». El bien hablar, para Cuervo, es algo «a la manera de la buena crianza: quien la ha mamado en la leche y robustecídola con el roce constante de la gente fina, sabe ser fiel a sus leyes». En esto las Apuntaciones tienen algo parecido a los manuales de buenas maneras. Si quisiéramos ser injustos podríamos decir que Cuervo es al castellano lo que Carreño es a la urbanidad.Esto no es así, porque don Rufino José —además de ser un gramático normativo— fue también un lingüista serio y un escritor con una gracia indudable. Hay en sus reflexiones chispazos de lucidez que apuntan a lo que llegaría a ser la ciencia lingüística medio siglo después de su muerte. Cuando dice, por ejemplo, que «por un instinto fatal y conducidos por el sentido común —el genio de la humanidad, como se lo ha llamado— obedecen los pueblos en la formación de los vocablos, en la generación de las acepciones y en la armazón de las frases, a leyes admirables», don Rufino José está anticipando en cierto sentido el instinto del lenguaje tal como ha sido descrito por Noam Chomsky o por Steven Pinker. Lo lamentable es que en pleno siglo XXI, un siglo después de don Rufino José, todavía haya en Colombia gramáticos normativos, solteronamente obsesionados como él en la corrección idiomática y en lo «castizo», que denuncian en tono iracundo la «decadencia del castellano», exactamente en los mismos términos en que los curas retrógrados denuncian la decadencia de la moral y de las sanas costumbres. Ni Carreño ni Cuervo eran ridículos en el siglo XIX, pero sí lo serían si siguieran escribiendo en esos mismos términos en el XXI. Así como a nadie se le ocurre decirle a una ballena cómo debe cantar, asimismo a un lingüista de hoy no se le ocurre decirle a nadie cómo debe hablar y mucho menos se va a poner a lloriquear por la forma en que los jóvenes supuestamente maltratan el castellano. Un lingüista serio oye y describe, en vez de echar sermones sobre la decadencia de la lengua.En realidad las personas, cultivadas o no, alfabetos o analfabetas, si hablan espontáneamente, hablan bien. Hablar es tan natural como caminar, y a nadie se le ocurre decir que los que van a la escuela caminan mejor que los que no han ido nunca. Es cuando empiezan a cuidarse, por miedo a estos espantapájaros que son los gramáticos normativos, que la gente común se equivoca. Si no, el genio de la lengua, el instinto del lenguaje (tan natural en todos como el instinto de acoplarse), funciona de una manera sabia y segura, e incluso de un modo más sabio y seguro en los iletrados que en «la gente fina».