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SÓLO PARA QUISQUILLOSOS

El castellano es la única lengua multipolar del mundo. Idiomas como el francés o el alemán son monopolares: se sabe que sus destinos se tallan en Francia y Alemania. Suiza, Bélgica, Austria o el Quebec son bienvenidos mientras aporten número de hablantes, pero a la hora de las definiciones se les va a prestar una atención ante todo protocolar.

El inglés y el portugués son bipolares. Inglaterra y Portugal, por ser cunas del idioma respectivo, tienen en las decisiones un peso mucho mayor de lo que podría sugerir la importancia comparativa de sus economías y poblaciones frente a Estados Unidos y Brasil. (Canadá o Australia quedan fuera de cualquier negociación, lo mismo que Angola o Mozambique.) El resultado de esa bipolaridad es que no siempre se ponen de acuerdo los países que cuentan, lo que se refleja en las ortografías irritantemente distintas entre Gran Bretaña y Estados Unidos y entre Portugal y Brasil.

Pero en castellano las cosas no son así. México tiene más población que cualquier otro país, pero la economía de España es más fuerte, pero a su vez países como Argentina o Colombia tienen tradiciones culturales muy potentes; sin olvidar por supuesto que países pequeños como Chile o Guatemala dan premios Nóbel como Neruda o Asturias, o que la diminuta Nicaragua ofreció al idioma y al mundo un genio como Rubén Darío.

En ese contexto, lo lógico sería que cada uno de esos países importantes desarrollara sus propias normas y las tratara de imponer a los demás, y que a la larga imperara el caos cuando no nos aviniéramos. Maravillosa e incomprensiblemente, eso no ocurrió. Los castellanohablantes tenemos una ortografía unitaria, una gramática sin fisuras y apenas diferencias léxicas y de uso de algunas palabras. Pero en general somos conscientes de ellas; un argentino jamás dirá "gafas" por lentes, pero entiende la palabra.

Los castellanohablantes no podemos sino sonreír cuando vemos a los editores en lengua inglesa o portuguesa tomarse la cabeza ante los originales que vienen del otro lado del océano. También sonreímos cuando idiomas como el catalán o el serbocroata se desesperan porque algunos hablantes afirman que están hablando algo distinto. El castellano tiene una salud tan granítica que puede soportar sin mella alguna que determinados hablantes nieguen la unidad del idioma.

Pero para demostrar que puede soportarlo, alguien tiene que efectivamente negar esa unidad y quedar en ridículo. Y para negarla, ¿qué mejor que este diccionario? Entienda pues el lector mi sacrificio: me estoy exponiendo al ridículo para demostrar una vez más que argentinos, españoles y otras dieciocho nacionalidades hablamos uno y el mismo idioma. O que, por lo menos, podemos entendernos con un buen diccionario.

 

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