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Una aventura de doce años en la internet

La profesión de corrector anda mal, muy mal; la mayoría de los textos que se publican hoy son tratados por malos profesionales que se limitan a corregir comas, puntos y las escasas erratas que se le escapan al corrector automático de los procesadores de textos. Y hasta esto suelen hacerlo mal. Son, en su mayoría, personas que están en esto temporalmente mientras deciden qué hacer con su vida tras acabar su carrera de letras o como forma de alimentar su curriculum para tratar de entrar en alguna editorial.

La profesión de corrector anda mal, muy mal; la mayoría de los textos que se publican hoy en el país son tratados por malos profesionales que se limitan a corregir comas, puntos y las escasas erratas que se le escapan al corrector automático de los procesadores de textos. Y hasta esto suelen hacerlo mal. Son, en su mayoría, personas que están en esto temporalmente mientras deciden qué hacer con su vida tras acabar su carrera de letras o como forma de alimentar su curriculum para tratar de entrar en alguna editorial. Sería algo perfectamente normal -todos los que nos dedicamos a estos hemos empezado más o menos así- de no ser porque estos correctores interinos no se toman el menor interés en la tarea y confunden los medios y fines de su labor: aunque pueda suponer un medio de alcanzar un puesto de editor, el fin supremo de la corrección es y debe ser el texto y sólo desde el respeto y el amor al texto se puede realizar este trabajo.

Pero no se crean que la culpa es sólo de los malos correctores. Ni muchísimo menos. Si existen malos correctores es porque existen malos editores y pésimas empresas editoriales. El de corrector es un oficio poco reconocido y peor pagado. Las editoriales tienden en general a tratar la corrección como un mero trámite, un escalón incómodo por el que debe pasar el libro en el menor tiempo posible. Apenas hay buenos profesionales, pero es que tampoco se les trata como debería. En los años que llevo en esto he visto todo tipo de chapuzas.

Una vez me encargaron unas terceras que estaban peor que unos malos originales. ¡¡Terceras!! ¿Qué clase de correctores habían visto esas pruebas antes? ¿Qué clase de editor consiente ese tratamiento dejado del texto? ¿Qué clase de editorial permite que se despilfarre el dinero y el tiempo en cuatro correcciones para un solo texto? Si sobra dinero para encargar muchas malas correciones, ¿por qué no pagar de una vez una tarifa digna para que un auténtico profesional deje el texto niquelado en dos únicas correcciones?

A menudo me encargan cosas con plazos imposibles diciéndome "da igual cómo salga, que vamos mal de tiempo". ¿Cómo que da igual? ¿Qué clase de respeto es ese por el oficio del corrector? ¿Cómo alguien que se dedica a editar puede mostrar ese desprecio por el texto? ¿Por qué esa mala gestión del tiempo?

Y no hablemos de despilfarros estúpidos como el gasto en mensajeros. Desconozco las tarifas que aplican las empresas de mensajería, pero por pequeñas que sean me resulta inconcebible tanto trasiego innecesario de entregas. Si aún no he devuelto lo que me enviaron no entiendo la necesidad de ponerme un mensajero con más trabajo en lugar de aprovechar el viaje cuando yo devuelva lo que tengo. No se lo van a creer, pero alguna vez he llegado a recibir en un mismo día tres mensajeros procedentes de la misma editorial. ¡Tres! Y con encargos mínimos cada uno de ellos.

Capítulo aparte son los retrasos en los pagos. Desde que uno empieza a trabajar en un libro hasta que ve el dinero pueden pasar meses. Uno puede aceptar que no le paguen hasta que haya acabado todo el libro (nótese que digo "puede aceptar", no que esté bien: hay editoriales que gestionan bien la contabilidad y pagan religiosamente mes a mes las páginas que hayas visto), pero lo que no es de recibo son los retrasos posteriores. Envías una factura y a menudo esta va pasando de mesa en mesa, de pila de facturas en pila de facturas hasta que al cabo de mes o mes y medio es tramitada finalmente. No sé si lo han pensado, pero las erratas no alimentan, por más que el corrector se las coma y las haga desaparecer de su texto.

El colmo en este aspecto es cierta editorial que ha externalizado sus pagos mediante un servicio de factoring. Estás en tu casa esperando el ingreso de tu dinero y en su lugar te llega una carta de la empresa de factoring de turno que te comunica que la editorial le ha dado el dinero -tu dinero- de tu factura y que ellos te lo darán dentro de un mes pero que, eso sí, si lo necesitas antes puedes solicitarles un anticipo a un módico tipo de interés. El día que me llegó la cartita de marras no daba crédito. O te resignas a cobrar con un mes de retraso o le das parte de tu dinero a la empresa de factoring en forma de intereses.

Con este panorama no me extraña en absoluto que conozca a tan pocos buenos correctores. Y si contamos a los que se dedican en exclusiva a esto creo que me sobrarían dedos. La mayoría de los correctores -los de verdad, se entiende, no los interinos- son traductores o editores freelance que cogen correcciones de vez en cuando para completar su sueldo cuando escasean los otros encargos. Y luego estamos los pirados, los que, como yo, adoramos este oficio y aceptamos trabajos más por afición y amistad con el editor que por otra cosa.

Así ocurre luego, que una no sabe qué barbaridad va a encontrarse en el último libro que ha comenzado a leer. Lo peor es que no ocurre únicamente en la edición, sino que la chapucería está extendida a todos los ámbitos profesionales que conozco. Dos males aquejan a la productividad y la calidad del trabajo en este país. Por un lado, la falta de ética profesional, el hacer las cosas sistemáticamente mal, el todo vale, el como los demás no se esfuerzan yo tampoco. Por otro, la incomprensible desvalorización del especialista: no existe un sistema de reconocimiento y recompensas para el trabajo bien hecho de cualquier especialista.

Si eres un magnífico corrector te promoverán a editor, tarea que para la que a lo mejor no vales y que ni siquiera te interesa pero que constituye tu única forma de mejorar económicamente. Y si programas como los ángeles acabarás de analista y, suponiendo que también se te dé bien, te verás pronto como jefe de proyecto, alejado de los ordenadores, enterrado en una montaña de planes, proyectos y presupuestos y agobiado por un sinfín de reuniones. En ambos casos -corrector y programador-, habremos perdido un magnífico especialista para ganar un pésimo gestor. Así de mal anda la profesión. Cualquiera de ellas.

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