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Un cuento premiado de Gregorio Manzur

El forastero

Cuento de Gregorio Manzur

Comentario de Fernando Ainsa

Entró en la taberna del Tortugón antes del mediodía. El sol caía como pedrada y el hombre se quitó el sombrero, una, para saludar a los presentes y segundo para secarse el sudor que le comía la frente. Se descargó de la mochila y fue a ocupar el rincón mas apartado del boliche. Un par de muchachos jugaba al billar dando tacadas sin ton ni son. Dos jubilados movían con parsimonia las piezas del dominó. El grupito de parroquianos, acodados al mostrador, tomaba el aperitivo de aceitunas, jamón y vino blanco. El tema, al parecer, eran las carreras de caballos que habían causado, el último domingo, un homicidio y dos heridos sin gravedad.

El Tortugón lo miró discretamente, sacándole una radiografía. Ese hombrote, seco y de agrio carácter había visto a muchos extraños entrar en su taberna y sabía calarles los huesos con su intuición de zorro gallinero. Viendo que el hombre se había alivianado del calor y la fatiga, llamó a su hija.

- Sibila, andá a ver qué quiere, le dijo, señalandoselo con el mentón.

La muchacha atravesó la humareda de cigarros y al llegar hasta él se quedó paralizada. Los ojos azabache del hombre se le habían entrado hasta la misma sangre.

- ¿Qué... se le ofrece... señor?, alcanzó a decir.

- Si no le es molestia, señorita, comería un picado de salame y queso, con un potrillo de tinto.

La muchacha no atinó a responder. Ni por la afirmativa ni negándose. Se sentía como absorbida por la presencia de ese hombre que ella desconocía por completo. La vista se le había nublado y sólo era consciente de la presencia del forastero que miraba ahora, obstinadamente, hacia el suelo, arrepentido tal vez de haber entrado a aquel lugar y de haber dirigido la palabra a esa jovencita. Al mismo tiempo sabía que el grupo de hombres se había vuelto hacia él, ya que la muchacha permanecía rígida, como atrapada por una serpiente. El vozarrón de don Cirilo logró sacarla del embrujo.

- ¡Sibila!, ¿estás papando moscas, o qué? ¿Vas a servir o no lo que te han pedido?

La autoridad del cantinero devolvió la calma al recinto. La conversación suspendida volvió a circular, las carambolas continuaron, otras gentes recién llegadas y sorprendidas al comienzo, pidieron lo que tenían que pedir. El mismo forastero se sintió aliviado de poder volver a su modestia, haciéndola más evidente aún.

El Tortugón terminó por llevar personalmente el pedido. Al pasar junto a su hija le hundió la uña en el brazo: «Andá a la cocina, ya hablaremos.»

- Gracias, señor, le dijo el hombre, sin quitar la vista de aquel pan y el plato repleto. Se mojó los labios con el vino fresco y empezó a comer. El Tortugón regresó detrás del mostrador, no sin largarle un último vistazo a esa persona tan corriente y sin embargo tan extraña que había venido, vaya a saber por qué, a su bodegón. En eso vio a Sibila regresar con un frasquito en la mano. Sin que lograra deternerla la chica se acercó al forastero y le volcó el contenido del frasquito en la cabeza, luego le pasó la mano por los cabellos dispersando el líquido. El hombre no atinó ni a moverse ni a rechazarla. Las mejillas se le colorearon. Todo el mundo estaba pendiente de aquel suceso. Sibila ya era una muchacha con pechitos rollizos y por demás hermosa. Don Cirilo odiaba a todo aquel que se arriesgase a mirarla. Indignado, avanzó hasta ella y tomándola de un brazo la arrastró hasta la cocina.

- ¿Te has vuelto loca? ¿Qué tenés que ir a echarle perfume a ese monigote?, le gritó, dándole un par de bofetadas.

Sibila se arrancó de sus garras y huyó a su cuarto.

De regreso a la cantina, la cólera erizaba los bigotes del tabernero. Se mordía el labio inferior hasta sangrarlo. El forastero había cargado su mochila y lo esperaba junto a mostrador. Los hombres hicieron un corrillo a su alrededor. El ambiente era paja reseca y sólo faltaba la chispa que desencadenara el incendio.

- ¿Cuánto le debo, señor?

El Tortugón lo miró calculándole las tompadas que merecía, pero prefirió que aquello acabase ahí. Ya tenía suficientes problemas con la policía y al fin de cuentas el pobre tipo no había hecho nada de malo. Todo había sido culpa de la mocosa esa, que andaba ya interesándose en los hombres y todo renacuajo venido de afuera la chupaba como mosca a la miel.

- Tres pesos veinte, respondió, poniendo al diálogo un punto final.

El forastero pagó y al retirarse el corrillo se abrió como manzana incandescente.

***

Eso fue todo. Pero la cosa no quedó ahí. Los parroquianos se quedaron como terneros arrancados de la ubre. Habían tenido tanto coraje mientras el hombre estaba ahí, que hubieran podido acuchillarlo sin pestañear. O aplastarlo a puñetazos, cualquier cosa, ya que el hombre merecía todo eso y mucho más. ¿No había acaso intentado corromper a Sibila, la hija del patrón? Es verdad que la mocosa fue descarada y ya quisieran ellos ser el objeto de su interés. Pero aquí no se trataba de ella sino de ese forastero, salido de no se sabe dónde, que sin abrir los labios había merecido que la muchacha le perfumara la cabeza, pasándole la mano por los cabellos como una madre a su recién parido. Eso era en realidad lo preocupante. El hombre había comido y tomado su trago como cualquier hijo de vecino, nada había que reprocharle, pero al mismo tiempo su presencia había enajenado a todo el mundo. El Tortugón cortó en seco:

- Ese tipo es de la mala calaña. Ni bien lo vi entrar me dije que nos traería desgracia.

- Pordiosero no es, sugirió el tonelero Corrales. Anda vestido como cualquiera de nosotros.

- Sí, pero empolvado como quien anda de a pie.

- De lejos debe venir, yo le miré los zapatos.

- Ese individuo, o bien llegó esta madrugada o bien pasó la noche por ahi.

- ¿Nadies lo vido antes?

- Nadies.

- Dígame, don Cirilo, ¿de dónde se le ocurrió a su hija echarle perfume?

- ¡Qué se yo, está más loca que una cabra!

- ¿Sibila va a misa, don Cirilo?

- Claro que va a misa, su madre la lleva a la rastra, pero va.

- ¿No se habrá intoxicao con la biblia?

- ¡Andá a saber lo que come esa porquería!

***

El hombre caminaba por la carretera afianzada con ripio. Tenía la esperanza de que algún camión lo alzara, llevándolo al menos hasta el pueblo siguiente. La noche que había pasado en Cayupangui, acostado en las losas de la iglesia, todo lo ocurrido en la taberna, le causaban un profundo malestar. Para colmo, su imaginación le traía a la muchacha que no dejaba de pasarle la mano por el pelo. Como si esa sensación tuviera que quedar para siempre en su vida. «Me sentí como un niñito. Y eso que podría ser su padre. La vida hace lo que quiere, uno va de un lado a otro, pero la suerte ya está echada.»

Aceleró el paso. Si nadie lo llevaba tendría que encontrar un pueblo antes de la noche. «Las campanadas sonaron a medianoche. Alguien me estaba llamando. Me revolví como gusano. Las piedras, más heladas que una fosa. En la estatua del santo había un nido de palomas. Me decían algo... No sé por qué diablos me puse a llorar. Como si ese pichoncito fuera mi hijo...»

Escuchó el bramido de un vehículo. Conocedor como era de la ruta, se dijo «es camioneta Ford».

- Lindo motor, concluyó, debe subir las cuestas como gata.

Se puso al borde del camino y le hizo señas. La camioneta frenó bruscamente, haciendo chirriar los neumáticos. Las puertas se abrieron y tres o cuatro hombres saltaron de la caja. Al verlos abalanzarse sobre él, el forastero se largó a correr. Dos de los hombres lo alcanzaron y lo agarraron a golpes. Los que venían detrás, gritaban:

- ¡Matalo a ese maricón!

- ¡Reventalo de una vez!

El hombre logró zafarse y volvió a correr, pero ya la patota lo rodeaba y esta vez sería de veras. En eso vio venir un camión en sentido contrario. Abrió los brazos parándose en medio de la calzada. Los otros se apartaron ya que el camión no aminoraba la marcha. Sonaron los bocinazos. Cada vez más insistentes, puesto que el hombre no reaccionaba. Entonces fue la violenta frenada. Ocasión que aprovechó el hombre para encaramarse en el estribo. El camión volvió a acelerar. Los otros corrían detrás, en medio de la polvadera. De pronto giraron hacia la camioneta. El hombre acababa de abrir la puerta del camión y se introducía en la cabina. El chófer le dijo:

- Ya los conozco a esos. Son de la mafia del Tortugón. Burreros, son. Timberos.

- No sé por qué me atacaron.

- No hay que meterse con ellos. Ya deben más de una muerte.

Por el retrovisor el chofer vio que la camioneta los seguía. Se puso al medio de la ruta impidiéndoles el paso. Así logró mantenerlos hasta que entraron al pueblo.

- ¿Tiene dónde ir?

- No conozco a nadie aquí.

- Esos no lo van a largar así como así. Yo tengo que descargar en el frigorífico. Allí no hay escondite posible.

El hombre lo miró con tal angustia que el camionero le sugirió llevarlo hasta la comisaría.

- No veo otro lugar para refugiarse. La policía al menos lo va a proteger.

El camión aminoró la marcha y el forastero saltó. Entró corriendo a la comisaría mientras que la camioneta frenaba afuera y los hombres corrían hacia el recinto. Los policías de guardia bloquearon la puerta apuntándoles con sus fusiles. El sargento Castroso no vio mejor solución que encerrar al hombre en el calabozo.

- ¡Eh, sargento, gritó uno de la banda, déjenos entrar, ese compadrito nos la debe!

- El comisario está de misión. Yo no puedo hacer nada, respondió el sargento.

- Pero si es un delincuente, no queremos más que darle una lección...

- Eso, de buena conducta, ja, ja, ja..., agregó un tercero.

- Ese hombre está bajo custodia, cortó el sargento. No puedo librarlo.

- Se está arriesgando mucho, usted, sargento.

- Esto no puede quedar así, ¿no es verdad, Tano?

- Déjense de amenazas y vuelvan esta noche que el comisario estará de regreso. Yo no puedo hacer nada, muchachos.

- El comisario no habría puesto inconvenientes.

- Él nunca hace tanta historia.

- De paso le sacamos un cochino del chiquero, ¿no es verdad, Tano?

Mientras protestaban, los hombres se habían ido acercado a los guardias, que no se atrevían a usar sus armas. Dos de ellos, presionados, habían dejado de apuntarles.

- ¡Párense ahí, o no respondo!, gritó el sargento viendo la maniobra. Y empuñando el Colt, les dijo con determinación:

- O dejan de empujar o doy orden de tirar. ¿Me han oído?

El «Tano» Belluti, jefe al parecer de la patota y eximio recogedor de apuestas del Tortugón, se dirigió al suboficial.

- Sargento Castroso, usted, como digno guardián del orden, está cumpliendo con su deber. Para eso está la policía, para proteger a los cuidadanos. Pero nosotros exigimos que el juez de paz tome cartas en el asunto.

El sargento vio en esto una escapatoria.

- Yo no me opongo a que su Eselencia sea puesto al corriente. Espérenme ahí mientras lo llamo.

Sin que los policías abandonaran sus puestos el sargento llamó al juzgado. Tras anunciar el motivo de su llamada, aguardó unos instantes. Puesto en contacto con el Juez, explicó con lujo de detalles la situación en la comisaría, haciendo hincapié en la ausencia del comisario. Tras aprobar repetidas veces con la cabeza, respondió al fin con extrema obsecuencia:

- Desde luego, Eselencia. No faltaba más, lo esperamos. Es un honor para nosotros. Ya mismo, ecelencia, eso, como no.

Colgando el tubo se dirigió a los amotinados.

- Listo, su Eselencia está llegando.

- Déjenos entrar, entonces, sargento, aquí hace mucho calor.

- No, no, esperen ahí.

Algunos encendieron cigarrillos, otros fueron hasta la esquina en busca de cervezas frescas. Varios curiosos se habían acercado para ver de qué se trataba.

El coche del juez se detuvo tras la camioneta. El corro le abrió camino, algunos quitándose la gorra y saludándolo con respeto.

***

Las mujeres, como de costumbre, se habían reunido en el lavadero. La noticia había corrido de boca a oreja, diciendo que Sibila había perfumado los cabellos de un desconocido. Nada tenía el hombre de atractivo, no era feo, no, pero cualquiera de los hombres de Cayupangui era tanto o más buen mozo que él.

- Vaya a saber qué le pasó por la cabeza a la muchacha para que se quedara pasmada delante de él.

- Orlando dice que él la miró con ojos de víbora.

- Y que la embrujó con sus tres colores.

- ¿Entonces fue él quien le ordenó traerle el perfume?

- Pues claro, tendría una cita por ahí. Con las «chicas» de la Carmina, por ejemplo...

- Para eso no necesitaba arrequintarse tanto, ah, ja, ja, ja...

- Broma aparte, el Tortugón se quedó impresionado.

- Lo que ya es decir.

- Y no por lo que el hombre comió o tomó...

- Comió y se tomó un vinito como hacen todos.

- ¿Nadie supo quién era ni de dónde venía?

- No, ni para qué diablos había entrado al pueblo.

- Otros dicen que durmió en los portales de la iglesia, arrebujado en un poncho.

- El diarero lo vio rondar por las calles de madrugada, como un ladrón.

- ¿Alguien habló con Sibila? ¿Qué dice la muchacha?

- El viejo la tiene encerrada. No quiere que salga ni que hable con nadie hasta que ese tipo se haya esfumado del pueblo.

- ¿Tiene miedo el Tortugón?

- El que tiene cola de paja...

***

Sibila no respondió a su madre que la interrogaba duramente. Sólo le dijo que ese hombre era bueno y que ella le había regalado el frasquito de perfume. Pero la madre no quedó satisfecha con la aclaración.

- ¿Por qué se lo volcaste en la cabeza? Eso no se hace. Ese hombre podría haberse ofendido y armar una pelea. ¿Te das cuenta?

- Ese hombre no es de armar pelea con nadie. Yo le vi los ojos y pensé en las vacas cuando rumian por las tardes. Yo me acuerdo de esas vacas, cuando les miré los ojos. Todo el campo se refleja, como un lago.

***

Las damas de la parroquia informaron con pelos y señales al padre Bartolomé. Tras haberlas escuchado, mientras lanzaba un par de suspiros, el religioso les dijo con pausada voz:

- Hasta ahora no veo en qué ese hombre haya molestado a nadie. Vino de pasada, comió en la taberna y luego siguió su camino. ¿Qué quieren ustedes, que cerremos las calles a todo extranjero?

- Pero hipnotizó a la pobre Sibila, padre, que es una muchachita inocente.

- Parece que le clavó los ojos de manera descarada.

- Como embrujándola.

- Ya salen otra vez con supersticiones. Para ustedes cualquier cosa es brujería. Sibila le perfumó los cabellos con toda su inocencia. El hombre le cayó bien, la impresionó positivamente y entonces le dio lo mejor que tenía, ese frasquito de perfume, que según me ha explicado su madre, sólo lo usa cuando va a bailar a Las Gaviotas.

- Ahí está, padrecito, ella se perfuma para buscar novio.

- Para refregarse con los hombres.

- Y lo mismo hizo con el forastero.

- Eso creo yo también, la chica quiso conquistarlo.

- Y él, que no es tonto, agarró la ocasión por los pelos.

- Bueno, bueno, están haciendo un novelón con algo que no tiene la menor importancia. Vayan a sus casas, cumplan con sus obligaciones y este domingo yo evocaré el caso durante la misa. Todo el mundo quedará en paz.

***

Algunos de los amotinados, no teniendo nada mejor que hacer, se quedaron en la comisaría aguardando al comisario. Éste, ni bien regresó, fue puesto al corriente de lo sucedido.

- ¿Así que una gresca estuvo a punto de estallar en el antro del Tortugón?

- Pasó raspando, comisario. De no haberse ido el hombre sin chistar, el Tortugón lo hubiera marcado.

- Todos sentimos que había que agarrarlo al tipo ese. Nadie estaba tranquilo cuando nos miraba.

- ¿Es verdad que hipnotizó a la Sibila?

- Seguro, comisario, ni que fuera un lechuzón lanzando mal influjo.

- ¿Y ustedes lo dejaron ir así como así, eh?

- Pero, comisario, el hombre pagó, saludó repetuosamente y desapareció. ¿Qué quiere, que lo agarremos porque sí?

- ¿No me dicen que abusó de la muchacha?, ¿de la confianza de una santita?

- Eso es mucho decir, comisario, él ni siquiera le pidió a Sibila que lo perfumara.

- Ni se lo agradeció, tampoco.

- ¿Qué hizo, entonces, badulaques?

- Pero no le digo que se quedó ahí, sentadito, tomando su trago y comiendo su picado. Si ni caso le hizo a la muchacha.

- Ya están borrachos, inútiles como son todos ustedes. Primero me dicen que la embrujó como lechuzo, que la paralizó como víbora, ¿y ahora salimos con que ni siquiera la miró?

- Todo pasó muy rápido, comisario, cosa de una media horita nomás.

- Media hora que nos va a romper todo el mes. Ya andan cacareando las mujeres del lavadero. Que la muchacha ha dejado de comer, que no quiere hablar con nadie, que se larga a llorar en cualquier momento. ¿No se dan cuenta, papanatas, que estamos ante un caso de violación de voluntad? ¿Que esa muchacha está poseída?

Tras encender un cigarrillo, Restrepo largó el humo y entrecerró los ojos.

- Ahora se lo ha llevado el juez. Sin siquiera consultarme. Bonita autoridad estamos representando nosotros. No, si ya me entran ganas de meterle fuego a todo este barracón de cojudos. Empezando por ustedes, timberos, rufianes, que bonita mafia han formado con el Tortugón. ¡Fuera de aquí, caldero de arañas, antes que los raje a guascasos!

***

El juez de paz hizo callar a todo el mundo. El hombre estaba sentado en una silla frente a su escritorio. Detrás de él se apretujaban los testigos.

- ¿Podría repetirme, señor, porqué vino usted a Cayupangui?

- Yo soy originario de Chivilcoy, señor juez, donde vivo con mis padres. Todos los años voy a cosechar a Guaymallén, en la finca de los Videla. Paso dos meses conchabado.

- La ruta que va de Chivilcoy hasta Guaymallén, que yo sepa, no pasa por Cayupangui.

- El camión que me levantó era de ganado y desvió hacia Chile, entonces me bajé en la encrucijada del Puma, que no está lejos de Cayupangui. Pensé que algún otro camión podía partir desde aquí, rumbo a la capital, y acercarme hasta Guaymallén. De paso aproveché para descansar un rato... y comer algo.

- Según testigos aquí presentes, usted durmió en los portones de la iglesia.

- Así es, señor juez.

- Pero eso esta prohibido, ¿lo sabía usted?

- Lo ignoraba, señor juez.

- Según las leyes en vigencia en nuestro país - que usted debiera conocer - toda persona forastera debe alojarse en un hotel y registrar su nombre y apellido, lugar de procedencia y lugar de destinación, presentando documentos personales en vigencia, que serán debidamente registrados por el hotelero.

- La verdad es que pensaba retomar camino de madrugada.

- Recién me dice que necesitaba comer y descansar aquí, y ahora modifica su declaración argumentando que pensaba irse al alba. ¿En qué quedamos?

- Luego de haber dormido un rato, me dije que de Cayupangui, pueblo chico, no deberían salir muchos camiones y entonces cambié de idea.

- Me permito recordarle, señor... ¿señor...?

- Huancayo, Ceferino Huancayo, para servirle.

- Señor Huancayo, le recuerdo que Cayupangui comercia directamente con la capital. Cada fin de semana parten dos o tres vehículos hacia la feria de Mendoza, repletos de productos del terruño. Este no es un pueblo de holgazanes.

- No he querido decir eso, señor juez. Para nada.

- Volvamos al grano, si me permite. Luego de «cambiar de idea», usted se dirige a la pulpería del señor Cirilo y pide un potrillo de vino junto con un picado de fiambres. A las once de la mañana. ¿No le parece demasiado temprano para tomar vino?

- Yo me había levantado a las cinco, señor juez, entonces, las once... ya era tiempo de almorzar.

- Pasemos. Una muchacha aún no salida de la edad ingrata, Sibila, hija del tabernero, viene a preguntarle qué desea servirse, ¿es así?

- Así es.

- Y usted, en vez de responderle de inmediato, le clava la mirada en los ojos. Usted es un adulto, señor Huancayo, conoce muy bien la mentalidad de una adolescente, sabe que a esa edad las muchachas son impresionables. Usted no ignora que en tanto que forastero, para ella usted es una novedad, alguien fuera de lo común. Al menos, es lo que ella se imagina. Y entonces usted abusa de su condición de «foráneo» para ejercer sobre ella una influencia que yo me atrevería a calificar de... seducción.

El zapatero Villaba alzó la voz desde el fondo de la sala.

- Eso mismo lo vi yo, Usía. Ese hombre la miró como echándole un mal de ojos. Y la Sibila se quedó tiesa. Una estatua, como que la estoy viendo.

Huancayo se volvió para ver al que hablaba. Luego regresó al juez, que aguardaba una explicación de su parte.

- Yo la miré como miro a todo el mundo. En ningún momento se me ocurrió que esa muchacha podía sentirse... perturbada, por mi presencia.

- Perturbada. Turbada, ¡eh! Ahí tienen, este hombre acaba de reconocer que Sibila se turbó ante su mirada. Y eso es lo que todos los que se hallaban en el bodegón han declarado: su presencia no sólo perturbó a Sibila, sino que también los inquietó a ellos. Los puso como en ascuas, palabras textuales. Algo que emanaba de usted los volvía inseguros, como temiendo un mal suceso.

- Eso mismito, Señoría, yo que voy al boliche pa pasar un ratito con los amigos, sin abusar, gracias a Dios, de pronto me dieron ganas de agarrarme a cuchillazos con todo el mundo.

- ¿Es que esos amigos suyos lo habían ofendido a usted, don Salvatierra?

- De ninguna manera, Señoría, que Dios me condene si alguien me había faltao.

- Entonces esa cólera súbita que usted sintió, don Salvatierra, no provenía de ellos sino de otra parte.

- Venía del lado de este hombre, clarito lo sentí yo.

- Un sentimiento de catástrofe, digamos... murmuró el juez.

El forastero habló entonces, quedamente.

- Señor juez, yo no soy hombre de pelea. Yo voy a trabajar a Guaymallén porque mis padres son ancianos y necesitan ayuda. Si vine a Cayupangui fue por las razones que le expliqué recién, no quiero molestar a nadie y si usted me lo permite ya mismo estoy retomando camino.

- Desde luego, desde luego, usted trabaja como todo hombre honesto y es loable que se ocupe de sus padres, como cualquier hijo de vecino, dicho sea de paso. Lo que ocurre ¿que quiere que le diga?, es que usted a introducido una inquietud en la población. Las damas de la parroquia han elevado una petición al juzgado exigiendo que se indague sobre sus posibles poderes.

- ¿Poderes? Pero, ¿qué poderes puedo tener yo, señor juez? Yo soy un jornalero que vive honestamente de su trabajo. Nunca he hecho mal a nadie.

- ¿Por qué piensa que usted puede hacer mal a la gente? Nadie lo ha acusado, señor, ¿y ya se siente culpable?

- Estoy dispuesto a pedir disculpas a esa muchacha, a rogarle que me perdone si en algo le he faltado, sin saber...

- ¿Por qué aceptó entonces que ella le volcara perfume en la cabeza?

- Yo no acepté, ni dejé de aceptarlo. Ella lo hizo y a mí no me molestó. Pensé que eso la hacía feliz, es todo.

- ¿Pretende usted brindar felicidad a la gente?

- Yo sólo digo que esta mañana...

- Hacer feliz a nuestros semejantes, es patrimonio del Estado, que vela por los intereses de sus ciudadanos honestos, ¿lo sabía usted, señor Huancayo?

- Se las da de manosanta, eso es lo que pasa, señor juez, gritó alguien.

- Mano santa entre las nalgas de la Sibila, ja, ja, ja..., rieron varios hombres.

-¡Silencio! Estamos en el juzgado, no en la feria. El que quiera hablar que pida la palabra, de lo contrario hago evacuar la sala.

Ni las sillas crujieron, pero el juez se revolvió en el sillón. Al fondo de la sala se hallaba el comisario Restrepo, rodeado de uniformes. Luego de reflexionar en silencio, calculando los pro y los contra de su decisión, sentenció:

- Este hombre, que afirma llamarse Ceferino Huancayo, habitar en Chivilcoy y trabajar en Guaymallén, que por razones misteriosas ha hecho pie en Cayupangui, deberá permanecer en nuestro pueblo en calidad de detenido hasta tanto se aclaren pertinentemente sus orígenes, se verifique su contrato en finca de los Videla y se establezca cuáles son las reales motivaciones de su comportamiento. Particularmente en lo que concierne a su influencia, nefasta o no, sobre una joven de nuestra comunidad. Ordeno en consecuencia que se lo interne en la comisaría, quedando bajo custodia de la autoridad policial competente hasta tanto se redacten las causas y se ordene el juicio.

***

Sibila se deslizó del lecho y salió al descampado. El cielo otoñal era un hormiguero de estrellas. Alzó las manos y tomando un puñado se enjuagó los labios, las mejillas, mordió otras que fueron a refulgir en sus pupilas. Un viento de meteoritos fosforeó en su pelo, para rodar luego por sus pechos y hacerse fuego fatuo entre sus muslos. Besó sus manos que sabían aún a cabellos mojados de aquel hombre. Fragancia de chilcas, pichanas, cardones de la tierra andina. Su cuerpo de carne abrupta de membrillo, temblaba de amor.

Se escurió entre la noche y fue a buscarlo al calabozo. El forastero estaba ahí, a escasos metros de su deseo. Se aferró a las ranuras de los ladrillos y escaló. La mazmorra era un pozo de negruras. El hombre se acercó a la ventana. Sibila refulgía cual luna llena. Sus ojos eran de puma hembra cuidando sus cachorros. Pasó las manos entre los barrotes. Ceferino Huancayo las besó.

***

Antes de ser juzgado, el forastero pidió confesión. El cura párroco hubiera preferido mantenerse fuera del conflicto, pero las mojigatas de la parroquia lo habrían criticado. Entonces aceptó. A condición de que el reo fuese confesado en el calabozo.

Llegó acompañado de dos monaguillos que aguardaron en la antesala de la comisaría. Contrariado, el padre lo bendijo y se sentó frente a él. Al ver que uno de los policías se mantenía junto a la puerta, exigió que se alejara. La orden vino desde arriba y el guardián se retiró.

- Permítame llamarlo hijo, ya que todos los parroquianos de la tierra son hijos, no míos, no señor, sino hijos del Altísimo a quien, humildemente y salvando todas las distancias, me honro en representar.

- Así sea, padre, respondió el reo.

- He acudido a su llamado respondiendo a un requerimiento cristiano. Pero también accediendo al deseo de las damas de la parroquia que, también ellas, juzgan indispensable esta confesión. Así es que lo escucho.

- Padre, el destino ha querido que yo venga a pasar por este pueblo, sin habérmelo propuesto para nada. Mi huella me llevaba directamente a Guaymallén como lo hago cada año. La buena o mala suerte quiso que tuviera que buscar reparo a mis fuerzas y comer aquí, ya que el viaje en camión, sin detenernos desde Chivilcoy, había consumido todas mis provisiones. Dormí, como usted lo sabe en las puertas de su iglesia y por la mañana pasé a almorzar antes de seguir viaje. Allí ocurrió lo que ocurrió y ahora me veo acusado de brujería, de ejercer mala influencia en esa muchacha, de sembrar el odio, qué se yo...

- Nada ocurre porque sí. Nuestros actos, incluso los más anónimos, provienen del fondo oscuro de nuestras almas.

- ¿Usted también cree, padre, que yo he querido seducir a Sibila?

- Yo no he venido a juzgar sino a tratar de comprender el por qué de este sentimiento de miedo, de rencor, de odio incluso, que se ha desparramado entre la gente desde su llegada.

- Yo no tengo nada que ver con todo eso, padre. Hay cosas que ustedes tendrán que arreglar, cuentas que saldar que yo desconozco. Pero no por eso se me debe mezclar en los conflictos de la población.

- Usted va muy rápido, señor, al acusar a una serie de personas honestas. Insinuando que tienen cuentas que saldar con Dios. ¿No será que usted también tiene algo que reprocharse? ¿Sería usted capaz de arrojar la primera piedra?

- Padre, el hecho de que esa muchacha me haya volcado perfume en la cabeza, no es de mi responsabilidad. Ella lo sintió así y así lo hizo, y yo lo acepté como un acto de amistad, de acogida. De bienvenida, incluso.

- Usted no debería haber aceptado tal ofrenda.

- ¿Por qué no?

- Porque eso pone en peligro la honestidad de una jovencita.

- ¿En qué atenta a su honestidadd?

- Ella, por ese acto, le está ofreciendo a usted su virginidad.

- Padre, jamás esa idea me vino a la cabeza.

- Justamente, su cabeza no alcanzó a descifrar sus propios proyectos. Proyectos ocultos en su propia alma, digamos. Sibila, en su inocencia, sí que los captó. Y se sintió subyugada por sus ojos, que todos los presentes están de acuerdo en calificar de serpentinos, ojos de lechuzo, como dicen otros. Pupilas como ascuas.

- Si usted, padre, que es la autoridad espiritual del pueblo, repite esas calumnias, yo ya nada puedo esperar.

- Yo no repito calumnias, sino acusaciones venidas de mis feligreses, gente decente que frecuenta la casa de Dios. Y si ahora lo escucho, es porque en tanto que confesor necesito saber cómo piensa usted defenderse ante la ley de los hombres y ante la ley de Dios.

- Mi única defensa es mi inocencia. Yo jamás miré a esa muchacha con ojos de deseo.

- Y anoche, ¿negaría usted que le besó las manos por entre las rejas? ¿Aquí, en este mismo cablabozo? ¿O cree usted que la gente de Cayupangui es estúpida? Don Cirilo y su madre tenían estrechamente custodiada a la locuela de Sibila y la rastrearon hasta su ventana. Ventana de seductor venido de Dios sabe dónde. Y ella se le entregó a usted. En alma y en cuerpo. De no haber sido por estos barrotes, usted la hubiera violado.

- Yo le besé las manos porque esas manos me habían ennoblecido. Desde que Sibila me perfumó, yo soy otro hombre.

- ¿Qué tipo de hombre, si se puede saber?

- Un hombre puro, lavado de una falta cometida.

***

- Si ese hombre dice haber sido lavado de una falta, nuestra obligación, estimado padre, es indagar, descubrir de qué falta se trata.

- Imposibe, señor juez. Imposible ordenar una indagatoria sobre algo que yo he recogido bajo secreto de confesión. Eso es sagrado y sólo Dios es testigo.

- Padre, yo comprendo las leyes divinas, pero también defiendo las leyes humanas. Si ese hombre ha cometido un delito, qué se yo, un robo, una violación, un homicidio, ¿consentiría usted en dejarlo en libertad?

- Él no ha declarado con exactitud de qué falta se trata. Tal vez haga mención a un error sin importancia. O quizás, movido por el sentimiento de haber sido lavado, como él dice, por Sibila, sus pequeños errores le parezcan ahora monumentales.

- Perfecto, perfecto, de eso se trata. Nadie lo acusa, nosotros respetamos la presunción de inocencia. Nadie es culpable hasta que no se haya establecido su culpabilidad. Pero para poder establecerla es necesario sondear, indagar, establecer responsabilidades. Usted mismo acaba de decirme que él reconoció haber besado las manos de Sibila. En los conventos hay rejas, padre, ¿no es verdad?

- Así es.

- Rejas para proteger a las pupilas de los incestuosos, de los forajidos que intentan quebrar la virginidad de las religiosas. Aquí no se trata de rejas de convento sino de barrotes de comisaría, que al fin de cuentas viene a ser lo mismo.

- Ese hombre no buscó a Sibila sino que ella vino, libremente, de noche, a buscarlo en su prisión.

- ¡Ah, eso es peor aún, padre! ¡Cuidado! Esta acusación suya contra Sibila puede traerle molestias. ¿Qué podría pensar don Cirilo, padre de Sibila y hombre de muy mal carácter, si se le dijese que su hija sale a buscar hombres por las noches? Su reacción puede ser muy violenta, créamelo. Y rodeado como está de «socios» que le son fieles como perros... No olvidemos tampoco que es hombre de recursos. Su taberna no es más que una fachada. Las apuestas de caballos, de las que tiene el monopolio, los préstamos que hace y deshace con mano de acero, su participación «indirecta» en los negocios de La Carmina - bastante rentables por cierto - en fin, todo esto lo convierte en uno de los hombres más poderosos del pueblo, por no decir de la región.

- Es verdad, alma noble y generosa.

- Generoso con la parroquia, dirá usted. El último blanqueo de la iglesia lo financió él. La reparación del púlpito, desde cuyas alturas usted nos envía sus sermones dominicales, las sillas nuevas, el campanario y otras cositas más, sin el óbolo de don Cirilo, no sé dónde habría sacado fondos la parroquia.

- Desde luego, todo le será retribuido con creces en el cielo.

- ¿Y en cuanto a la madre de Sibila? Usted, padre, está acusando a su hija de prostitución.

-¡Vadre retro blasfemo! Yo he dicho que esa jovencita, poseída por ese forastero, dominada su alma por los poderes ocultos que él posee, se ha visto arrastrada desde su lecho hasta la comisaría a fin de caer entre las garras del demonio.

- Bueno, bueno, ahora nos vamos poniendo de acuerdo. Y lo celebro sobremanera, padre Bartolomé. Sería una verdadera lástima que el óbolo que el tabernero vierte cada mes a la urna de limosnas, cayera en saco roto.

- Uste me atribuye cosas, señor juez, que ni siquiera he pensado.

- Todo lo contrario, Padre. Su conclusión demuestra que usted conoce la ley de Diosde memoria. Calificar a ese individuo de demonio corresponde letra por letra a los santos mandamientos. El forajido ha intentado seducir a una criatura inocente, la ha arrastrado - empleo sus propias palabras - desde el casto lecho en que dormía, hasta las tinieblas infernales - el calabozo es una sucursal del tártaro, espero que esté acuerdo. ¿Y para qué? Para desflorarla. Dios, alabado sea, se interpuso en forma de ventana con barrotes, de otra manera...

- Acepto todo eso. Pero no dejo de pensar que ese hombre ha actuado así movido por una causa más elevada.

- ¿Enviar a Sibila al séptimo cielo?

- El cielo ha bajado sobre él a través de las manos de esa jovencita, que al mismo tiempo y por ese mismo acto, se ha convertido en mujer.

- Padre, usted tiene una manera de ver las cosas que me dejan estupefacto. Un vagabundo llega al pueblo, engaña a una muchaha, le inocula el mal de ojos y de no ser por la justicia que lo encadena comete un acto criminal, ¿y usted quiere canonizarlo?

***

En vista de que la ley civil y la ley religiosa no logran establecer si el hombre es o no es culpable de abuso de menores, y que tampoco se ponen de acuerdo en fijar su castigo en caso de culpabilidad, el caso es dejado entre las manos del comisario Restrepo.

    • Me le calzan las esposas y me lo ponen al corriente al doctor Beloc. No quiero complicaciones con este individuo que ni sabemos si el aire le respira por las narices o si la sangre le circula por las venas.

- Ya lo he prevenido, comisario. Aunque ha emitido ciertas reservas...

- ¿De qué reservas me estás hablando?

- Al parecer, el doctor no está muy de acuerdo con la manera de... el tipo de interrogatorio...

- ¿Y qué tiene que decir el matasanos ese? El gobierno le paga un salario esorbitante ¿y se larga a criticar la justicia?

- ¿No sería mejor arreglarse con el enfermero Venegas?

- ¡Ese es un bestia! Ya hablaré yo con el juez de paz. El Beloc ese... ¿no se da cuenta que baila en un alambre al rojo en el hospital?

El forastero es sacado del calabozo donde acaba de pasar una semana a pan y agua. Casi sin dormir, ya que luego de la escapada de Sibila, una lámpara a kerosén arde a su lado toda la noche, así como las rondas que lo despiertan cada dos horas. Una vez atado de pies y manos, el comisario se le acerca.

- Nosotros no tenemos nada contra usted, señor. La acusación no proviene de la policía sino de las autoridades judiciales. La policía es el brazo ejecutor de la justicia, no el cerebro promotor.

El detenido mira hacia el techo como si se hallase fuera del lugar.

- ¿Me escucha, señor? Se lo acusa de introducirse de noche en el pueblo, a ocultas, burlando la ley. ¿Por qué motivo? Duerme en la calle como un forajido. Va al boliche a embriagarse de madrugada. Sólo un alcoholizado toma vino a esas horas.

- Eso es verdad, comisario, el viejo Santiagón, que está más pasado que la uva, también empina el codo de mañanita.

- El en boliche le echa el mal de ojos a una muchachita de diecisiete años, en la flor de carne, digamos. A duras penas logro contener la furia del Tortugón, en otras palabras del señor Cirilo, padre legítimo, o ilegítimo, según se mire, de la susodicha señorita y usted, haciendo uso de poderes diabólicos, se le mete en la mollera, le quema el entendimiento y se la lleva por las noches hasta su catre de mala muerte ¡en esta propia comisaría!

- El colmo, comisario, que Dios nos perdone.

- ¡Callate, moscardón, que ya me estás jartando con tus interrupciones!

Y volviéndose hacia el reo:

- De lo que se trata ahora es de que usted firme una declaración hecha por usted mismo durante la noche.

- Mientras dormía, ¿no es así, comisario?

- Eso, en el sueño...

- Que sólo Dios inspira.

- Aquí está el papelucho, señor, lo pongo entre sus manos. Ni falta le hace leerlo, ya que usté mismito lo redactó.

- Pero, comisario, ¿y si no quiere firmar, y si dice que no lo escribió él?

- ¿Que no lo escribió él? ¿Lo habré escrito yo, entonces, cretino?

- Claro que no, comisario, usté no tiene por qué meterse, este hombre lo escribió con puño y letra.

- Vamos al grano. ¿Firma o no firma?

El silencio del forastero se ha hecho más pesado aún. Sus ojos no se depegan de las cañas del techo.

- ¡A usted le estoy hablando, señorito! No me voy a desgañitar para que su alteza se digne a estampar su rúbrica, ¿no?

El crepúsculo ha envuelto la sala de interrogatorios, los rostros se hacen de pizarra. El comisario tiene los sobacos sudados, va y viene, los dedos se le escapan de las manos.

Al ver que el reo no hace el menor gesto por colaborar con la justicia, que nada indica su propósito de enmienda, el comisario se le acerca hasta casi rozarle el rostro:

- Mire, compañero, para serle franco, yo no veo que usted haya cometido ningún crimen. Si por mi fuera lo largaba ahora mismo. Pero yo tengo órdenes que cumplir...

***

En el juzgado, el secretario Lozano golpea a la puerta del juez.

- Entre.

- Con su permiso, Excelencia.

- Dígame.

- Logré comunicarme con la finca de Juan Videla, en Guaymallén.

- ¿Y entonces?

- Reconocen que tenían conchabado a Ceferino Huancayo. Como lo vienen haciendo desde hace varios años.

- ¿No tienen quejas contra él?

- Ninguna, señor juez. Según ellos es muy buena persona.

- Y bien, dejémoslo partir y que haga su trabajo como corresponde.

- Sí, lo malo es que la cosecha está avanzada y el administrador ya lo remplazó.

- Eso es una contrariedad.

- Declaran también que el domicilio dado por el reo es verídico y que sus padres son, efectivamente, mayores y sin recursos.

- Eso no es una novedad, yo lo acepté desde el principio.

- Si ese hombre presenta queja, tendremos que dar explicaciones.

- ¿A quién se va a quejar?

- Y, no sé... Si baja hasta Guaymallén, la capital no está lejos...

- Ya le he dicho mil veces, Lozano, que no quiero complicaciones con la Legislatura.

- Desde luego, excelencia, a usted le consta que yo siempre he tratado de...

- Al grano, al grano.

- El grano es que en la comisaría....

- ¿Qué?

- Y parece que se les pasó la mano.

- Siempre la misma historia con el bruto ese.

- Ahora no nos queda más remedio que tapar el asunto.

- La oposición no tardará en calumniarnos, fomentar un escándalo.

- ¿Usted cree que podrían mandarnos un interventor?

- Eso sería lo de menos. Lo que buscan es pasarnos por una inspección general.

- Lo que sería bastante comprometedor.

- ¿Qué hacemos entonces con el tipejoese ?

- Y, no sé, señor juez. Viendo el carácter compulsivo...

- Vamos, Lozano, aquí estamos para decidir, no para irnos en metáforas.

- Me pregunto si no se le podría dar a todo el asunto... un carácter... positivo, digamos.

- ¿Positivo?

- Sí, que no sea visto desde el exterior como algo trágico, sino...

- ¿Sino más bien festivo?

- ¡Qué cosa!, señor juez, usted siempre me saca la palabra de la boca...

***

Las mujeres pasan la mañana en la sala de espera. Una de las enfermeras les anuncia que no tardará en salir. Algunas traen atadijos de ropa. Pantalones viejos de sus maridos, o camisas remendadas, zapatos gastados, alguna que otra chaqueta. La puerta se abre y dos enfermeros salen sosteniendo al hombre por los brazos. Las mujeren se precipitan y lo conducen hasta una salita que la enfermera les ha conseguido. Allí le quitan el camisón de la clínica y le dan las ropas. Cierran la puerta y aguardan afuera. Pero el tiempo pasa y el hombre no sale. Deciden entrar y lo hallan a medio vestir, tendido en el suelo. Entre varias terminan de vestirlo y lo sacan de la enfermería.

En la plaza de la Asunción lo hacen sentar en un banco y le dan sopa caliente que han traído en un termo. Esas amas de casa, obreras o labriegas, sienten que el dolor se les ha metido en los huesos. Por no haber defendido a ese pobre infeliz cuando aún era tiempo. Se acusan de no haber visto en él a uno de sus hijos, de sus hermanos, de un pariente lejano que vino a verlas, a saludarlas, a desearles buena salud.

El hombre de vez en cuando abre los ojos para volverlos a cerrar. Alrededor del banco, silenciosamente, varios policías van formando un cerco, mirando la escena con indiferencia. De pronto todos se vuelven. Sibila atraviesa la plaza caminando rápidamente. Su madre intenta detenerla tirándola de un brazo. Detrás de ellas transpira bufando el Totugón, rojo como un tomate.

Las mujeres abren paso y Sibila se acerca al forastero. Le toma una mano y se la besa. El hombre abre los ojos y sonríe levemente. El Tortugón, tras forzar el cordón policial, atrapa a su hija por el pelo y la tira violentamente hacia atrás, le hace girar el rostro y comienza a abofetearla.

- ¡Puta, más que puta, te estás arrastrando con este basura que en mala hora a venido a ensuciarnos a todos!

Las mujeres se le arrojan encima, le arrebatan la muchacha y le arañan el rostro, le arrancan mechones de pelos, lo golpean, lo arrojan fuera del círculo.

- Y ustedes, policías cabrones, ¿por qué no me defienden, carajo? Están viendo a estas yeguas triturarme ¿y no son capaces de darles azote?

Los policías sonríen. Se miran entre ellos y ríen del mamarracho ensangrentado. El bolichero, el ladrón de cada día, el usurero del pueblo. «Que se las lleve putas», piensan y se lo dicen entre ellos.

De pronto algo los paraliza. La banda municipal avanza, ejecutando un himno patriótico. Detrás viene la comitiva formada por el juez de paz, el padre Bartolomé y los notables del pueblo: don Adalberto Iturbe, notario, el granjero Venegas, Carelli, el farmacéutico, el doctor Belloc... Sus respectivas esposas luciendo algunas joyas. Las mujeres del lavadero se retiran impresionadas y dejan al centro del corro al hombre recostado en el banco. Sibila, sin soltarle la mano, se ha vuelto también hacia la comitiva.

Dos monaguillos se acercan con cirios encendidos y un tercero balancea el incensario.

Al hombre se le nubla la vista. Cree ver a una mujer encinta que corta uva en la finca de los Videla. Es Rosalía, su mujer. Tiene puesta la chupalla y encima de ella un pañuelo que ha anudado al cuello. El sol es ensordecedor, la tierra gime de rabia. Ahora se ve a él mismo llegando con el tacho vacío. Se acerca a la mujer y la besa en la frente.

- Rosalía, le dice, dejá ya de cosechar, estás cansada.

- Nos quedan pocos días, Ceferino...

- Me prometiste que no ibas a trabajar. Que venías para acompañarme, nada más. ¿No ves que puede hacerle daño al niño?

- Es por él que lo hago. ¿Con qué vamos a pagar la partera y la cunita? El blanqueo de la casa también cuesta caro...

- Puedo pedirle un avance al administrador.

- Ya le debemos dos avances, Ceferino. Sé razonable.

- Tengo miedo. Ese dolor de cabeza no me gusta, te estás deshidratando con tanta calor.

- De acuerdo, de acuerdo. Ahora me tomo otra aspirina y dejo de cosechar.

Ceferino la estrecha entre sus brazos en momentos en que ella siente un desmayo.

- ¿Ves? ¿Ves cómo tengo razón? Vamos ya mismo a la enramada. Tenés que ver al médico, refrescarte, descansar...

Mientras toma agua de la cantimplora, ella le dice:

- No perdamos tiempo, el camión está casi lleno, hay que aprovechar para hacer unos tachos más.

Se ve a sí mismo alejarse con el tacho cargado de uvas. Claramente ve el rostro del camionero que le entrega una ficha luego de vaciarlo. Pero la expresión del camionero lo inquieta. Regresa corriendo a la hilera. Su mujer, su adorada Rosalía está tendida de espaldas, la tijera de podar caída de su mano. Se ve a sí mismo levantarla y llevarla en brazos, tropezando, gritando, sus zapatones resuenan al romper los cascotes...

- Yo la dejé partir, no supe cuidarla, se dice mientras se muerde los labios y las lágrimas le cocinan los párpados. Dios mío, yo lo hice, no tengo perdón...

La voz del padre Bartolomé le llega como salida de su propia garganta:

- Puesto que has reconocido, hijo mío, tu falta, Dios te ofrece su redención. No has de ser ni quemado vivo, ni ejecutado con garrote-vil, ni fusilado. Has de gozar de la protección de la Santa Virgen, quien te bendice para que entres definitivamente en la Gracia del Señor.

Rociándolo con agua bendita, agrega:

- Ceferino Huancayo, la tierra y los cielos se abren para recibirte y el coro de ángeles...

Acabado el acto religioso, el juez desenrolla un pergamino. Lo lee en alta voz:

- Ceferino Huancayo, la comunidad de Cayupangui, en mérito a sus magnánimas leyes, concluye en que no ha habido delito alguno en tu intromisión en nuestro territorio. Ni que hayas intentado burlar nuestras leyes. Tampoco se te acusa de robar ni de fomentar disturbios, ni de haber querido seducir a Sibila... esta virgen... aquí presente. Por el contrario, se te reconoce como visitante providencial, digno de la proverbial hospitalidad de nuestro municipio, nombrándosete, tanto por tus méritos personales como por tus valores espirituales, Ciudadano Honoris Causa. En virtud de este acto, emanante de las supremas autoridades y del consenso popular, se te hace entrega de las llaves de nuestra comuna, reiterándosete votos de prosperidad y eterna felicidad.

Entrega el juez el pergamino y el llavero a su asistente quien va a depositarlos en la falda del forastero. La banda vuelve a sonar y la comitiva gira sobre sus talones retirándose al ritmo de la patriótica marcha. La mujeres han quedado solas. Los policías se vuelven de vez en cuando para mirarlas. Y sonríen. Hasta desaparecer en la encrucijada.

El forastero intenta incorporarse.

- Sibila...

- Sí, Ceferino, decime...

- Gracias... Gracias por todo lo que has hecho por mí. Yo la dejé partir, ¿sabés? No fui capaz de protegerla. No tendría que haberla dejado trabajar... Y se fueron... los dos. Ahora, Sibila, ya puedo mirarlos... de frente...