Una extraña palabra del español: “alipori”
“Vergüenza ajena” dirían los mayores de 40 a ese sentimiento de incomodidad. | SHUTTERSTOCK
Fuera de la innegable naturaleza biológica del lenguaje –gracias a la participación del cerebro y los nervios tanto como la de los órganos fonadores, los oídos, los pulmones y el diafragma en la producción del lenguaje hablado, por caso–, queda claro que su fundamento social resulta concluyente. Como indica el maestro Saussure en su Curso de lingüística general, no alcanza con la disposición biológica de la que hablo para conseguir una comunicación eficaz.
Si alguien nos habla en un idioma que desconocemos –cito lo que explica el maestro ginebrino–, nuestra percepción sensorial nos advertirá que nos están hablando. Pero nuestra ignorancia de esa lengua nos mantendrá al margen de la comunicación efectiva.
Puede entenderse, desde luego, que en cada evento de comunicación se dan a un tiempo dos tipos de intercambios simultáneos e igualmente relevantes: uno que llamaré transaccional y otro que llamaré interaccional.
El transaccional es el intercambio de información, eso que se está diciendo, más o menos significante y significativo. En pocas palabras, el qué. El interaccional es el intercambio en la perspectiva de la relación, de qué manera se posiciona quien habla frente a quien recibe ese hablar, de qué manera se representa a sí mismo y de qué manera representa en ese hablar a su destinatario. En pocas palabras, el cómo.
Visto así, queda claro que, en el ejemplo de aquella situación en que una persona nos habla en un idioma que ignoramos, el qué se reduce a un enunciado que no podemos comprender y el cómo se traduce en un intento de esa persona por establecer contacto con nosotros.
Ahora bien, este fundamento social del lenguaje está basado en que el código simbólico representado por las palabras –ya sé que dicho así es reduccionista, pero no quiero aburrir con tecnicismos– no puede quedar capturado por ningún diccionario. Por muy minucioso que el diccionario sea.
Las palabras admiten, cierto es, una definición. De hecho, podemos buscarlas por orden alfabético y descubrir que se las registra con algunas indicaciones: su género si es un sustantivo (“poema” es masculino aunque termina con “a”), a veces su número (“nupcias” siempre es plural), incluso pueden darse instrucciones relativas a su empleo (de “párvulo” dice el diccionario de la RAE que es un adjetivo “p.us.” o “poco usado”).
El asunto es que las palabras, además de esas definiciones a veces detallistas y de esas indicaciones habitualmente escuetas, cargan consigo una historia que las ubica como aptas para ciertos discursos y como ineptas para otros. Me refiero a que, aunque “extranjero” y “foráneo” sean sinónimos en su significado crudo, ningún hablante competente del español puede negar el matiz que la diferencia.
“Extranjero” es un adjetivo que podríamos llamar neutro. Su ocurrencia puede efectivizarse sin problemas en distintos tipos de discurso. “Foráneo”, por el contrario, conlleva un matiz negativo que solo lo vuelve oportuno en discursos con alguna carga crítica: no puede hablarse bien de aquello que se califica como foráneo.
Y es que, según afirma Milagros Fernández Pérez en su Introducción a la lingüística, este fundamento social del lenguaje determina que los usos lingüísticos se encuentren regulados, entre otras condiciones, por codificaciones que tienen que ver con las convicciones, las creencias y las actitudes individuales, pero también de la comunidad.
Las comunidades de habla comparten una lengua, claro está, pero comparten también esas convicciones y creencias de las que habla Fernández Pérez. De allí que podamos hablar de comunidades de habla más amplias o más restringidas. Con algunas palabras o frases, las comunidades parecen delimitarse claramente.
Un ejemplo con una palabra siempre crítica. Al menos en la Argentina, quienes estamos por arriba de los cuarenta, llamamos “vergüenza ajena” a ese sentimiento de incomodidad por lo que hace otro (u otra), ridículo o impropio. Los de “veintis” o “treintis”, tal vez menos, lo nombran diferente: “cringe”, dicen, pronunciado como lo leen, aunque en inglés se diga distinto. Pero en España, al menos eso enseña el diccionario de la RAE, le dicen “alipori”.
Alipori. Palabra de origen incierto, tan ajena a nuestra comunidad, aunque su significado (el qué) no lo sea tanto. Porque ¿usted por qué siente alipori? Yo, si le digo (el cómo), ¡tengo una lista...!
*Silvia Ramírez Gelbes es directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.