Anacardos y galardones
Ramón Menéndez Pidal, durante un viaje a Oxford / Archivo Fundación Menéndez Pidal
Los anacardos eran para nuestros antepasados el alimento de la memoria. Ellos creían que las hojas y el agua de la anacardina reforzaban los recuerdos y los apartaban de distracciones y despistes. Uno de los más bellos versos de amor escritos en español es ese de Lope de Vega donde el poeta se hace pasar por el mayoral de una res que, extraviada, ha olvidado su hierro de pertenencia. Lope habla a su manso para decirle: “Paced la anacardina (...) y no bebáis del agua del olvido”. Casi 15 años después de la aprobación de la ley de memoria histórica, es el momento de pararse a reflexionar sobre los choques que se dan entre la memoria privada y la colectiva en la gestión de nuestro pasado, porque en España parece que oscilamos entre darnos un atracón de anarcadina o derramar sobre la losa el agua de los recuerdos.
La memoria individual de alguien se sostiene sobre un acto primero e íntimo de introspección: nuestra memoria más básica es la de la genealogía y esta se construye en lo material sobre el preciado homenaje fúnebre a los antepasados. Por eso, honrar a nuestros muertos, poner su nombre en una piedra y enmendar el ultraje de la cuneta era necesario para estar a la altura de nuestra democracia. La memoria común, la colectiva, descansa sobre armazones muy distintos: se asienta sobre esos logros que como país hemos alcanzado a partir de iniciativas comunes o de hazañas individuales. Estos son a menudo andamios materiales, en forma de obras, inventos o personajes. Simbolizamos sus valores como algo histórico en tanto que han sido dignos de entrar en la historia.
En ese bastidor de la trascendencia, algo estamos haciendo mal: la gestión pública de las biografías de los personajes históricos españoles. A ellos les pedimos integridad, feminismo, buen uso de sus posibles privilegios, equidad y congruencia hasta en la más pequeña de sus decisiones vitales... Les requerimos que sean aún más que santos, porque a estos se les ha permitido incluso vida licenciosa antes del arrepentimiento y consagración eterna a la virtud. Pocas figuras históricas resisten esa cota de probidad que exigimos bajo amenaza de cancelación. Y ahí vienen las cíclicas polémicas sobre por qué quitan o dan a tal personaje un parque o una plaza. Como en España no ponemos número a las calles, el debate seguirá dándose, parece inevitable, pero otra cosa distinta pasa con las designaciones de premios o certámenes. No precisan nombre y para ellos se puede adoptar la tajante decisión de quitarles sus denominaciones honoríficas. Se acaba así el problema, claro: cortar por lo sano es la puesta en limpio de la acción de mutilar.
El Ministerio de Ciencia e Innovación ha decidido que los Premios Nacionales de Investigación se designen en adelante exclusivamente a partir del área científica que reconocen: el premio Nacional de Humanidades deja de llamarse premio Ramón Menéndez Pidal, el premio Nacional de Medicina se desprovee del nombre premio Gregorio Marañón... Estos galardones se otorgan desde 1982 en una decena de disciplinas y cada una llevaba el nombre de un profesional español reconocido en su ámbito. No es una práctica pretérita ni de otro tiempo la de nominalizar: ayudas que se conceden al profesorado universitario como las prestigiosas estancias José Castillejo o los contratos Sara Borrell tienen una vida mucho más corta, ojalá no se extienda la moda y mantengan su denominación.
Quitar el nombre a los Premios Nacionales de Investigación no desprestigia el premio ni modifica el valor de quien lo recibe, pero es una pérdida de peso simbólico, de conciencia histórica y de memoria común. Sí, se evitan suspicacias de mayorías masculinas y se elimina la posible polémica derivada de descubrir en algún momento una flaqueza en los personajes reverenciados, pero al desnominalizar los premios se les quita altura, casi literalmente: es vieja y muy europea la imagen de que somos quienes somos en el presente porque estamos subidos a los hombros de gigantes del pasado.
Don Ramón Menéndez Pidal fue uno de esos gigantes: fue un gran historiador, un medievalista minucioso, un investigador abierto a la ciencia de su época, un maestro en la universidad, un profesional reconocido internacionalmente, el gestor del mejor centro de investigación en humanidades que tuvo la España del primer siglo XX. Tras la Guerra Civil, Pidal ocupó el sitio que le dejaron: vivió en el exilio interior de seguir investigando en su casa madrileña, con su mujer, María Goyri, una investigadora excepcional (de hecho, el galardón del Ministerio se podría haber llamado sin rebozo alguno premio Pidal-Goyri si querían abrirlo a nombres femeninos). Pidal ganó merecidos reconocimientos en vida, uno de los más tardíos fue la medalla al Mérito en el Trabajo, que la dictadura franquista accedió con la boca chica a concederle en 1965 (cuando Pidal ya estaba en los 96 años y seguía, con la suerte de una mente lúcida, escribiendo e investigando). En el expediente de concesión de esa medalla se declaraba: “No es posible silenciar en España la figura y el nombre de Menéndez Pidal”. Pues resultó que sí, que era posible.
Lola Pons Rodríguez es catedrática de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla.