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¿A quién quieres más: al español o al castellano?

09/01/2023
Berna González Harbour

¿Español o castellano? En tiempos en los que la identidad es el gran vector que atraviesa todos los debates políticos y culturales, la denominación de la lengua que hablan más de 500 millones de personas en todo el mundo no queda libre de disputas. La Constitución española define el castellano como la lengua oficial del Estado (español) que todos tienen el derecho a usar y el deber de conocer. Las dos denominaciones empatan siete a siete en las constituciones o leyes de América Latina que lo especifican. La Fundéu considera preferible usar castellano al referirse al modo de expresión en España para diferenciarlo de otras como catalán, gallego o vasco, igualmente españolas; y español cuando hablamos de la comunidad hispanohablante. En la misma línea, el Libro de Estilo de EL PAÍS defiende el castellano en el contexto de otras lenguas españolas y español en los demás casos. Y la RAE, máxima autoridad en la materia, vela por la lengua española.

La denominación, sin embargo, genera polémicas y roces en varias capas de conflicto, según las sensibilidades. Decir español en comunidades donde esta lengua convive con la autonómica no tiene adeptos. Y decirlo en América Latina es interpretado por algunos como un tic colonialista cuando existe castellano. La filóloga Lola Pons reabrió el debate al declarar en una entrevista con este periódico que prefiere decir español y dejar el castellano para la literatura escrita hasta el siglo XVI. Sostenía que la lengua española no es solo una evolución del castellano, sino que ha incorporado elementos de todas partes. A partir de estos mimbres, EL PAÍS ha preguntado a escritores y filólogos de un amplio arco geográfico y sus respuestas constatan las distintas percepciones de ambas denominaciones. Por fortuna, hay solución. Vamos por partes.

El escritor vasco Bernardo Atxaga, por ejemplo, cuenta que él nunca dice “español” como tampoco dice “supérstite”. Antes que eso dice “castellano” o “superviviente”. “Me resulta más fácil, eso es todo”, y bromea: “Por otra parte, no le podemos hacer ese feo a Castilla. Bastante tiene con la falta de inversiones públicas para que empecemos ahora a cuestionar la legitimidad del bautizo que, por una vez, tuvo en cuenta su territorio”.

 

La profesora de literatura gallega de la Universidad de Santiago Dolores Vilavedra cree que castellano implica “el reconocimiento tácito de la existencia de otras lenguas españolas. Su uso resulta así más inclusivo y respetuoso con la diversidad”. Y recuerda que el término castellano fue habitual hasta la dictadura de Primo de Rivera, cuando la RAE, que venía publicando una Gramática de la lengua castellana sin problema desde 1771, “cambió a la etiqueta más nacionalista español”. Albert Branchadell, profesor de Filología Catalana en la UAB, también alude a una motivación política detrás de los términos, ya que el régimen franquista, asegura, extendió el lema “Si eres español, habla español”, y no “si eres español, habla castellano”. En el plano histórico, además, “el castellano como lengua es bastante anterior a la existencia de España como Estado o como concepto político”. Más allá de estas consideraciones, Branchadell insiste en lo apropiado de español en el ámbito internacional y académico, donde las universidades conforman los departamentos de Filología Española, no castellana.

La académica Inés Fernández-Ordóñez, gran conocedora de Ramón Menéndez Pidal, el académico que promovió el cambio de castellano a español en los años veinte del siglo pasado, niega, sin embargo, la motivación política de este giro. “Él lo justificó perfectamente en sus escritos porque el castellano se había quedado estrecho, había incorporado muchos elementos de diferentes sitios”, comenta Fernández-Ordóñez. “Y él mismo escribió una Carta al dictador oponiéndose a Primo de Rivera, fue abiertamente crítico con él”.

Lo cierto es que castellano se había quedado pequeño para denominar un idioma que se había enriquecido con otras aportaciones y que desde otros países, tanto en Europa como en América Latina, ya se llamaba español. Y fue la “presión de los nacionalismos periféricos”, sostiene Fernández-Ordóñez, la que impulsó la denominación castellano tanto en la Constitución republicana de 1931 como en la vigente, la de 1978.

La académica define muy bien la percepción que suscitan ambas palabras según donde sean pronunciadas: en zonas españolas monolingües, español se considera una denominación “más abarcadora, pues da cabida a variedades dialectales de diverso origen que han contribuido a constituir la lengua; y dentro de estas áreas el término castellano se suele identificar con la lengua de Castilla, pero no necesariamente con la de Aragón o Andalucía”; en zonas bilingües, por el contrario, se interpreta como “una metonimia abusiva”, ya que las suyas también son españolas. En América, todo cambia: “En el Cono Sur se llama castellano y rechazan español porque les parece que esto es lo que se habla en España. En México, por el contrario, español es el nombre con el que se identifican y castellano evoca al reino de Castilla y a los conquistadores, por lo que no suscita simpatía”, relata la académica de la RAE.

En el último Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Córdoba (Argentina) en 2019, el argentino Mempo Giardineli defendió “castellano de América” y Claudia Piñeiro (también argentina) sugirió que el próximo congreso se llame “de la Lengua Hispanoamericana” en lugar de española. Se celebrará en Cádiz en 2023 tras su traslado desde la prevista Arequipa (Perú) por la inestabilidad en este país, pero fuentes de la RAE niegan que haya llegado ninguna iniciativa formal ni debate a nivel institucional. “En aquel congreso insistimos en que debía llegarse a un término que incluyera otros espacios donde se habla la lengua, especialmente Latinoamérica, que es, por otra parte, donde se expandió la lengua por todo el mundo gracias a la inmigración y se convirtió en una de las más habladas del mundo. Mientras esto no suceda”, reflexiona ahora Piñeiro, “yo lo llamo castellano”. La cuestión no ha prosperado, sin embargo. “Nunca oímos en Córdoba propuestas serias de cambiar el nombre de español por ningún otro. Ninguna academia ni institución lo ha hecho”, aseguran fuentes de la RAE. “Entre los lingüistas es frecuente referirse al español o al castellano de América para destacar las peculiaridades fonéticas y léxicas que presenta ese español. Y la defensa de la diversidad de la lengua es uno de los objetivos centrales de la Asociación de Academias de la Lengua Española”.

El mexicano Jorge Volpi se siente cómodo con español y reconoce que hay distintos españoles, nacionales y regionales. “Diría incluso que individuales, variedades donde radica su riqueza”. ¿Conviene buscar una denominación más inclusiva? “No lo veo necesario: cada hablante puede elegir la que más le convenza”. El colombiano Héctor Abad Faciolince cree que fue justamente el salto del castellano a América el que lo volvió español: “De las varias lenguas peninsulares fue la que se impuso aquí incluso entre gallegos, asturianos, catalanes y vascos. Desde un punto de vista americano (internacional) es más normal llamarlo español, así como internacionalmente el italiano se conozca como italiano y solo internamente se sepa que, para ser más precisos, es toscano”.

El director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, reconoce que como filólogo prefiere español “porque el idioma no nació en Castilla, sino en una zona de convivencia de lenguas diversas de la península”. En las glosas emilianenses, cuenta, también hay palabras en euskera. “Se trató de la evolución del latín en convivencia de gente que necesitaba entenderse con los vecinos, gente que camina entre el latín, el euskera, el astur, el gallego y el catalán”. Eso sí, asegura, él utiliza ambos términos. “Son palabras hermanas, aunque haya gente quisquillosa en cualquier familia”.

Preguntada de nuevo Lola Pons: “Yo hablo español de Andalucía y mi forma de hablar no se ve reflejada en el venerable (y también políticamente aprovechado) término castellano. Cuando ese castellano salió de Castilla sumó formas gramaticales, fonéticas y léxicas de las áreas laterales y del sur. Se ha hablado de español atlántico o meridional para nombrar a eso que nos une a los andaluces y americanos, es una expresión de curso común en la bibliografía científica, pero no es un glotónimo extendido socialmente”.

¿La solución? Más que hermanas, Fernández-Ordóñez las llama sinónimos. “Debe prevalecer la tolerancia y que cada hablante elija la que prefiera. No veo ningún sentido a cambiar el nombre de la lengua. Esta está llena de sinónimos. ¿Tendríamos que suprimirlos en todos los casos? Además, los cambios lingüísticos no suceden por decreto. No existe ninguna institución ni grupo capaz de cambiar el nombre con el que los hablantes se refieren a una realidad. Si alguien quiere promoverlo, adelante. Pero soy escéptica”.