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Los clones del lenguaje

Los clones del idioma

Por Alex Grijelmo

Extraído del libroDefensa apasionada del idioma español, con autorización del autor y de la editorial Taurus.
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Las palabras, hemos dicho, tienen cromosomas, podemos identificar en ellas su rastro genético, que nos ayuda a comprenderlas y relacionarlas entre sí. Gracias a las raíces y los sufijos entendemos la arquitectura del idioma, y eso nos ha permitido aprenderlo con naturalidad; hemos construido así, a lo largo de los años, nuestro propio edificio; enladrillado con palabras que se agrupan en cimientos, las unas; que encajan entre sí, se complementan, se matizan, las otras; que se desarrollan y se unen en juntas finas para sumar mucho más que los propios conceptos que fusionan, voces compuestas que crean al alimón aleaciones mucho más fuertes y expresivas.

Con cada vocablo, pues, se puede bucear en la historia; y aprender por qué sentimos algunas palabras de manera diferente, más profunda. Y por qué otras nos suenan frías y técnicas. Por qué notamos el calor de las voces árabes, heredadas de unos tipos curiosos que llegaron a la Península dando mamporros en una conquista que apenas duró ocho años y que después instauraron durante casi ocho siglos un ambiente de tolerancia, convivencia y enseñanzas generosas que se han plasmado en las 1.250 voces suyas que custodia nuestro diccionario. O por qué preferimos la rugiente palabra «guerra», que contagiaron los godos, frente al delicado bellum de los romanos; o el sonido bronco de «perro» frente al candoroso canis del latín1.

Pero un gran peligro para la hermosura y el significado de todo ese edificio de ideas y palabras viene dado por la clonación, que -incluso antes de que la oveja Dolly fuese inventada- nos atenaza con la fuerza de la costumbre. Hoy en día la ciencia ha logrado copiar el ADN de los animales, y las dificultades técnicas para hacerlo también con las células humanas casi han desaparecido. La ética, sin embargo, opone aún ciertas barreras, y ya se han creado comités que regularán estos avances científicos de la genómica2 para que no se vuelvan contra la especie humana.

El científico español Mariano Barbacid opina que «en la investigación gen ética se engaña a la naturaleza».

Y eso se produce también con las palabras, porque el mal uso del idioma español acaba engañando a su fuero interno, altera el sentido de las expresiones y dificulta la comunicación. Más aún, dificulta la comprensión cabal de los conceptos creados por el ser humano.

Dentro de cincuenta años se conocerán todos los genes que influyen en la inteligencia y será posible añadirlos al genoma de un primate para dotarle así de la capacidad de razonar. Se habrá logrado entonces engañar a la naturaleza. Y no se puede reprimir un respingo al imaginar tamaño espécimen, el verdadero mono sabio3. Y una primera pregunta le asaltará a cualquiera que se plantee esta hipótesis: ¿para qué desearemos crear primates que puedan cursar la carrera de ingeniero?

La clonación (del griego klon, retoño), aunque en ocasiones pueda resultar útil, ha de toparse, pues, con ciertas condiciones.

En el lenguaje también se producen clones, palabras con los cromosomas copiados y generalmente procedentes de otro ser vivo, de otro idioma. Su introducción en los periódicos y los medios de comunicación -de nuevo la cúpula de la sociedad- parece haber consagrado algunos términos que suponen pequeñas rupturas en la genética de la lengua, que no salen de las profundidades de nuestra historia sino de una superficie ajena, que a su vez provendrá de otros sedimentos, pero en cualquier caso sedimentos que no tienen por qué casar con el genio del idioma español. Esos resultados nos despistan, nos impiden comunicarnos mejor.

Por ejemplo, la palabra «evento». El mismísimo escritor mexicano Carlos Fuentes la emplea incorrectamente en un artículo: «Un latinoamericano, mirando con asombro estos eventos, no puede menos que preguntarse ¿por qué China sí y Cuba no?» 4. En español, los cromosomas de «evento» se relacionan con los de eventual o eventualmente, o eventualidad«, o la locución adverbial»a todo evento», y denotan inseguridad o contingencia. Un trabajador eventual no tiene un contrato estable; y si haremos algo «eventualmente» estamos diciendo que ocurrirá sólo si se dan las condiciones necesarias; es decir, si no se produce una «eventualidad», pese a que tal vez lo intentemos, no obstante, «a todo evento», es decir, «a toda cosa», «a como dé lugar» que diría un mexicano... «sea como fuere», «en cualquier caso», o, mejor aún: «pase lo que pase».

«Evento» en español (del latín eventos) significa, pues, un acontecimiento imprevisto, inseguro, o un acaecimiento: algo que sobreviene sin estar programado, dejado al juego de los avatares. Carlos Fuentes, y cuantos utilizan este vocablo tan erróneamente como él, intentan trasladar con «evento» la idea de «acontecimiento». En concreto, el escritor se refiere en su artículo a hechos ya acaecidos, sobre cuya seguridad no se puede dudar; y que además estuvieron programados con toda pulcritud, como la visita del presidente de EE UU Richard Nixon a China en 1971, acontecimiento que el escritor mexicano utiliza como ejemplo.

En efecto, cada vez que alguien se topa con la palabra «evento» escrita en la prensa o difundida por televisión o radio -rara vez se hallará, usada así, en el lenguaje llano de los pueblos y las ciudades- el autor se habrá referido a una procesión religiosa, un congreso científico, un campeonato deportivo, una reunión política... hechos todos ellos perfectamente organizados en cuyo desarrollo puede caber algún imprevisto, pero nunca dudas razonables sobre su celebración misma. ¿Dónde reside aquí la clonación?: en que se han trasladado al español los cromosomas ingleses de event o los franceses de événement, palabras que en ambos casos significan acontecimiento. Pero el español no dispone de gen ética alguna que se pueda relacionar con esa acepción. Así pues, si empleamos «evento», unos hispanohablantes pueden entender, como se ha venido haciendo hasta ahora, que se trata de un hecho inseguro; mientras que otros comprenderán que se nos refiere un hecho importante. Ya se ha roto entonces la unidad del idioma: unos piensan en el ser original y otros en el ser clonado. Que no es el mismo ser. ¿Por qué gana terreno ese espécimen repetido, semejante mono inteligente que se mueve con agilidad por nuestro edificio idiomático dispuesto a romper algunos cristales y sin ninguna barrera ética que lo frene? Por su mayor brevedad. He aquí un moderno dios al que rinden culto quienes se expresan desde la torre: evento consta de seis letras, mientras que acontecimiento consume 14. Y el reducido espacio para los titulares no perdona.

Una vez más nos hallaremos, en estos casos, ante el problema de fondo: quien prefiera «evento» sólo por el mero hecho de que ocupa menos espacio se muestra incapaz de acudir a otros rincones de su edificio mental -tal vez porque el inmueble se construyó con agujeros y se nota la humedad en algunos lugares- y rescatar la palabra «acto» (pues se tratará de un acto oficial, un acto religioso, un acto deportivo... un acto sin más, por tanto) o recuperar el significado íntegro del vocablo «suceso» (definido en primera acepción como «cosa que sucede, especialmente cuando es de alguna importancia»; sólo en la cuarta figura como «hecho delictivo o accidente desgraciado»).

Aquellos que arguyen la ventaja de la brevedad de las palabras extrañas frente a la longitud de las propias tienen la suerte de no haber nacido alemanes (reforma ortográfica al margen). Porque en ese caso sólo podrían expresarse con apócopes. Y; puestos a elegir vocablos más cortos, a qué acudir al inglés: el chino puede resultar mucho más útil aún. Se opondrá entonces que el chino no lo entiende nadie, pero en tal caso responderemos que reproducir el inglés constituye, pues, un desprecio para los hablantes monolingües del español. Además de una renuncia intelectual.

Unas páginas atrás escribí esta frase: «Me refiero a este tipo de actitudes de intelectuales competentes y cultos cuando intento defender la gramática frente a esa tendencia moderna que la desprecia, la soslaya o, simplemente, la desconoce». Antes de teclear esta última palabra había pensado en el vocablo «ignora» y hube de sustituirlo porque, lamentablemente, ha sufrido de clonación. Ya no me sirve porque sé que la unidad de mis eventuales lectores se ha roto respecto a ella.

«Ignorar» (del latín ignorare) significa en español, simplemente, «no saber algo, o no tener noticia de ello». Se acabó. Ya no significa más. Se relaciona en sus cromosomas con «ignoto» o «ignorante», por ejemplo. Sin embargo, del verbo inglés to ignore se ha extraído un clon que ha pasado al español como sinónimo de lo que tal expresión significa en el otro idioma: no hacer caso, pasar por alto, desairar. Incluso algunos malos diccionarios de bolsillo traducen del español al inglés «ignorar» como to ignore, en lugar del más válido not to know (no saber).

Así que en la frase anterior -la repito: «. ..la desprecia, la soslaya o, simplemente, la ignora»- no podía emplear este último verbo, puesto que algunos de los lectores podían en tenderme «la pasa por alto», «la desdeña», «hace como que no la ve», «la desaira»... en lugar de lo que yo quería transmitir: «la desconoce». ¿Por qué ha alcanzado tanta presencia este falso amigo? De nuevo, por su economía de letras para quienes son incapaces de bucear más que unos centímetros en su propio idioma, y sólo encuentran «hace caso omiso», por ejemplo. Y de nuevo, también, podemos oponer palabras del español que la sustituyan con igual ventaja y más propiedad. En lugar de «el alcalde ignora a sus concejales»: «El alcalde desprecia a sus concejales». «El alcalde olvida a sus concejales». «El alcalde soslaya a sus concejales». «El alcalde desdeña a sus concejales». O muchísimo mejor aún: «El alcalde ningunea a sus concejales».

Qué triste pérdida, pues, haber renunciado a una palabra del español al escribir aquella frase. Sentí esa omisión como una herida, una amputación mental, un robo. Un árbol caído y hecho pedazos.

Lamentablemente, el bosque sigue sufriendo. El editorial de un periódico español hablaba el 11 de agosto de 1998, en sus dos primeras líneas, de la necesaria adaptación de las computadoras al año 2000 como «un problema serio que no se puede ignorar». Dos clonaciones en tan poco espacio dan idea de la dimensión del hecho: «serio» por «grave»; «ignorar» por «desdeñar». Y en las páginas de información local de Madrid encontrábamos el mismo día este subtítulo: «Los peligros de las obras en la calle de María de Molina, ignorados por trabajadores y peatones»5. ¿Se habrá querido decir que los desconocen o que no les hacen caso?

Podemos identificar los clones, precisamente, cuando nos producen estos efectos secundarios, tales como la invalidez parcial o permanente, o una confusión tal que nos impide conocer el sentido exacto de lo que se quiso decir, o al menos, albergar ciertas dudas. Una palabra que forme parte del español consolidado no se presta a podas de ese tipo, si se ha redactado bien la frase. Pero los clones acaban dando pistas de su presencia lírica en nuestro programa informático mental. Así, por ejemplo, vemos a menudo que tal cantante ha vendido «500.000 copias» de su disco. Curioso: de los libros no se venden copias, se venden ejemplares. Pero de los discos se venden copias. He ahí una diferencia entre la cultura de uno y otro mundo: el musical adora lo anglosajón y ha clonado la expresión copy; el mundo de la letra impresa sigue conociendo la fuerza del español, y sabe que las reproducciones salidas de una impresión originaria se llaman ejemplares, puesto que no se trata de lograr un ejemplar y después hacer de él miles de copias, sino que todos los ejemplares parten de la misma prensa, y son iguales entre sí pero no copias los unos de los otros. Así que el cantante en cuestión habrá logrado colocar en las discotecas de sus seguidores «500.000 ejemplares». Aunque tal vez las canciones estén copiadas de otro.

La palabra «nominado» significa en español simplemente «nombrado»; pero una clonación del inglés (nominate, nomination, nominee) la ha colado como «aspirante» o «candidato». Se delata, no obstante, con el curioso hecho de que prácticamente sólo se emplea una vez al año: al entregarse en lujosa ceremonia los Oscar de Hollywood (en España el vocablo se ha extendido a los premios Goya, también cinematográficos y un calco total del montaje estadounidense; cómo no iban a adoptar también la palabra). Se puede apreciar su valor de contrabando cuando vemos que nadie dice que alguien ha sido nominado para obispo.

Los aeropuertos han difundido a cuantos viajeros vuelan entre dos ciudades de su país un término que procede de otra lamentable copia genética: vuelos domésticos. No se trata de los avioncillos de papel con que los niños juegan en casa y que a veces salen por la ventana (momento en el que dejan de ser domésticos), sino de los modernos Boeing 727 de cualquier compañía que se precie. La palabra «doméstico» forma, en efecto, una clonación de domestic, que en inglés viene a significar local o nacional. Y los paneles de nuestros aeropuertos hablan de «vuelos domésticos» en lugar de «vuelos nacionales». Incluso la compañía española de bandera, lberia, pone el término «doméstico» en la portada de sus billetes para vuelos interiores.

Tanto desconcierto con esta palabra abocó al diario español El País a un error desastroso en un titular, el14 de junio de 1998: «Internet estará implantado en el 95 por ciento de los hogares del mundo en el 2004», decía. Semejante barbaridad -nadie puede imaginar siquiera que todas las casas de todas las ciudades y aldeas de los cinco continentes dispongan de ordenador (ni siquiera de teléfono) sólo seis años después de publicarse la noticia- únicamente podía derivarse de un error; pero no de porcentaje o de cálculo, sino de semántica. En efecto, los datos procedían de un informe escrito en inglés, y el redactor que lo pasó al español hizo una traducción de estilo clónico. Él entendió «consideramos que para el año 2004 el 95 por ciento de la población doméstica tendrá acceso a Internet»; pero no quería contar eso el autor del escrito original en inglés, donde figuraba la palabra domestics en su acepción equivalente a «nativos», sino esto otro: «Para el año 2004 el 95 por ciento de la población nacional (o sea, la de Estados U nidos en ese caso) tendrá acceso a Internet»; y no necesariamente en el hogar, sino en la oficina, la casa de un amigo, el colegio o un cibercafé. El idioma no se deja domesticar como los aviones.

De la presencia semiclandestina de estos clones -de escasa utilidad en el sistema general, reducidos aun huequito semántico pero reiteradamente presente en la comunicación, en el lenguaje de los de arriba- da idea también el hecho de que los partidos de fútbol se vean ahora «en vivo», tanto si se trata de una transmisión televisiva (que antes veíamos «en directo») como de la propia presencia en el estadio (lo que antes presenciábamos «en persona»).

Porque se aprecia con claridad que constituye una clonación esta expresión que ha sustituido a ambas posibilidades del español: por la curiosa circunstancia de que ni en uno ni en otro caso podemos ver el partido «en muerto».

Suman tan alto número los clones que están entrando en el idioma y afectando de muerte, precisamente, a los términos originales a los que se parecen, que hasta pueden componer un diccionario entero. En él se incluirían «agresivo» (que significa «violento» pero no emprendedor), «contemplar» (que no equivale a «regular» o «considerar» algo, sino a recrearse con la vista), «convencional» (que quiere decir «fruto de un acuerdo» pero no «tradicional»), «confrontar» (que no invoca un «enfrentamiento», sino una comparación), «corporación» (que no es sinónimo de «gran empresa», sino de un organismo público formado por varios miembros que constituyen un «cuerpo», por ejemplo un Ayuntamiento), «crimen» (que define un delito grave, no cualquier delito), «encuentro» (que significa el acto de coincidir en un punto, pero no una «reunión»), «estimar» (que nos habla del aprecio que se siente hacia alguien o algo, pero no de un «cálculo aproximado»), «honesto» (que sólo significa «honrado» si se habla de conducta sexual), «informal» (que no es «carente de formalidades», sino incumplido),«en profundidad» (que no significa tratar algo«detenidamente», sino en el fondo del mar, por ejemplo), el ya referido«provocar» (que no equivale a «causar» sino a incitar),«severa» (lo que decimos de una persona rigurosa en su juicio, pero que no podemos aplicar a una enfermedad «grave») «sofisticado» (en español siempre significó «adulterado», «refinado», «afectado»; pero ahora se toma como «avanzado» o «moderno») ...

El diario madrileño El País tituló en su página 24 de17 de agosto de 1998: «Guionistas y escritores se enfrentan por los créditos de las películas». Leyendo el texto, se entera uno de que la noticia no trata sobre el problema de cómo financiar la producción, sino sobre qué apellido recibirá mayor relevancia en la publicidad. Por tanto, no se enfrentan por los créditos de las películas, sino por las firmas que aparecen en los carteles. Este clon (de credits eninglés) parece muy peligroso: dentro de un tiempo querremos referirnos a los préstamos que hacen falta para rodar una película y ya no podremos emplear la palabra «créditos», porque algunos entenderán que nos referimos a las firmas del director y los guionistas.

Todas esas intromisiones -y más que convertirían estos párrafos en un diccionario, cosa que no se pretende aquí- hacen daño al idioma y a nuestras posibilidades de expresión. Lejos de enriquecer el acervo, lo empobrecen porque anulan los matices que ha ido adquiriendo el español durante los siglos y nos quitan las palabras, como ya ha sucedido con «ignorar».

Una prueba judicial, por ejemplo, puede radicar en el ADN de un pelo que se le desprendió al asesino en el lugar del crimen. Pero si lo consideramos una evidencia habremos destruido el verdadero significado de la palabra «prueba»: una evidencia no necesita pruebas, porque evidencia es lo que se ve y una prueba, por el contrario, demuestra lo que no se ve.

Esa pérdida de conceptos y de sutilezas no supone ninguna evolución del idioma como pretenden los defensores del descuido y la dejadez, sino una regresión. Las palabras del árabe o del griego, o del francés, o del inglés, o del aimara que han entrado realmente en el Diccionario de los hispanohablantes sirvieron para conceptos nuevos que no definían antes otras voces, o bien se aceptaron porque las existentes quedaron superadas por ellas. Y además, ese proceso -nunca insistiremos lo suficiente- se produjo con suma lentitud y por propia decisión de los hablantes, que construyeron así una serie de signos inequívocos, un vehículo fundamental para el entendimiento y la riqueza de las ideas. Pero ahora estamos, de nuevo, ante la influencia empobrecedora que emana de las malas traducciones de las películas y de los teletipos de agencia en los periódicos. Estos clones carecen de todas las riquezas del mestizaje, precisamente porque en esencia no se mezclan: se trasladan miméticamente, para convertirse en un ente igual siendo distinto, un número de identidad repetido para dos personas diferentes. Su efecto, al ritmo con que los medios de comunicación de masas imponen hoy en día el vocabulario general, puede resultar devastador.

Como muestra de que esa entrada de clones se desenvuelve silenciosamente, a la manera quintacolumnista, ahora nadie se sorprende por que «enervar» se entienda ya como «poner a alguien nervioso» (del enervate inglés, por supuesto) y no como «debilitar» (que en inglés cuenta con otro verbo: enfeeble), el significado que siempre tuvo.

Y ya no sabemos si dos personas que celebran un encuentro es que están contentas de haberse conocido o que se hallan negociando un acuerdo político.

Y tal vez algún día, si no detenemos esta carrera de sigilosa invasión, alguien diga que «los comensales se sentaron a la tabla» y a persona alguna le extrañe. De hecho, el título «los caballeros de la mesa redonda» se ha traducido ya en ocasiones como «los caballeros de la tabla redonda». La expresión table -cuyagrafía coincide en francés y en inglés- se cierne ya sobre nosotros, y su clonación inmediata puede destruir el concepto español de «tabla», generalmente constituida por la misma materia que la mesa, pero con algunas diferencias de matiz. Y de precio.

En septiembre de 1998, el presidente del Tribunal Supremo español abrió el año judicial con una clonación del verbo to remove (quitar, en inglés), diciendo que esperaba «remover los obstáculos» que impiden una mayor rapidez de la justicia. Mala promesa, puesto que si los obstáculos se remueven igual que la sopa, acabarán quedándose en el mismo sitio. Como la sopa.

El ansia de la clonación no sólo afecta a las palabras -la superficie del idioma-, sino también al esqueleto: la sintaxis y la gramática. Así, en las zonas donde el español y el inglés conviven -Puerto Rico o Miami, por ejemplo- se oye con frecuencia «te llamo para atrás», que responde literalmente al concepto, tan práctico, del idioma inglés call back. I call you back frente al cortés español «te devuelvo la llamada». O «te doy para atrás» (to give back) en lugar de «te devuelvo». Y más habitual resulta oír la intromisión de un adverbio en el medio de un tiempo compuesto: «ha terminantemente prohibido», por ejemplo, copia genética de la estructura francesa. Y los gerundios que, a la manera inglesa, cumplen un papel adjetivo, en contra de la forma española: «una persona corriendo se chocó contra una señal de pare». Y las formaciones «es por esto que» en lugar de «por eso», o el empleo del potencial pasado como si se tratara de un verbo de probabilidad («según estas fuentes, las víctimas del terremoto habrían sido 200»; de lo cual entenderemos, si lo tomamos como correcto español, que no hubo ni terremoto ni víctimas). Y calcos como «jugar un papel» o «jugar un rol«, en un insólito uso del verbo jugar enlugar de«desempeñar un papel» o «interpretarlo». Y la supresión de preposiciones en el régimen de determinados verbos («informar que» o«advertir que» cuando corresponde«informar de que» y«advertir de que» pero a menudo influye la composición inglesa: con that y sin of en las construcciones equivalentes). O en frases como«voy a jugar tenis» (play tennis) que algunos pronuncian sin coherencia alguna con el momento en que ellos mismos dicen «voy a jugar a la ruleta» o «voy a jugar a las canicas», frases que generalmente no sustituyen por «voy a jugar ruleta» o «voy a jugar canicas».

Estas clonaciones sintácticas suponen un mayor peligro, por cuanto afectan a la estructura del idioma. Así, muchos periodistas escriben equivocados «Fulano advirtió a Mengano que no firmaría el acuerdo», pero aún mantienen el correcto uso de la preposición en la voz pasiva: «Mengano fue advertido por Fulano de que no firmará el acuerdo»; y en la interrogación: ¿De qué advirtió Fulano a Mengano?. Y en la respuesta: «De que no firmará el acuerdo». Pero esta peculiar supresión de la partícula en la voz activa supone ya una pequeña fractura en el esqueleto donde se apuntala el idioma entero. Si la bacteria daña los huesos o los órganos vitales, el lenguaje puede resquebrajarse con mayor facilidad. Las heridas en palabras y verbos se pueden subsanar con el tiempo, pero los daños en las vigas principales del edificio acaban a la larga con él.

El lenguaje de la clonación es por antonomasia el spanglish que emplean algunos hispanos en Estados Unidos. Ellos son capaces de decir «marqueta» (market) en lugar de mercado; «chores» (shorts) en vez de pantalón corto o minipantalón; y explicar que una tienda «delibera groserías» (deliver grocery) porque reparte la compra; o citar «el rufo del bildin» (the roof of the building) por el techo del edificio; o «vacunar la carpeta» (vacuum the carpet) cuando quieren aspirar la alfombra; o «chopear» (shopping) en lugar de comprar.

Y hasta un candidato puede estar «corriendo por la oficina de mayor», lo cual no significa que practique el atletismo en lugares insospechados, sino que compite por el cargo de alcalde.

Nada que oponer a todas esas fórmulas si entre ellos se entienden. Hay que comprender que la convivencia entre dos idiomas sobre el mismo suelo puede generar esas fusiones y adulteraciones en grupos concretos de personas. Estos hablantes muestran «una gran destreza lingüística», según sostiene la profesora Ana Celia Zentella, que ha escrito un libro sobre el bilingüismo en Nueva York. Y hablando así no cometen ningún error, no se equivocan en modo alguno. Únicamente estarán equivocados si creen que lo que hacen es hablar en español.

Pero estos calcos no sólo se producen en algunas franjas de los hispanos de Miami, Nueva York o Puerto Rico. Ya se están consolidando en el lenguaje de los periodistas y los políticos expresiones como «en base a» (en lugar de «a partir de»); «a nivel de» (esta vez del francés a niveau de) cuando no implica altura sino extensión (se puede sustituir por «a escala»: a escala nacional, en lugar de a nivel regional); «de cara a» (de face to y de face a) en vez de «frente a», «con vistas a» o simplemente «ante». ..Y los clones cumplen su tremendo papel de ir comiendo palabras, o trozos de palabras, como los comecocos de los primeros juegos de ordenador.

«Hay que estar atentos», ha declarado el crítico literario Miguel García-Posada, «a expresiones que se ponen de moda pero que no son correctas, corrompen la lengua y acaban vaciándose de su significado original»6.

Dentro de pocos años, si persisten algunas de estas modas depredadoras, no podremos escribir lo siguiente: «Según mi hermana, mi madre estaría encantada en tu casa»; porque el receptor dudará entre estas dos posibilidades: A) Es probable que mi madre esté ahora contenta en tu casa, al menos eso dice mi hermana (que sería la posibilidad errónea conforme a los criterios que rigen todavía, lo que no impide su extendido uso en la prensa).

B) Mi madre desea irse a tu casa cuanto antes (que es lo que se deduce correctamente al entender que con seguridad estaría encantada en tu casa si nada le impidiera hallarse en ella).

Las clonaciones del inglés afectan ya incluso al estilo de muchos profesionales de la palabra. Basta ver una noticia firmada por un corresponsal de un diario en la que casi todas las oraciones están construidas con la voz pasiva para darse cuenta de que se trata de un refrito de periódicos escritos en inglés. Podremos observar así una clonación de estilo en la que, sin embargo, no se producen alteraciones gramaticales, sino sólo estadísticas. En efecto, un hispanohablante puede optar entre «María se comió un pastel» y «el pastel fue comido por María», pero en el 90 por ciento de los casos elegirá la primera fórmula. Sólo acudirá a la voz pasiva si desconoce el sujeto de la oración («la ciudad fue fundada en 1753»; y lo escribo así porque no sé quién la fundó) o si con ello obtiene una ventaja expresiva (no es lo mismo «los forasteros roban los cuadros en este pueblo» que «en este pueblo los cuadros son robados por los forasteros »; porque en este segundo supuesto añadimos matices: sólo los forasteros roban cuadros allí).

Sin embargo, en inglés la presencia de la voz pasiva se hace notar muchísimo más, y al trasladarla mecánicamente al español caemos en la ausencia de estilo propio para reflejar el de un idioma extranjero. Lo que redunda en empobrecimiento personal y general, porque perdemos las distintas tonalidades que nos ofrece nuestro idioma.

A veces, en efecto, podemos leer textos escritos en español que nos suenan como pertenecientes a «otro español», y no sabemos exactamente por qué. Al final tenemos la sensación de que están mal redactados, pero un análisis gramatical nos daría un cien por cien de corrección. La respuesta a nuestra incomodidad sólo podría venir del lado estadístico. Algunas fórmulas que se usan raramente en español -y casi siempre con un motivo- se hallarán revueltas en nuestra lectura sin razón ni concierto.

Graciela Reyes, profesora de la Universidad de Illinois, expuso este problema, en una ponencia titulada «El español en la prensa de Chicago», ante el congreso internacional «El español y los medios de comunicación», celebrado en Valladolid en 19967:

«La influencia del inglés consiste en activar una de las dos construcciones españolas posibles a expensas de la otra, que sería la más adecuada; es decir, la exigida por el discurso. Si el español en contacto con el inglés selecciona de preferencia el orden sujeto-verbo [y jamás lo contrario], el resultado será la erosión del sistema de normas pragmáticas que determinan el orden de las palabras, y se reducirán las opciones que nos ofrece el español». (...) 'Veamos un solo ejemplo. Al hacer el relato de la vida de un triunfador, la autora del artículo al que me refiero [publicado en el veterano periódico escrito en españolLa Raza, de Chicago en febrero de 1996], escribe lo siguiente: '...En eso andaba cuando conoció a un grupo de jóvenes con quienes se identificó en sus ideales [ ...] .Pero algo inesperado sucedió'. En la última oración se ha violado la máxima pragmática estándar que impide poner lo nuevo como sujeto de la oración: el orden apropiado sería 'pero sucedió algo inesperado'. La escritora ha perdido tal norma«8.

Así pues, da la impresión de que la frase se ha escrito mal, pero no resulta fácil saber por qué: la construcción es gramaticalmente correcta.

Sin embargo, la intuición de los lectores les provocará un hormigueo molesto, igual que si uno de los músicos de la orquesta lleva el ritmo haciendo golpear un pie sobre la tarima.

El idioma necesita precisión musical para que las imágenes que crea el cerebro receptor al escuchar o leer el mensaje se parezcan lo más posible a las que tuvo en su cabeza quien habla o escribe. Pero también le hace falta un envoltorio reconocible. Sin el rigor de las palabras y las frases, y sin el tono adecuado para acompañarlas, se empobrece la principal herramienta de nuestro pensamiento. Y hemos de preguntarnos si tenemos derecho a cambiar de significado las palabras y los colores que hicieron suyos nuestros antepasados, y que que nos dejaron para que pudiéramos aprender de ellos; si tenemos derecho a repintar una obra del Greco; si podemos igualmente reescribir los paisajes de Azorín por el simple procedimiento de vaciar de contenido los recipientes donde él dejó sus ideas, para sustituirlas ahora por otros conceptos aunque respetemos los recipientes. Aun con las mismas palabras, ya no sería el mismo paisaje, ni siquiera un mismo paisaje que hubiera evolucionado con las estaciones. También la pintura plasmada en un lienzo evoluciona con el tiempo si no se le presta atención; se deteriora.


1 Tal vez el sonido despectivo de «perro» que hoy conservamos en según qué casos tiene algo que ver con aquella decisión. No podríamos decir de alguien, en voz peyorativa, que es «un can», un «can viejo», que «le han tratado como a un can»... Por otro lado, los dueños de perros rara vez llaman así, «perro», a su propio animal de compañía... si pueden evitarlo sin caer en una frase ridícula.

2 Neologismo científico que nos parece legítimo, precisamente porque sale de los genes del idioma.

3 La palabra monosabio, que se aplica a los mozos que auxilian al picador en la plaza de toros, procede precisamente de unos monos sabios que se exhibían hace muchos años en un circo de Madrid, con gran éxito de público. Los monos vestían pantalón azul y casaca roja. Ese año, los ayudantes de los varilargueros estrenaron idéntica indumentaria y la gente dijo al verlos: «mira, los monos sabios».

4 Carlos Fuentes. «¿China sí, Cuba no?», EI País, Madrid, 4 de agosto de 1998.

5 El País, edición de Madrid, 11 de agosto de 1998

6 Miguel García-Posada, en el artículo «¿Por qué traducimos tan mal los vocablos ingleses?», El País, 25 de junio de 1995.

7 Graciela Reyes (1996). Ponencias editadas por la Universidad de Valladolid, que acogió esta reunión organizada por la Asociación de la Prensa de esa provincia.

8 La frase «un grupo de jóvenes con quienes se identificó en sus ideales» tampoco responde al genio del español. En nuestro idioma se escribiría así: «Un grupo de jóvenes con cuyos ideales se identificó».