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La República de Coconut

La República de Coconut

Desde París, un cuento del narrador uruguayo Leo Harari,
sobre una idea de Pablo Harari

El coronel Lóbulo Mobula suspiró profundamente y firmó el quinto pasaporte del día. Gracias a su función de emitir documentos lograba engrosar su fortuna con 3500 dólares más, que enviaría, como de costumbre, a su banco en las Islas Caimán. Había decidido cobrar 500 dólares por cada uno de los cuatro primeros, pero visto el traje bien cortado y la arrogancia del español, que manifestaba su vocación de volverse ciudadano de Coconut, le cobró 1500 que éste pagó sin chistar. El único documento producido en la Isla, de acartonado color marrón y azul lo imprimía el sargento en los sótanos del "ministerio", un edificio de dos pisos en el centro de la ciudad. El coronel había resuelto numerar personalmente los pasaportes, después de descubrir que el sargento le ponía números irracionales, que aunque fueran trascendentes, carecían de sentido. Por ejemplo, numeró un pasaporte 3,1416 sin que ninguno de los dos supiera lo que significaba pi.

Pensó en el próximo viaje a Caimán, donde aprovechaba para comprar toda clase de cosas inútiles que hacían la felicidad de su querida Ukelelé. Porqué los Caimanes tienen una isla tan rica y su Coconut Island, a unos pocos cientos de kilómetros, sigue en la absoluta miseria? La pregunta apenas afloró sus pensamientos, porque otra preocupación le angustiaba desde hacía largo tiempo ya. Cuando algunos estafadores, sabandijas, corruptos y bandoleros a lo largo y ancho del mundo habían descubierto que la ciudadanía de Coconut les protegía de la extradición, había comenzado la fortuna de Mobula. Vendiendo pasaportes, algunos cada mes, al principio, varios por semana desde hacía un tiempo, juntaba más dinero que el que hubiera podido siendo coronel durante muchos siglos. Pero se daba cuenta que su cuenta de banco no calmaba su insatisfacción. La isla, carente de infraestructura y con una población analfabeta, tenía poco que ofrecer aunque gozara de los encantos propios del mar tropical. La vida transcurría aún más tranquila desde que, a principio de los años 80, un empleado de la Imprenta Real de su Majestad británica, creyendo que el punto que señalaba Coconut Island en el mapa era una manchita de suciedad, la hizo desaparecer de la matriz en las sucesivas impresiones del Mapa de la Commonwelth. El gobernador, Sir Lolas Maltblend Mackilicuddy, más preocupado por el abastecimiento regular de whisky y por cambiar de sirvientas cuando cumplían veinticinco años, decidió no hacer notar el hecho, pensando que la discreción era buena política, mientras el burócrata de turno en la Foreign Office le siguiera girando sus emolumentos.

Lo que tenía inquieto al coronel era un deseo, que le perseguía desde que, siendo niño, corría descalzo para pedir algunas monedas a los turistas que llegaban a Coconut por falta de hotel en otras islas más prestigiosas. Ese deseo, casi un dolor, era la necesidad de respetabilidad. Su necesidad de respetabilidad le había hecho entrar en las fuerzas armadas de la isla, unos pocos hombres que aseguraban la tranquilidad en las playas, controlaban la circulación del escaso tránsito y aseguraban el desfile anual - único evento nacional- el día del cumpleaños de la reina de Inglaterra. Desde siempre pensaba que el uniforme era el símbolo más presente de la respetabilidad. Con esfuerzo y perseverancia hizo, en sus 35 años de carrera, todo lo necesario para ascender, estudiando un poco, adulando mucho, sirviendo al gobernador y al puñado de blancos alcohólicos que habían llegado, como barcos averiados, a sus costas. Ese deseo, un ruido interior, le acompañaba cada día.

Su bonito uniforme, volvió a suspirar, no le daba ya más sentimientos de respetabilidad. Hacía unos años, asaltado por la misma angustia que tenía ahora, había convencido al gobernador de decretar la liberalización del uniforme. Como la moda era la liberalización de todo, o al menos eso era lo que Sir Lolas creía comprender de su lectura de los raros periódicos que le llegaban de la metrópolis, autorizó en nombre de la modernidad y distraídamente la solicitud de su solícito Mobula. Mobula no tardó, con la ayuda de Ukelelé, en agregar cordones dorados, medallas inventadas y cintas de colores a su uniforme marrón y azul. Para decir la verdad, en el verano tropical, excepto cuando se paseaba por la única calle de la capital Coconut Town, el coronel Lóbulo Mobula ya no sentía ninguna satisfacción en llevar la chaqueta pesada de su uniforme. El sargento, que vivía con una costurera, había logrado hacerse un uniforme tan vistoso como el suyo, sin apelación posible porque la liberalización se aplicaba a todos los uniformes.

La envidia, los celos y la fantasía de sus colegas habían tomado tal desenfreno, que si no fuera porque todas las fuerzas armadas eran 45 hombres que se conocían desde siempre, nadie hubiera podido saber quién era soldado y quién coronel, tan grande era el carnaval que habían creado pegando conchillas, viejas monedas, alambrecitos de cobre u otros objetos encontrados en las camisas, alargando o acortando las bermudas según tuvieran más o menos peludas sus bronceadas piernas. Algunos pegaban las cartas postales que recibían de parientes emigrados a tierras lejanas, brillantes piezas de viejas bicicletas, sellos de correo. El único general de la isla había quedado fuera del juego, conservando el viejo uniforme colonial. Habiendo llegado al escalafón más alto por ser el único mestizo de las Fuerzas Armadas de Coconut, hijo de la primera sirvienta de menos de veinticinco años del anterior gobernador, el General Matako-Smith sufría de un avanzado Alzehimer que le daba una sonrisa idiota, muy apreciada por todos sus colegas, y no se inmiscuía mucho en asuntos terrenales.

El coronel Mobula decidió reunir a los 8 oficiales para comer una sopa de pescado, que Ukelelé preparaba mejor que nadie, y discutir de los destinos de Coconut. Un coconato no tenía porqué ser menos que un cocodrilo de las Islas Caimán. Calmando sus penas, una idea germinaba en su mente azuzada por el deseo de respetabilidad.

La noche era tan perfecta como la sopa, ambas cosas frecuentes, excepto en época de huracanes en que ambas cosas eran horribles, pero no sucedían a menudo. Los oficiales fueron llegando tranquilamente, sacándose las botas y sintiendo el placer de la arena en las plantas de los pies. Algunos plegaban casacas y pantalones, cuidando de no despegar los accesorios o las colgaban de alguna rama de flamboyant o de un clavo herrumbrado, quedándose en calzoncillos, como es tradicional en la isla, en las reuniones de amigos. Ukelelé avivaba el fuego bajo la marmita, en el fondo de su modesta casita, que daba directamente a la playa, mientras Mobula servía el ron bajo el asta de la bandera de Coconut (una nuez de coco flotando en un azul caribe), bandera que él sentía que contribuía a su respetabilidad. El coronel esperó que el ron, la tibieza de la noche y la sopa de Ukelelé hicieran el efecto inevitable en sus colegas y decidió, no sin cierta emoción, lanzar su propuesta.

Mis queridos compatriotas, honorables representantes de las fuerzas vivas, oficiales superiores, hoy debemos tomar una decisión histórica…

Los oficiales se miraron sorprendidos, acostumbrados a ser llamados por sus nombres de pila y a no tener otra conversación que los barcos que pasaban, la comida o el trasero de alguna turista que hubiera paseado esa tarde por la calle principal de Coconut Town. El capitán Tifortú Menguengué se rió fuerte y profirió:

Me parece Lóbulo que hoy exageraste tu ración de ron!

Hablo en serio, capitán, dijo Mobula, que al llamar al otro por su grado, recuperó la solemnidad que quería darle a su discurso. Dije que es un momento histórico. Porqué creen que en las Islas Caimán son ricos, tienen salas de cine y casino, se compran yates y viajan y aquí vivimos en la miseria?

Yo no sé, dijo Tifortú - que realmente era quien había doblado la ración de ron- eres el único que viaja a Caimán, los demás nunca salimos de la Isla!

Les explicaré y comprenderán porqué los destinos de Coconut van a cambiar a partir de ahora. Caimán inventó una ley por la cual cualquier persona del mundo puede traer su dinero y se lo guardan en secreto, sin decirle a nadie, sin rendir cuentas a nadie, la gente les paga por el servicio y así no pagan impuestos en sus países. Es un gran negocio, que hacen con los bancos. Eso se llama un paraíso fiscal.

Pero si ya lo hacen ellos, para qué lo vamos a hacer nosotros, dijo el teniente, un negro grandote y panzón que seguía la conversación con gran interés.

Porque nosotros no vamos a hacer lo mismo. Nosotros haremos de Coconut un verdadero Paraíso Penal!

Excepto el teniente, que era el responsable de la cárcel de la Isla, los otros pensaron primero en el fútbol, que acostumbraban ver juntos en una de las pocas TV por satélite en el Hotel principal de Coconut Town, y no comprendieron enseguida cómo hacer un paraíso dando puntapiés a un balón mientras los jugadores permanecen pasivos, esperando el gol. Pero poco a poco, con las explicaciones de Mobula empezaron a ver claro. Todos conocían el tráfico de pasaportes y como el coronel era generoso también aprovechaban de él. Comprendían con facilidad que esos extranjeros querían la ciudadanía de Coconut para poder quedarse en la isla todo el tiempo que fuera necesario mientras sus asuntos en sus respectivos países se calmaban, al abrigo de la extradición. Era una de las razones principales de la proliferación de casas frente al mar, de hoteles alejados en la Isla, de la visita de gente que normalmente hubiera ido a otras Islas que ofrecían más comodidades. En realidad, Coconut eran ya un paraíso penal, pero no se habían dado cuenta hasta ese momento del potencial extraordinario que tenía ese hecho para el desarrollo de la isla en general y de ellos en particular.

El Coronel Mobula tenía ya todo pensado. Les explicó su plan y terminaron la sopa, comieron mangos y ananás y para marcar la fecha brindaron con un cognac que había traído Mobula de Caimán y que conservaba para grandes ocasiones. Todos preferían el ron local tradicional, al que estaban habituados desde pequeños, pero tomaron el cognac para marcar la solemnidad del evento.

A las once de la mañana del día siguiente se presentaron los ocho oficiales, impecablemente vestidos con sus uniformes y todos sus adornos en la casa del Gobernador Sir Lolas Maltblend Mackilicuddy y el Coronel Mobula, con un poco de emoción y una autoridad recién estrenada tomó la palabra:

Gobernador Sir Lolas, en nombre del pueblo de la isla, de las fuerzas vivas y del cuerpo superior de oficiales de las Fuerzas Armadas, Ejército, Marina, Gendarmería y Aeronáutica (no tenían, pero consideró necesario agregarlo) venimos a declarar la Independencia Nacional de Coconut Island, que a partir de este histórico momento pasa a ser la República de Coconut. Desde hoy, y hasta que la muerte los separe, los ciudadanos serán coconatos libres y soberanos y no serán nunca más súbditos de ningún poder extranjero. No le deseamos más muerte que la natural a la Reina, que por otra parte nunca vino a visitarnos, pero no es ya nuestra Reina Madre ni madre de ningún coconato nacido aquí o naturalizado, lo que además no está mal para las pobres viejas que siempre se sintieron un poco ofendidas por eso de que tuviéramos una madre tan blanquita y…bueno, Viva la patria!, Viva la independencia nacional!, Viva la República de Coconut que hoy prende la luz de la modernidad para siempre! concluyó Mobula conmovido por sus propias palabras, mil veces ensayadas en el insomnio de la noche anterior.

Viva! Viva! Gritaron los otros 7 oficiales mientras el gobernador los miraba, abriendo grandes los ojos por primera vez desde que llegara a la isla, 30 años atrás. Buscó el whisky tratando de ganar tiempo y pensar en algo mientras el cuello de botella golpeaba el borde del vaso repetidas veces, traicionando no tanto su sorpresa como el avanzado deterioro de su sistema nervioso. Llenó dos vasos de Black & White. Desde que había comenzado su carrera en Africa del Sur, era su wisky preferido pero lo tomaba en vasos separados.

Y qué dice el general Matako-Smith de esta asonada? Preguntó el gobernador, enfatizando el Smith como si sirviera para algo, y sientiéndo como si le hubiera caído un coco sobre la cabeza.

Apoya decididamente al movimiento de independencia, afirmó Mobula seriamente.

Antes de llegar a la casa del Gobernador se habían asegurado que una inmensa negra patriota, para tener tranquilo al general, le diera la teta y sabían que no se opondría a nada, amansado por los magníficos prolíficos senos de la matrona.

Pongo condiciones para una rendición honorable, dijo el gobernador tratando de levantarse del sillón, infructuosamente. Sabía que estaba borrado del mapa, que el Foreign Office prefería, un alcohólico anónimo a un borracho conocido por lo que le habían olvidado y que, hasta que no cambiaran las viejas computadoras en Londres, seguiría recibiendo su giro automático. Si volvía a la metrópolis sería un viejo alcohólico más, sin recursos para pagarse sirvientas ni siquiera menopáusicas y estaba acostumbrado a su vieja casona y al clima tropical. Además el whisky era tax-free, lo que facilitaba las cosas.

Le escuchamos Sir Lolas, dijo Mobula, que se sentía dueño de la situación

Solicito primero el asilo político en la República de Coconut hasta que sea efectuada gratuitamente mi naturalización como ciudadano y segundo, la seguridad de poder despedir a mis sirvientas cuando cumplan 25 años. Viva la República!

Viva la República! repitieron los nueve, perdiendo algún accesorio de sus uniformes con el desborde de entusiasmo.

Ayudaron al ex-gobernador a levantarse del sillón y a su pedido lo acompañaron hasta la chimenea victoriana de la casona, chimenea que nunca había servido y que fue construida para poder colgar un cuadro de la Reina Madre arriba. El viejo Sir, con un poco de ayuda, descolgó el cuadro y en el gancho que afeaba la pared colgó su sombrero panamá. Dejaron el cuadro en un rincón con la reina mirando para la pared, y a la invitación de Sir Lolas, brindaron por una próspera y pacífica república cocotera.

Al día siguiente se reunieron los ocho oficiales en consejo de ministros con el objetivo de crear las instituciones necesarias para construir un paraíso penal. Discutieron de la conveniencia de traer algún consultor internacional, para que les aconsejara, pero hasta donde llegaran sus conocimientos, todos los que podrían ser expertos del tema eran delincuentes y por esa razón dejaron de lado la idea. Estaban unánimemente de acuerdo que un verdadero paraíso penal tenía que tener la misma seriedad y rigor que un paraíso fiscal. Contemplaron la posibilidad de contratar a un suizo, ya que a éstos les había ido muy bien, a partir del mismo principio, en parecer un país respetable, tema tan central en la visión del nuevo Presidente electo a vida, Coronel Lóbulo Mobula. Finalmente fue Ukelelé que trajo la solución. Como se tomaba muy en serio el rol de primera dama, preparando accras de bacalao y morcillitas picantes para los nuevos ministros, no pudo evitar de meterse en la discusión, hecho al cual estaban todos resignados desde que la conocían.

Haciendo la sopa de pescado para unos turistas, he visto uno de los naturalizados. Hablaba acerca de un ministro al que conocía bien y se va a quedar aquí por cierto tiempo, porqué no lo contactan?

Siendo ciudadano naturalizado de la República, lo convocamos inmediatamente!

El capitán Menguengué, Ministro del Interior recién estrenado, dio la orden de ir a buscarlo y siendo la isla pequeña en un cuarto de hora tienen en bermudas y lentes de sol a Don Federico Cavernas de Verrugatiesa, conde de Opus y Paternostro, inmigrante legal con pasaporte a 1500 dólares, que se somete sorprendido y preocupado, preguntándose cómo pudo haberlo encontrado Interpol en este lugar perdido.

Ciudadano, ha sido Ud. Ministro?, pregunta un poco pomposamente Tifortú Menguengué que no encuentra aún el tono justo de su nueva función.

Qué va! El cabrón del Ministro zafó, en un rato, pasándome todo el fardo, el gilipollas. Yo sólo fui Presidente de una Sociedad Financiera, allí en España. Apenas eso. Pero dígame, cómo me han encontrado?

Envié a los soldados Sanasana Culi y Mishel Ouioui a la playa, no fue difícil, contestó orgulloso Menguengué.

No hombre, no. Interpol quiero decir, se supone que aquí se está seguro, que no me encontraría nunca, no me pueden extraditar!

Y no lo han encontrado -tercia el presidente, que por eso es presidente- lo hemos convocado porque queremos hacerle una consulta.

Con el alivio, el Conde de Opus y Paternostro distendió los esfínteres y a partir de ese momento su preocupación más grande fue poder mirar discretamente la bragueta de su bermudas a ver si se notaba, intentado proseguir la discusión dignamente.

Encantado de poder servirle coronel, lo que Ud. diga.

Le explicaron los cambios institucionales históricos, los proyectos de modernización del Estado y las nuevas necesidades que se les planteaban para conseguir un desarrollo sostenible. El conde, que ya no tenía ni un pelo de tonto, porque el último pelo de tonto le había servido al ministro de Finanzas de su país de origen para hacerlo inculpar en su lugar, comprendió rápidamente, admirado de la inteligencia inesperada de sus interlocutores.

Pero es que lo que precisáis para hacer un paraíso no es un especialista penal, sino uno en relaciones públicas, y hombre, conozco al mejor!

El Conde estaba pensando en Don José Ruiz de las Quimeras que pasaba tristes momentos en Marbella con una fuerte depresión, tratando de olvidar las pullas de sus amigos. Había intentado mejorar la imagen del Primer Ministro Aznar, a quien todos comparaban con Charles Chaplin cuando asumiera y había logrado hacer que lo identificaran, gracias a sus consejos, con el Gran Dictador. Era un excelente jugador de rummy-canasta y la idea de traerlo para que le hiciera compañía no dejaba de gustarle y luego, sus consejos no le vendrían mal a los isleños, de cualquier manera.

Pasaron unos meses. Don José Ruiz de las Quimeras, nuevo asesor, recuperó el humor y el entusiasmo y la sola distracción que se concedía en su magna tarea de construcción republicana eran las partidas de canasta agradecidas, con el conde. El único hecho que entristeció pasajeramente la Isla fue la muerte del general Matako-Smith, asfixiado por una sobredosis de tetas de la magnífica matrona patriótica, de la cual se había hecho adicto. Lo enterraron con la beata sonrisa que le acompañaba siempre, especialmente desde el día de la Independencia y con todos los honores, incluida una carrera de piraguas y ron con leche de coco a go-go. El mismo día, ya que había perdido al general para complacer, condecoraron a la matrona, haciéndola Madre de la Isla, despertando muchas ilusiones para beneplácito general.

Don José sabe cuál es su misión. Si Caimán es el paraíso de los financistas apurados, Coconut será el paraíso de los prófugos apurados. Allí se tendrán que sentir en seguridad, al amparo de las leyes de los países que algunos llaman civilizados, porque no comprendieron nada. La impresión de orden, honestidad y rigor tendrá que despertar la confianza de los delincuentes más buscados, de los asaltantes de guantes blancos, de los estafadores internacionales, es decir de los buenos clientes de Caimán a quienes las cosas se les pusieran difíciles con la justicia. Se trata, al fin de cuentas, se decía Don José Ruiz de las Quimeras, de un servicio a la Humanidad, de un refugio de la mejor calidad, discreción y profesionalismo, tal las iglesias en los peores momentos de persecución. Por otra parte, qué daño pueden hacer, al sol, lejos de todo, en una isla. Por una parte, se les aleja de la sociedad, como se desea hacer con los delincuentes y por otra parte tienen su merecido, por haber sido más vivos que los otros. Un pensamiento tierno hacia su amigo, que tendría que esperar 25 años aún para poder renunciar a la coconatés y, prescrito su delito, volver a España, le daba toda la dimensión afectiva a su trabajo.

El Consejo de Ministros no da abasto con los decretos. Se acabaron los uniformes carnavalescos. De ahora en adelante todos los miembros de las fuerzas armadas usarán bermudas azules y chaquetillas de acuerdo al grado. Para que no haya confusiones, serán identificados con un pique la infantería, una lanza de bastos la caballería, un trébol la gendarmería y un carreau la marina. El grado más alto es el valet y el más bajo el as, que lo llevarán impreso, sobre camiseta blanca, en la espalda y al frente, a la altura del corazón, los dieciséis soldados de la isla, 4 para cada color. Se reclutan, por sugerencia del conde, algunos militares más, para hacer 52, como la baraja. No hay reinas ni reyes en la República de Coconut. El grado superior de la escala jerárquica, que le pertenece institucionalmente al Presidente, es el joker, que en el uniforme de gala lleva el personaje impreso en ambas mangas, a la altura exterior de los bíceps para que las largas charreteras de cuerdas rojas, que caen de los hombros, le sirvan de pelo. Se pintan las casas, se arreglan las calles. Se prohibe a los hoteles solicitar otro documento de identidad que el pasaporte nacional. Los bancos de Caimán son invitados a abrir cajeros automáticos para sus clientes y se desarrolla una fuerza de vigilancia especial para evitar toda infiltración ilegal en la Isla. Todo lo necesario para garantizar la seguridad a los que eligen ciudadanía en la República es hecho. Coconut no reconoce ninguna instancia internacional, ninguna jurisdicción y ningún tratado, excepto los de aviación civil y los acuerdos meteorológicos y postales. Por sugerencia de Don Ruiz de las Quimeras, a través de dos artículos pagos en el Wall Steet Journal y el Financial Times, denuncian al Tribunal Penal Internacional, con lo que logran despertar la simpatía del líder de la resistencia y único otro país que lo ha rechazado, los Estados Unidos de América.

Pasan los meses y el éxito es evidente. La isla se puebla paulatinamente de nuevos ciudadanos que pagan su naturalización prorrata del delito incriminado. Algunos de los recién llegados pagan cientos de miles de dólares a cambio de la seguridad que Coconut respira y el Presidente Vitalicio Coronel Joker Lóbulo Mobula es querido y respetado por todos. Se construyen casas con magníficas piscinas, todas las diversiones necesarias para la distinguida ciudadanía naturalizada van apareciendo una tras la otra. Se reconocen, en la calle principal de Coconut Town, ahora llena de boutiques de lujo, banqueros y políticos, directores de multinacionales, asaltantes famosos y golden boys. La República es un reluciente Paraíso Penal. Prácticamente no hay delitos y el ambiente es por lo general festivo, transformándose el tango Cambalache en alegre himno nacional con ritmo de salsa. Se construye una urbanización, al otro extremo de la Isla, con casas bien separadas unas de otras, donde prefieren ir algunos que no se frotan con el resto de la población. Las malas lenguas llaman a Coconut Town, "Cuello Blanco" y a la urbanización "Cuello Negro", nadie se preocupa de ir más lejos.

Pero en la intimidad del hogar, Mobula aún suspira. Ukelelé, con sus 3 sirvientas, sigue haciendo la magnífica sopa de pescado y sus 7 compinches, ahora millonarios, siguen descalzándose para sentir la arena, sacándose las chaquetas y los pantalones para encontrarse al atardecer, tomar ron y comentar las últimas novedades. Sin embargo Mobula sabe que toda su incuestionable respetabilidad se termina en las costas arenosas de la Isla. En el vasto mundo se dicen cosas horribles de la República, la llaman la Isla de los Piratas, Isla Vergüenza, Coco Sing Sing, Alcatraluxe Island. Hay incluso quienes quieren invadirla para recuperar sus prófugos lo que obliga a una vigilancia cada vez mayor de las costas. En una palabra, en el mundo exterior, el Presidente Vitalicio, el gran Joker no es respetable.

Eso le duele profundamente y perturba sus noches tropicales. Lo asaltan terribles recuerdos de su infancia, como cuando perdiera a su hermanito mellizo, Lóbulo Izquierdo. Su madre parturienta, acabándose de enterar que tenemos un lóbulo en cada oreja les dio como nombre a sus hijos Lóbulo Izquierdo y Lóbulo Derecho. Desgraciadamente, perdió un Lóbulo siendo muy joven y en la escuela el sobreviviente era objeto de burlas. Para no sufrir la ausencia de su hermanito pedía que no lo llamen Lóbulo Derecho sino Lóbulo a secas y, crueldad de la inocencia infantil, lo llamaban "Oreja Seca" Mobula. Esos y otros recuerdos, quizá fundadores de su necesidad de respetabilidad, acechaban sus noches.

Durante el día Mobula frecuenta algunos amigos que ha hecho entre los naturalizados. Hay, como en todas partes, algunos delincuentes más simpáticos que otros. Confía su preocupación acerca del prestigio internacional de la República de Coconut a un viejo y venerable ex ministro de relaciones exteriores que pidió la naturalización cuando se descubrió que, para que su país vendiera algunas fragatas de guerra a Taiwan, estuvo por romper relaciones con China. Corrió el patriótico riesgo a cambio de más millones de los que Mobula supiera contar. Es un ser apacible y educado, viejo seductor hoy impotente, que comparte con Mobula algunas tardes, contándole anécdotas o simplemente resumiéndole libros que el Presidente nunca podría leer. Mobula se confía, encuentra en él un naturalizado que no está de más. Su interlocutor es muy sensible al tema de la respetabilidad, al que ha dedicado buena parte de su educación y de su vida y le da buenos consejos, poniendo a su servicio sus contactos internacionales. La respetabilidad de la República coconatera le interesa a él tanto como al gran Joker.

Una nueva etapa de trabajo y reuniones comienza. Vienen visitantes del exterior, se hace un congreso a puertas cerradas, al que asisten, entre otros, un ex secretario general de Naciones Unidas, que había olvidado de hablar de su pasado nazi cuando lo eligieron a ese puesto y de quien hoy todos se han olvidado. Ukelelé, que dirige una empresa de catering de lujo para las fiestas y reuniones, le dice a su marido que realmente, para ese congreso en vez de accras y morcillitas picantes va a preparar "in-delicatessen". Luego de tantas reuniones y consultas, ponen a punto un plan, que cuesta a las arcas, de todas maneras repletas del Estado, sumas ingentes. La República nunca tuvo necesidad de tener embajadas en los países, le bastaban las agencias de viajes. Deciden contratar asesores, lobbystas y políticos - futuros naturalizados, tal vez- en todos los lugares que consideran estratégicos. El nuevo plan comienza a tomar forma.

Un tiempo después, Mobula se hace hacer su primer traje azul, de fino tejido y perfecto corte. El viejo ministro que arrastra las erres, gran especialista, le aconseja acerca de los zapatos y la corbata, le da los últimos consejos y lo acompaña hasta el aeropuerto, donde el Presidente Vitalicio se embarca en su primer vuelo hacia New York. Ukelelé lo acompaña porque él nunca comió nada que no fuera hecho por sus manos y no piensa cambiar de costumbre ahora.

Al llegar al Aeropuerto John F Kennedy una limosina, con amplia escolta, lo espera. Tiene su primera reunión antes de llegar al Hotel, con el mismo Director del FBI en persona. Está preparado para esa reunión, que esperaba, en la intimidad de la limosina. Los argumentos están a punto, el trabajo previo de los asesores ha hecho su efecto y la reunión es satisfactoria, a pesar de la tensión provocada por su anfitrión y por la circulación del tránsito neoyorquino. El Director del FBI, el gesto adusto y severo intenta presionarlo para confirmar la presencia en la Isla de un gran traficante de drogas, del presidente de un organismo financiero y de uno de los amantes de su señora. Mobula con serenidad y una gran sonrisa le explica cuánto mejor es para él no saberlo. Le ofrece la ciudadanía de la República de Coconut, Honoris Causa, que el sucesor de Hoover agradece pero declina, por el momento, mientras la limosina atraviesa el Puente de Brooklyn.

Al día siguiente, tal como está previsto, el Presidente Mobula es recibido por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en sesión privada. El gran Joker se siente feliz en su impecable traje azul, entre tanta gente importante. Hablan por su turno todos los miembros del Consejo, los permanentes y los otros. Algunos se indignan y denuncian la existencia del Paraíso penal, incluso hay una moción para que los Cascos Azules lleven a los delincuentes a sus respectivos tribunales. Se recuerda una vez más, enfáticamente, la existencia del Tribunal Penal Internacional y se propone reforzarlo con una Policía Penal Internacional. Esto genera un duro debate acerca de las condiciones mínimas para obtener impunidad, si no se es ciudadano norteamericano. Varios, de una forma u otra, hacen algún gesto de complicidad hacia el gran Joker que les inspira simpatía y dignidad. Por otra parte ya nadie está seguro de poder evitar sus servicios alguna vez, excepto el representante italiano cuyo gobierno ha encontrado la astucia de abolir las leyes cuando molestan a los grandes delincuentes y el embajador argentino, convencido de que siempre habrá leyes de impunidad.

Cuando toma la palabra Mobula, sus argumentos son de peso. Como le han aconsejado, habla fuerte para que le oigan, claro para le entiendan y corto para que le aprecien. Habla lento, también, porque quiere que lo respeten. Explica lo que ya no necesita más explicación: todos los poderosos de este mundo necesitan contar con algún lugar de la tierra donde puedan, llegado el caso, dormir con tranquilidad al abrigo de cualquier jurisdicción. O hacer dormir a otros, lejos de sus países, para que olviden lo que saben. Lo que algunos consideran delincuentes otros consideran sujetos de admiración, y están siempre aquellos que deben hacer por los otros el mal necesario. Trae citas históricas que aprendió entre ron y cognac con la ayuda del viejo ministro y sus asesores. Acaso los grandes proyectos no necesitan de grandes fortunas, las grandes fortunas no son obra de hombres audaces, los hombres audaces no toman los riesgos más grandes? Porqué encerrar a los más audaces en oscuras prisiones mascando peligrosamente ideas de venganza cuando pueden estar lejos, al sol? Mobula está preparado para contar las historias personales de algunos presidentes en ejercicio de países miembros del Consejo de Seguridad, pero evita quemar esas cartas porque no quiere enemistarse con potenciales clientes de pasaportes caros. Termina su discurso, sabiendo que una sola voz decidirá su futuro.

Todos miran al dueño de la voz, el Embajador Washington Walker Wockefeller, más conocido como 3W, que arregla sus papeles, se la aclara y, consciente de su importancia, hace durar el suspenso. El representante de los Estados Unidos usa al fin la palabra. Su posición va a ser determinante y él está acostumbrado al hecho. Comienza enfáticamente.

- Nunca permitiremos que haya un territorio que abrigue a los terroristas, en ningún lugar del planeta. Nadie que atente a nuestros intereses estará jamás al abrigo, en ninguna parte del mundo. Gracias a la eficacia de nuestros servicios de inteligencia, tenemos la información de que Dios sólo reconoce un Paraíso, los Estados Unidos de América…

Saca teatralmente una pieza de 25 centavos de dólar y la muestra, leyendo la inscripción: In God we Trust y continúa:

…nuestro gobierno irá a aplicar su propia jurisdicción donde lo decida, para respetar la simetría con el hecho de que no acepta la jurisdicción de nadie. Por otra parte, si bien apoyamos la Seguridad con todas nuestras fuerzas, no nos gusta que nos den Consejos.

El gran Joker permanece imperturbable, como si supiera lo que va a pasar.

- …sin embargo, continúa 3W, saludamos el magnífico desarrollo que ha logrado el Presidente Vitalicio para su país y para su pueblo. Mi gobierno, luego de evaluar los pros y los contras, ha decidido respetar el principio de autodeterminación de la República de Coconut y de la no-intervención en sus asuntos internos, mientras nos convenga, razón por la cual propondremos a la Asamblea General de admitirlos como nuevo Estado Miembro de la Organización de Naciones Unidas. Mis felicitaciones, concluye 3W.

Mobula agrega otro suspiro a la larga cadena de suspiros que marcaron su vida, pero esta vez a pleno pulmón, lleno de orgullo y de respetabilidad.