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La lengua no tiene corazón

Daniel Samper Pizano

Imagino lo que sufrirá cada mañana Karen Abudinen al escudriñar en el Diccionario de la lengua española (DLE) las palabras abudabí (natural de Abu Dabi) y abuelastro (abuelo adoptivo). Se supone que el espacio entre ambas corresponde al verbo abudinar, inventado en Colombia por algún perverso que solicitó su registro en los archivos oficiales del idioma. La exministra puede respirar tranquila y dedicar su tiempo a defenderse de los graves cargos de desviación de fondos que la asedian, pues el verbo que la desquicia no figura en el DLE y seguramente no figurará nunca. Pero no porque los lexicógrafos se hayan acobardado ante su exigencia de repudiar el término, sino porque los diccionarios no tienen corazón: registran lo que la gente acoge, por cruel que fuere, y desdeñan lo que los hablantes no utilizan, por bonito que parezca.

Para que se consuele misiá Abudinen, hace tres años un señor de apellido Chapero amenazó con demandar a la Academia si no borraba la definición del sustantivo común chapero: “homosexual masculino que ejerce la prostitución”. Pese a que la Defensoría del Pueblo española lo apoyó, el término persiste en el Diccionario pues, simplemente, la gente sigue empleándolo. De malas. Pero no es el único. Varios apellidos de políticos colombianos figuran en el Diccionario. Duque es un título nobiliario; lleras es sinónimo de pedregales y pastrana significa una cosa “burda o mal hecha” y también “mentira fabulosa” (juro que es verdad).

Abudinar no alcanzará tanto honor ni tanta indignidad porque no pasa de ser un invento artificial y, apostaría yo, efímero. La lengua es un río lento, veleidoso e inclemente cuya corriente no es fácil enmendar ni modificar. Más de mil años de vida tiene el español y hay palabras que habitan desde entonces en sus depósitos. Queso aparece escrito por primera vez hace 1.040 años y perro (palabra de origen ignoto) desde el siglo XII. El vocablo vallenato tardó más de un siglo en entrar al Diccionario, pero ahí está desde 2017 y ahí se queda. Las palabras solo acatan a los hablantes, no a las oficinas de cabildeo, las iglesias, las ONG, la Defensoría del Pueblo, las cartas de protesta y ni siquiera los gustos de los académicos. Por eso su vida es extraña y fascinante. Esculcar (registrar, buscar), verbo normal en el altiplano cundiboyacense, desapareció de España hacia 1650. El primer diccionario de la Academia lo definía en 1732 como “voz antigua y sin uso”. Antigua, sí. Pero no en desuso, pues en Colombia la seguimos conjugando.

Los delirantes tiempos de las redes sociales, las mentiras, el sentimentalismo populista, el delique y otras yerbas han traído una relación enfermiza con la realidad. Algunos prefieren negarla: Trump insiste en que no hubo una asonada en el Capitolio de Washington. Otros, exagerarla: hay quienes consideran violencia sexual todo comentario negativo sobre el aspecto físico de una persona; afirmar que es gorda o pecosa constituiría casi un delito. Muchos camuflan la realidad con palabras blandas: prepagos. Todos intentan alterar la lengua creyendo ingenuamente que así modifican las situaciones descritas, como si no mencionar a los chaperos en el Diccionario hiciera desaparecer la prostitución masculina.

Lo más dramático en esta huida de la realidad es el llamado lenguaje inclusivo extremo, que retuerce la milenaria estructura del español para embutir el género femenino en las frases. Está demostrado que, en casi todos los idiomas, cuando, por ejemplo, se habla de los ciudadanos o los campesinos están incluidas tácitamente las ciudadanas y las campesinas. Expresarlo por duplicado sobra, aburre y agobia. En todo caso, aunque la solución fuera destrozar la lengua para cambiarla, no se afectaría la realidad, que sigue siendo terca, injusta y cruel. Afirma por eso un histórico informe de la Academia Española: “Las situaciones de igualdad o desigualdad en hombres y mujeres son independientes de las opciones gramaticales”. No hay que confundir lo ideal con lo real, ni las soluciones de lenguaje con los remedios sociales. “Las palabras influyen en la percepción de la realidad pero no en la realidad misma”, señala el filófilo Álex Grijelmo. Las víctimas no pierden su condición de víctimas, séanlo de falsos positivos o de masacres.

Para que los lectores capten el despropósito al que se ha llegado copio los estatutos empalagosos de una universidad española que cedió ante el lenguaje inclusivo: “Son órganos unipersonales el/la Rector/a, los/las Vicerrectores/as, el/la Secretario/a General, el/la gerente, los/las decanos/as y los/las directores/as de institutos”. Y si persistiera la duda sobre el menjurje intragable de semejante fórmula, consulten por internet la Constitución de Venezuela. Otras propuestas parecen chistes. Para abolir los géneros, reemplazar la a y la o por una e: ciudadanes. O por una i: ciudadanis. O una x: ciudadanex. O un signo de arroba: ciudadan@s. Como a nadie se le ha ocurrido, yo propongo la u: ciudadanus. Parece latín, lo que le confiere una respetabilidad inmerecida.

El tema es largo y complejo, y, para no convertir esta columna en un ladrillo aún más pesado, recomiendo dos libros pertinentes, razonables y sólidos: Morderse la lengua, de Darío Villanueva, y Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, del citado Grijelmo. Según este, lo que prueba lo artificial del lenguaje desnaturalizado es que durante la pandemia nadie se refirió a contagiados y contagiadas, enfermos y enfermas, vacunados y vacunadas y fallecidos y fallecidas. El covid-19 tiró las frivolidades a la cuneta y nos obligó a aterrizar en el duro pavimento a todos. Mejor dicho, a todus.