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La hipótesis Sapir-Whorf: ¿la lengua que hablamos determina nuestra manera de pensar?

Edward Sapir y Benjamin Whorf

Guillaume Thierry, profesor de Neurociencia Cognitiva en la Universidad de Bangor

¿Alguna vez te ha preocupado en tus años de estudiante o más adelante en la vida que el tiempo pueda comenzar a agotarse para lograr tus metas? Si es así, ¿sería más fácil transmitir este sentimiento a los demás si hubiera una palabra que significa exactamente eso? En alemán, hay. Ese sentimiento de pánico asociado con las oportunidades de uno que parecen agotarse se llama Torschlusspanik.

El alemán tiene una rica colección de dichos términos, compuesta a menudo por dos, tres o más palabras conectadas para formar una superpalabra o palabra compuesta. Las palabras compuestas son particularmente poderosas porque son (mucho) más que la suma de sus partes. Torschlusspanik, por ejemplo, está hecho literalmente de "puerta" - "cierre" - "pánico".

Si llega a la estación de tren un poco tarde y ve que las puertas del tren aún están abiertas, es posible que haya experimentado una forma concreta de Torschlusspanik, provocada por los pitidos característicos cuando las puertas del tren están a punto de cerrarse. Pero esta palabra compuesta del alemán se asocia con algo más que el significado literal. Evoca algo más abstracto, se refiere a la sensación de que la vida nos va cerrando progresivamente la puerta a muchos proyectos y oportunidades a medida que pasa el tiempo.

El inglés también tiene muchas palabras compuestas. Algunos combinan palabras bastante concretas como seahorse 'caballito de mar',  butterfly (literalmente 'mosca de la manteca'), que en realidad significa 'mariposa' o turtleneck (literalmente 'cuello de tortuga') 'cuello alto'. Otros son más abstractos, como backwards 'al revés' o whatsoever 'lo que sea'. Y, por supuesto, también en inglés los compuestos son superpalabras, como en alemán o francés, ya que su significado es a menudo distinto del significado de sus partes. Un caballito de mar no es un caballo, una mariposa no es una mosca, las tortugas no usan cuellos de tortuga, etc.

Una característica notable de las palabras compuestas es que no se traducen bien de un idioma a otro, al menos cuando se trata de traducir literalmente sus partes constituyentes. Esto plantea la pregunta de qué sucede cuando las palabras no se traducen fácilmente de un idioma a otro. Por ejemplo, ¿qué sucede cuando un hablante nativo de alemán intenta transmitir en inglés que acaba de tener una racha de Torschlusspanik? Naturalmente, recurrirán a la paráfrasis, es decir, confeccionarán una narrativa con ejemplos para que su interlocutor entienda lo que están intentando decir.

Pero entonces, esto plantea otra pregunta más importante: ¿las personas que tienen palabras que simplemente no se traducen en otro idioma tienen acceso a conceptos diferentes? Tomemos el caso de hiraeth, por ejemplo, una hermosa palabra en galés famosa por ser esencialmente intraducible. Hiraeth está destinado a transmitir el sentimiento asociado con el recuerdo agridulce de perder algo o alguien, al mismo tiempo que se agradece su existencia.

Hiraeth no es nostalgia, no es angustia, frustración, melancolía ni arrepentimiento. Y no, no es nostalgia, aunque lo diga el traductor de Google, ya que hiraeth también transmite la sensación que alguien experimenta cuando le piden a alguien que se case con él/ella y es rechazado/a, difícilmente un caso de nostalgia.

¿Palabras diferentes, mentes diferentes?

La existencia de una palabra en galés para transmitir este sentimiento particular plantea una cuestión fundamental sobre las relaciones lenguaje-pensamiento. Formulada en la antigua Grecia por filósofos como Heródoto (450 a. C.), esta pregunta ha resurgido a mediados del siglo pasado, bajo el impulso de Edward Sapir y su alumno Benjamin Lee Whorf, y ha llegado a conocerse como la hipótesis de la relatividad lingüística.

La relatividad lingüística es la idea de que el lenguaje, que la mayoría de la gente está de acuerdo en que se origina y expresa el pensamiento humano, puede retroalimentar el pensamiento e influir a su vez en el pensamiento. Entonces, ¿podrían diferentes palabras o diferentes construcciones gramaticales “dar forma” al pensamiento de manera diferente en hablantes de diferentes idiomas? Esta idea, bastante intuitiva, ha tenido bastante éxito en la cultura popular, apareciendo últimamente de una forma bastante provocativa en la película de ciencia ficción The arrival.

Aunque la idea es intuitiva para algunos, se han hecho afirmaciones exageradas sobre el alcance de la diversidad de vocabulario en algunos idiomas. Las exageraciones han atraído a ilustres lingüistas a escribir ensayos satíricos como El gran engaño del vocabulario esquimal, en el que Geoff Pullum denuncia la fantasía sobre la cantidad de palabras que usan los esquimales para referirse a la nieve. Sin embargo, cualquiera que sea el número real de palabras para la nieve en esquimal, el panfleto de Pullum no responde a una pregunta importante: ¿qué sabemos realmente sobre la percepción de los esquimales sobre la nieve?

No importa cuán mordaces puedan ser los críticos de la hipótesis de la relatividad lingüística, la investigación experimental que busca evidencia científica de la existencia de diferencias entre hablantes de distintos idiomas se ha venido acumulando sin cesar. Por ejemplo, Panos Athanasopoulos de la Universidad de Lancaster, ha hecho observaciones sorprendentes de que tener palabras particulares para distinguir las categorías de color va de la mano con la apreciación de los contrastes de color. Entonces, señala, los hablantes nativos de griego, que tienen términos de color básicos distintos para azul claro y oscuro (ghalazio y ble respectivamente) tienden a considerar los tonos de azul correspondientes como más diferentes que los hablantes nativos de inglés, que usan el mismo término básico, "azul" para describirlos. En español, a semejanza de lo que ocurre en griego, llamamos celeste al azul claro y azul, al oscuro, aunque esta diferencia no está claramente establecida en todas las regiones.

Sin embargo, los académicos, incluido Steven Pinker en Harvard, no están impresionados, argumentando que tales efectos son triviales y poco interesantes, porque es probable que las personas que participan en experimentos usen el lenguaje en su cabeza al hacer juicios sobre los colores, por lo que su comportamiento está influenciado superficialmente por el lenguaje, mientras que todos ven el mundo de la misma manera.

Para avanzar en este debate, creo que debemos acercarnos al cerebro humano, midiendo la percepción de manera más directa, preferiblemente dentro de la pequeña fracción de tiempo que precede al acceso mental al lenguaje. Esto ahora es posible, gracias a métodos neurocientíficos y, increíblemente, los primeros resultados se inclinan a favor de la intuición de Sapir y Whorf.

Entonces, sí, nos guste o no, es muy posible que tener palabras diferentes signifique tener mentes estructuradas de manera diferente. Pero, si pensamos que cada mente en el planeta es única y distinta, esto no llega a ser una novedad realmente revolucionaria.

Publicado en inglés en The Conversation