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enero

Indígenas y trujamanes en la Conquista

Por Juan Ramón Lodares

Este artículo fue extraído, con la debida autorización, del libro «Gente de Cervantes», publicado por la Editorial Taurus. Pulse aquí para adquirir el libro. Que se sepa, Cristóbal Rodríguez fue el primer español que aprendió una lengua americana. Era marinero. La aprendió entre indios. Corría el ano 1500. Aprender una lengua de aquéllas tenía sus ventajas. Podías comunicarte con los naturales de tú a tú, traducirle aI capitán de turno lo que decían y viceversa; con ello, ganarte unas monedas. Pero era lo común que, tras un agradable paseo de no más de media hora entre palmeras, otros naturales no entendieran nada de Ia lengua que tú habías estado aprendiendo meses y meses. Todavía más, si te decidías a hacer parada y aprender esta segunda lengua, era lo corriente advertir, tras otro agradable paseo de no más de media hora entre cocoteros, que nuevos naturales te salían al paso sin entender, ni poco ni mucho, las lenguas que llevabas puestas encima tras anos de estrecha convivencia entre tus hospitalarios maestros.

Algo así les pasó a muchos Cristóbales Rodríguez de aquellos años de la conquista. Ante estas complejísimas circunstancias lingüísticas, las figuras deI intérprete, la lengua, el trujamán, el indio ladino, que sabe romance, y todas las gentes de este oficio cobran en suelo americano una representación que nosotros nunca podremos valorar hoy como sí pudieron hacerlo en su momento los pasajeros a Indias. Especialmente, si eran gente de guerra. Todos ellos consideraban fundamental la captura de nativos para instruirlos como intérpretes, como ya se ha visto, pues las novedades humanas a las que se enfrentaban los recién llegados eran, acaso, mucho más inauditas que las propias de la Naturaleza americana.

Todos practicaban ese deporte: el capitán Francisco Hernández andaba capturando indios para el oficio hacia 1517. Dio con dos fundamentales para la guerra en México: Melchorejo y Julianillo. Juan Grijalva también era avezado deportista. Tuvo suerte y con cuatro capturas se entendió en Tabasco. Algunos servían a ratos, otros huían, otros cambiaban de dueño con naturalidad y, trasplantados a nuevas tierras, dejaban de ser útiles. Casi todos eran mozalbetes y se bautizaban con diminutivos. Los españoles, posiblemente, no calibraron en un principio el laberinto de lenguas en que se acababan de meter y las consecuencias que aquello podía traerles. A mí no me cabe duda de que parte de los malentendidos que dieron lugar a agravios, rencillas, refriegas o enemistades, no ya entre españoles y americanos, sino entre españoles y españoles, americanos y americanos, y suma y sigue, no fueron en el fondo sino fatalidades que pasan cuando en un mismo sitio se juntan a hablar gentes con muy distintos intereses y, materialmente, no se pueden entender.

Cuando Hernando de Soto exploraba Florida se iba dando cuenta de que para hablar con los caciques necesitaba catorce o quince intérpretes, dada la variedad de lenguas. Llegado a la provincia de Chicaza se le ocurrió... una ocurrencia: hacer una cadena de intérpretes, los indios se pasaban mensajes en distintas lenguas, de uno a otro, hasta que el intérprete de don Hernando sonsacaba algo de utilidad que contarle. No hará falta decirles que la expedición de don Hernando estuvo llena de situaciones -según las adjetivan algunos historiadores- dramáticas. Es de imaginar que la cadena de intérpretes también daría lugar a alguna historia cómica.

Con el tiempo, la figura del intérprete gana cierto reconocimiento. Su trabajo se empieza a regular por leyes. No es para menos, pues era trabajo delicado y al borde de todo tipo de corrupción o falso testimonio. Sin embargo, nunca fue oficio de notables. Se trataba de un trabajo útil pero humilde, como tantos otros oficios. No estaba muy bien pagado (y las propias leyes lo reconocen). Sólo en aquellos territorios y puestos fronterizos donde el ejército o la administración consideraban estratégica la labor de un buen intérprete, el sueldo podía resultar atractivo. Hasta diez veces más que los honorarios regulares.

Para los tipos con vista comercial, aquella situación de americanos rodeados de lenguas diversas y con necesidad de entenderse era interesante. Eso le parecía a Pedro Arenas. Vecino de México, Arenas no era intérprete, ni trujamán, ni nada de eso. Era un tendero harto de tener que bregar con una lengua y otra cada vez que quería venderle el género a un vecino. Harto igualmente de tener que recurrir para el caso al vocabulario hispanoazteca del franciscano Alonso de Molina. Un gran libro, sin duda, y sobre todo por el tamaño. No era obra fácil de consultar, estaba llena de guiños quizá más útiles para un predicador que para un comerciante. Así que Pedro Arenas escribió su propio vocabulario. Sin embargo, no enfrentó una columna de palabras en español a otra de palabras aztecas, sino que hizo algo con más enjundia: consideró aquellas situaciones más frecuentes de la vida común, como ir a comprar comida, vender caballos, dar un azote a los niños o enfrentarse al negocio imposible de contratar aun albañil. Se inventó así unos diálogos hispano-mexicanos muy salados. Si un criollo quería hablar por hablar con un vecino de lengua azteca, abría el diccionario de Arenas y le decía, por ejemplo: "Cuis quiahuiziu axcan ?", o sea, " ¿lloverá hoy?" y el interlocutor, es de suponer, le respondía: "Xiquitta quentlamani in cahutil", que el vocabulario traduce como "mira qué tiempo hace".

El vocabulario de Arenas, que se publicó en 1611, era una mezcla de filantropía y negocio. No se equivocó. Fue un éxito si se considera qué pocos lectores había entonces. Lo más sorprendente de la obra es que, 250 años después de escribirse, o sea, en la segunda mitad del siglo XIX, se seguía editando y encontraba compradores asiduos. Esto debe hacernos reflexionar sobre la tranquilidad y paciencia con que las cosas idiomáticas transcurrían en los virreinatos. También sobre el hecho de que la lengua de los españoles estaba menos extendida de lo que parecía en un principio.

Es curioso considerar cuántas americanas sirvieron para este oficio de intérpretes. Y lo bien que lo hicieron. Basta imaginarse la vida del soldado por aquellas tierras. No ya puesto en el trance de tener que entenderse con gentes de lenguas extrañas, sino que, además, ha dejado a los niños ya la mujer en Cuéllar, en Toledo o en Huelva. Está solo. ¿No podemos comprenderlo? La intérprete era mucho más útil que los Melchorejos y los Julianillos, no sólo por eso que están imaginando, sino porque sabía hacer tortitas de maíz y administrar la casa. Francisco de Ibarra buscó las legendarias tierras de Cíbola con la cacica de Ocoroni, doña Luisa. Pedro de Heredia, gobernador de Cartagena, cuando llegó al puerto de Santa Marta, envió a dos soldados a tierra con dos órdenes: capturar a alguien para intérprete y que fuera mujer. Jorge Espira, gobernador de Venezuela, era de los mismos gustos. Fray Bartolomé de las Casas se hacía acompañar de la india doña María, para evangelizar solamente.

El ejemplo más acabado de lo que podían dar de sí los intérpretes de ambos sexos se dio en la campaña de México. Todo sucedió alrededor de las gentes de Hernán Cortés. Cuando desembarcaron en Campeche, en 1519, algunos indios se dirigieron a ellos a la voz de "Castilan, castilan!", así se referían a algunos españoles que habían sido apresados por los mayas. Los de Cortés siguieron la pista y dieron con Gonzalo Guerrero y con Jerónimo de Aguilar. No los reconocieron. Pensaron que eran indios. Guerrero y Aguilar habían sobrevivido al naufragio de un bergantín que hacía la ruta desde Darién a Santo Domingo. En un bote llegaron a las costas del Yucatán. Llevaban viviendo entre los nativos siete años. Gonzalo Guerrero no sólo es que hablara el maya mejor que el español, se había tatuado el cuerpo, perforado las orejas y los labios, tenía varias mujeres y tres hijos, los de allí lo tenían por cacique y capitán. No quiso retornar con los españoles y únicamente les pidió algunas cuentecillas de vidrio para regalárselas a su familia. Jerónimo de Aguilar sí se marchó con Cortés.

Los buenos intérpretes facilitaron la movilidad de los españoles en aquel territorio. Pero la suerte de Cortés con los intérpretes no acababa allí. El conquistador lo fue de tierras y de mujeres, sin importarle tanto la raza cuanto que estuvieran bautizadas. Antes de que su mujer llegara de España, Hernán Cortés convivía tranquilamente con varias españolas e indias. Llegada su mujer, don Hernán no se recató mucho más.

Un día, los caciques de Tabasco regalaron a los españoles veinte indias jóvenes para que les hicieran tortitas de maíz. En el lote iba Malintzin, conocida también como Malinali, doña María o la Malinche. Tenía quince años. Se la entregaron a Hernández de Portocarrero. A los pocos días, los españoles se percataron de que sabía hablar nahua y maya. Cortés la escogió como intérprete y amante. Como Portocarrero partió hacia España a los dos meses, la cosa no fue a más. Aunque tampoco estos cruces sentimentales preocupaban a la soldadesca española. Eran muy corrientes.

En los negocios con los mexicanos, la Malinche traducía del nahua al maya y Jerónimo de Aguilar del maya al español. Idioma este último que pronto dominó la moza de Cortés. Con los excelentes servicios prestados por Julianillos, Melchorejos, Aguilares y Malinches, la gente de Cortés, que había empezado la campaña mexicana con poco más de 400 almas, tuvo acceso a tal cantidad de información que con ella podía adelantarse a la estrategia guerrera de sus enemigos, pactar ventajosamente con ellos, dividirlos o engañarlos. Era una forma de guerra secreta en la que los españoles, gracias a los intérpretes, podían trazar redes de comunicación e información imposibles para cualesquiera pueblos indígenas, cuyas divisiones lingüísticas los mantenían a menudo aislados. Todavía a 250 años de las campañas de Cortés, don Miguel Álvarez de Abreu, obispo de Oaxaca, consideraba que la multitud de lenguas provocaba "un desorden que sólo con la experiencia se puede conocer, viendo pueblos muy inmediatos mantenerse aislados cada uno en su propio idioma, como si distaren muchas leguas".

Los intérpretes eran a veces armas de doble filo. Francisco Pizarro tuvo ocasión de comprobarlo en sus tratos con los incas. En este negocio de las guerras secretas e informes escritos con noticias reservadas, Pizarro tenía dos grandes inconvenientes frente a Cortés: primero, era analfabeto porque se crió en la pobreza; segundo, su intérprete a menudo era un desastre. Se llamaba Felipillo. Había aprendido mal el quechua y no mucho mejor el español. Según algunos, español fluido, lo que se dice fluido, sólo le salía en los juramentos y blasfemias, como corresponde a quien ha tenido por escuela a la tropa. Cuando fray Vicente Valverde se afanaba por explicar a Atahualpa -o Atabalipa, como le llamaban los cronistas antiguos- los misterios de la fe católica, advirtió que no adelantaba mucho e incluso al inca le parecían cosa de risa. No en vano estaba Felipillo de por medio.

Cuando fray Vicente decía que Dios era Uno en tres Personas distintas, Felipillo sumaba y le traducía al inca que Dios era uno más tres, o sea, cuatro. Las traducciones de Felipillo no es que añadieran mucha más oscuridad a la que ya tiene el dogma trinitario, pero a Atahualpa le hacían reír y sus risas ofendían a los españoles. Esto no fue lo peor, sin embargo.

Felipillo se enamoró de una de las mujeres de Atahualpa, y como tal, inaccesible para él. Pensó que muerto el rey inca el acceso a su amada sería posible y urdió la siguiente trama: cuando los de Pizarro tenían preso en Cajamarca a Atahualpa y consideraban razonable la posibilidad de un ataque feroz por parte de los incas, Atahualpa los tranquilizó diciéndoles que nadie iba a hostigarlos. Felipillo tradujo a propósito todo lo contrario, y no una vez, sino reiteradamente. Se ordenó ajusticiar al inca. Y se cumplió la orden. Felipillo no pudo casarse con la princesa. Protagonista de más oscuras historias, acabó descuartizado en una de ellas. Gajes del oficio.