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El truco de la ortografía romance

El II Congreso Internacional de la Lengua Española se clausuró en octubre pasado en Valladolid, con sus dos objetivos principales plenamente cumplidos: demostrar que el idioma es un activo económico muy concreto de los 20 países hispanohablantes y señalar rumbos para abrir nuevos espacios en la internet, nueva frontera de nuestra lengua.

El truco de la ortografía romance

Por Juan Ramón Lodares

En estilo ameno y accesible, el autor explica al lector lego cómo y por qué se empezó a escribir en la lengua romance que hoy llamamos español o castellano, enumera las razones políticas y económicas que así lo determinaron y revela por qué las reglas ortográficas de nuestro idioma son de las más sencillas que se conocen. El texto ha sido extraído de su libro "Gente de Cervantes" y lo publicamos con autorización del autor y de la editorial Taurus. Juan Ramón Lodares es profesor de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid

Imagine que tiene que hablar en público en francés y usted no sabe francés. A la gente importante, reyes, presidentes de algo, les ocurre esto con frecuencia. Por diplomacia, tienen que dar en ocasiones breves parlamentos en lenguas ignoran. La solución es simple: si usted tiene que discursear en francés sin saber francés, no se complique la vida con un texto donde se lea Bonjour mademoiselle, pida uno donde bonyúr mahmuasél, que es lo que usted pronunciaría, más o menos, si estuviese delante de franceses. Éste fue el secreto de la ortografía romance.

La escritura romance no surgió espontáneamente. La lectura y la escritura eran en época medieval ocupaciones especializadas. Quienes las ejercían lo hacían sobre todo en latín.

Hablaban romance, pero a la hora de producir textos escritos no les quedaba más remedio que recurrir a las latinidades que habían aprendido en los escritorios. Hablar de una manera y escribir de otra no tiene dificultad alguna para un latino medieval, es decir, para alguien que se maneja con latines y estudia gramática. Lo ve como cosa natural. Así como un francés ve normal escribir mademoiselle y no pronunciar cada una de las letras que escribe, ayer un monje o un notario castellanos veían normal escribir januariu y leer enero, escribir octus y leer ocho o escribir filiu y leer hijo. Empezar a escribir enero, ocho, hijo tal cual se pronunciaban fue una brillante ocurrencia. De los latinos, no de otros.

La idea de que el romance lo empezaron a escribir quienes no sabían latín, precisamente porque no sabían latín, parecerá lógica, pero es falsa. La escritura romance es un invento de latinos, los únicos que entonces sabían cosas de letras y escritura, los únicos que podían plantearse el difícil problema de cómo representar por escrito exactamente lo que pronunciaban. Para el caso del castellano, es razonable pensar que la escritura vernácula la refinaran monjes franceses o catalanes, los amparados por Pons de Tavernoles, que hacia 1023 oficiaba como obispo de Oviedo.

Estarían afincados en torno a la ciudad leonesa de Sahagún. Franceses y catalanes ya traían alguna práctica respecto a las nuevas formas de escribir el romance y habían llegado a Castilla por conveniencias políticas de los reyes con el papado. Una vez en Castilla, aplicaron sus técnicas de escritura a la pronunciación romance de los castellanos. Es difícil dar una respuesta que explique, por sí sola, el origen de la ocurrencia. No todos los latinos, por cierto, eran partidarios de las nuevas modas de escritura. Los castellanos no fueron unos adelantados en poner por escrito ocho de enero tal como les sonaba. Pero puede decirse que su organización administrativa, económica y política les inclinó a una solución tan práctica como esa. Castilla no se regía por ley escrita, al contrario que sus vecinos. Como tantas tierras de frontera, era el "País sin leyes". Había costumbres, usos, "fazañas" que se aplicaban según tradición y casi siempre de forma oral. El propio rey estaba acostumbrado a recorrer el reino haciendo justicia y negocios. Al contrario de como dice el proverbio, su palabra no se la llevaba el viento: era palabra de rey; conservada en la memoria de los testigos, tenía tanta o más validez que un documento escrito porque, prácticamente, nadie sabía leer o escribir entonces. Como mucho, el texto se escribía en latín en un pergamino a modo de recordatorio y documento material de los acuerdos, más que porque alguien pudiese leer, en latín, lo que se había negociado o acordado.

Sin embargo, con el avance de la repoblación, con el crecimiento demográfico, con el asentamiento en núcleos castellanos de gentes muy diversas y con las exigencias del tráfico comercial, se multiplicaron las necesidades de una maquinaria burocrática que, cada vez con más frecuencia, se veía obligada a escribir documentos, registros, pasar a escrito. los viejos arbitrios orales, tomar declaración a testigos, leer en voz alta los contratos de compraventa, etc., etc. No tenía mucho sentido registrar toda esa documentación en latín. Registrarla al modo antiguo de escritura, por decirlo así; ese que escribía januario y leía enero. De modo que muchos dedicados al oficio de escribir se plantearon pasarse a la escritura moderna, que era más práctica, útil y, sobre todo, poco dada a equívocos de interpretación entre los otorgantes del documento.

Es más, la costumbre castellana de no regirse por ley escrita había dado lugar a instituciones y usos particulares que ni aparecían en textos latinos viejos ni tenían nombre preciso en latín; ¿para qué buscárselo? Desde el año 1090 ya hay colecciones de leyes castellanas escritas de ese modo. Con el tiempo, si bien la documentación latina sigue vigente e incluso adquiere notable desarrollo y refinamiento, serán cada vez mas usuales los fueros y cartas pueblas que se otorguen directamente en castellano escrito. Pero había quienes llevaban ensayándolo mucho tiempo, a veces casi en secreto. Concretamente, en los monasterios.

La idea de que los monjes antiguos se dedicaban a rezar y cuidar del huerto es tan idílica como falsa. Los monasterios eran mucho más que casas de rezos. A menudo ordenaban la vida económica del territorio donde se asentaban. A veces con ramificaciones sorprendentes. Tomemos un caso notable: el monasterio riojano de San Millán. Los mismos monjes que escribían textos devotos en latín son los que escriben la Reja de San Millán.

La Reja es un curioso documento donde se detallan nombres de doscientas y pico localidades que eran tributarias de San Millán y estaban ligadas a él por rentas, pagos acuerdos comerciales con productos agrícolas o industria de la época. Si se lee la Reja, se advertirá que los hilos de San Millán traspasaban su Rioja natal: se extendían por Navarra y ramificándose por la vertiente cantábrica, llegaban a Palencia y al centro peninsular. La Reja no está en latín. No hubiera tenido mucho sentido escribirla en esa lengua si el documento, en sí, lo que registra son tratos comerciales entre municipios que se llevan en romance. Pero los monjes de San Millán no fueron los únicos que en su época hacían tales inventarios. Anterior a la Reja es el que, también en romance, hizo el hermano despensero del convento de San Justo y Pastor de Rozuela, cuando echó cuentas de los quesos que se habían consumido en el año 980 en el convento (veintiséis quesos, por si tienen curiosidad).

Tratos comerciales: la vinculación económica o jurídica había creado, de forma más acuciarte que el mero interés cultural, la necesidad de ensayar una escritura práctica y de adiestrar a gente que la dominara. Los monasterios son una buena muestra de ello. La gente que ensayaba la escritura de "glosas" u oraciones romances al margen de textos latinos utilizaba desde antes esa misma técnica de escritura en la administración de negocios donde el latín era inútil o resultaba menos práctico que la nueva ortografía romanceada. Con sus estudios de latinidades, refinaban la práctica de la escritura romance. La refinaban no por gusto, sino por necesidad de un medio de comunicación escrito que agilizara y simplificara trámites: sobre todo los de la lectura en voz alta, ante testigos, de los documentos. Aproximadamente, esto pasó hace mil años. Los filólogos, a menudo, polemizan sobre si aquello estaba escrito en aragonés, riojano, romance navarro o castellano. Pero el asunto puede interpretarse al revés: cómo gentes de Aragón, Rioja, Navarra, León o Castilla que -sin tener mucha conciencia de su ubicación política, administrativa o dialectal- procuran escribir en sus documentos lo que hablan, dándose la casualidad de que hablan de forma similar, de modo que de Pamplona a Sahagún se entienden bastante bien sin hacer esfuerzos. Si los castellanos aprovecharon el nuevo método de escritura con frecuencia no se debió a que fueran más modernos, más listos o mas cultos, sino a que se ajustaba muy bien a su tipo de organización política, militar y económica. Tenía otra ventaja añadida: como la gente que hablaba romance castellano era la más numerosa, un documento escrito -o leído- en su lengua podía muy bien servir de árbitro en una situación de variedad de normas o de abierto plurilingüismo. Situación que se presentaba con frecuencia en aquellos años.

El día 26 de marzo de 1206, Alfonso IX de León y Alfonso VIII de Castilla se juntaron a hacer las paces. No era la primera vez que lo hacían. Sólo que en esta ocasión no usaron el latín. Y no por los leoneses, sino porque el jefe de la cancillería castellana, Diego García, había preparado para la ocasión un extenso documento escrito en castellano que iba a servir para unos y para otros. El acuerdo se refería al reparto de unos castillos y sus rentas. Es de suponer que el texto se leería en voz alta, para que todos quedaran avisados. Y es de suponer también que el discurso sería entendido por la parte leonesa sin ninguna dificultad. Si no, no se entiende que el mismo Diego García le diese copia en castellano del documento al rey leonés y el rey leonés lo archivara como cosa propia con toda naturalidad. La utilización del castellano en tal documento no llamaría la atención si no fuera porque las otras treguas entre los dos Alfonsos se acordaron siempre en latín.

Sin embargo, las Paces de 1206 eran distintas: por una parte, hay muy importantes asuntos de dinero relativos a los maravedíes que van a rentar los castillos y las aduanas que dominan; por otra, los castellanos salen muy gananciosos en los acuerdos de paz. Todo indica que el texto se preparó en la cancillería castellana, con la aquiescencia de los leoneses, y se registró con un sistema escrito que no diera lugar a dudas respecto a la cantidad de maravedíes ni a las denominaciones de los castillos objeto de litigio. Para entendernos: si todos los allí reunidos conocían un paraje como Castroverde, ¿qué sentido tenía escribirlo como Castrum Uiridis? Hasta podía parecer otro lugar distinto. Es de imaginar a los nietos de los Alfonsos desempolvando muchos años después el acuerdo de paz suscrito en latín por sus abuelos, discutiendo si Castrum Uiridis es Castroverde o Castrourdiales y declarándose mutuamente nuevas guerras. La ortografía romance podía evitar estos inconvenientes de interpretación. Y entre quienes mejor conocían el nuevo sistema de escritura y sus refinamientos, aplicado a textos administrativos, jurídicos y económicos, qué duda cabe que estaban los escribientes educados en el Estudio de Palencia, quienes en 1206 tenía a sus espaldas una tradición de cien años por lo menos de escritura en castellano. Más o menos organizada, pero tradición al fin. Esta circunstancia sería reconocida sin rencillas diplomáticas por los leoneses, quienes verían como más prácticos a los chicos de Diego García en la producción de documentos de ese estilo. Los Garcías castellanos prepararon un texto romance que lo mismo servía para unos que para otros, porque entre la gente de frontera, la frontera lingüística entre variedades de habla leonesa y castellana nunca estuvo trazada con tanta definición como para no entenderse, y menos en cuestiones de dinero. Asunto más discutible es si la castellanización del documento implicaba una expresa afirmación patriótica por parte de Alfonso VIII o una demostración de que su cancillería estaba más modernizada que la leonesa. Los dos Alfonsos se llevaban rematadamente mal, quizá porque el leonés había sido yerno del castellano hasta que decidió divorciarse de Urraca. Ex suegro y ex mujer hacían la vida imposible al leonés cuando se terciaba. Pero lo más difícil de explicar es por qué Diego García accedió a utilizar la escritura romance en tan magno documento. Porque si entre los latinos importantes de entonces había uno a quien no le entusiasmaban las vanguardias ortográficas, aunque las conociera al dedillo, ése era Diego García.