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El privilegio de haber oído a Carpentier

Quien haya escuchado a Alejo Carpentier puede considerar que ha tenido uno de los mayores privilegios de su vida, no sólo por la amenidad del interlocutor sino y sobre todo, por esa fineza de su lenguaje capaz de traducir emociones y vivencias, erudición y realidades, como un verdadero diálogo aunque todos fuésemos conscientes de ser el escenario para su espléndido soliloquio.

Alejo Carpentier en el reino de la palabra
Por Mercedes Moray, Cubarte

Quien haya escuchado a Alejo Carpentier puede considerarse que ha tenido uno de los mayores privilegios de su vida, no solo por la amenidad del interlocutor sino y sobre todo, por esa fineza de su lenguaje capaz de traducir emociones y vivencias, erudición y realidades, como un verdadero diálogo aunque todos fuésemos conscientes de ser el escenario para su espléndido soliloquio.

Mas no solo desde la oralidad nos atrapaba aquel cubano de ascendencia francesa y rusa, sino que se adueñaba como sigue adueñándose de nuestra atención desde el beneficio de la escritura, porque suyo fue siempre el reino de la palabra desde aquellos cuentos iniciáticos de su adolescencia, como también desde la irrupción, ya para siempre, en el oficio del periodismo con sólo 18 años, ejercicio que nunca menospreció sino que supo dignificar con la coherencia de su pensamiento, la sabiduría de su inteligencia y el cultivo sistemático de su sensibilidad.

Autor de libretos y argumentos para ballets y óperas, poeta que intentó expresarse también en el verso, desde la presencia de lo afrocubano, medio que no se le entregó, y que cambiará por otro espacio idiomático y literario, el de la prosa que sí fue suya, en plenitud, mas no sin trabajo, como se evidencia en el tránsito que dibuja desde aquella su primera novela hasta sus últimas producciones, al tiempo que emprendía y durante varias décadas, el camino de la radiodifusión desde la palabra para dejar el testimonio de sus guiones, este hombre que hizo del verbo, como en los días del génesis, un acto de creación.

Devorador de libros y de muy disímiles lecturas, conocedor de varias lenguas y culturas desde su ambiciosa proyección humanística, musicólogo que tradujo a la literatura los recursos de este universo, desde la complejidad estructural de sus relatos, cuentos, noveletas y novelas, ensayista de agudeza singular, y amplios referentes conceptuales, crítico que sabía enjuiciar sin violencia y que jamás partió del odio ni del rencor y que tampoco conoció de la envidia, porque nadie ni nada podía hacerle sombra, desde su verídica autoestima, testimoniante de la historia del siglo XX en Cuba, América y Europa, intelectual de raíz renacentista, Carpentier reinó sobre el espacio y el tiempo gracias a la palabra, esa que vitalizó con su escritura y su espiritualidad.

Como tenía un gran sentido de pertenencia, y de sus genuinos valores identitarios, ajeno al oportunismo que brota de la medianía y que es el mejor sinónimo que se le puede dar a la mediocridad, como él no lo fue, sabía también ser generoso ante la obra menor, al decir de los filólogos, ya que apreciaba cuánto la vida y el trato humano le engrandecían, en el flujo de la propia existencia, esa que quedó apresada tal vez en una lectura pero y sobre todo, en cada uno de los episodios de su biografía, enriquecida esta por muy plurales relaciones interpersonales en las que se manifestaban los más diferentes criterios, opiniones, juicios, ideologías y tendencias.

Por eso, y con esa grandeza de alma, la del hombre que se sabe dueño de sí, y no siente menoscabo alguno ante el valor del otro, sonreía y, desde el silencio, contemplaba anécdotas, burlas, chistes de ocasión, algunos desde el afecto, con buen humor y otros de muy mala natura en sus orígenes, cuando se hablaba de su manejo tan francés del idioma castellano en su habla cotidiana, este autor que fue y es uno de los señores del español, legítimo desde su mismidad de don Miguel de Cervantes Saavedra.

Recuerdo cuando se le rindió homenaje, en uno de esos aniversarios cerrados que aquí se suelen conmemorar, que el discurso de elogio correspondió al maestro y ensayista Juan Marinello quien, con esa proverbial pasión suya, demandaba de Alejo que el final de La consagración de la primavera no quedase en las orillas de Playa Girón, sino que desde ahí brotaran nuevas emanaciones de aquella narrativa…en un relato histórico, de fuerte dosis testimonial a pesar de la factura ficcional del argumento, de toda una generación de cubanos y latinoamericanos cuyas vidas se iniciaron, virtualmente, con la desgarradura de la guerra civil española, algunos de los cuales tuvieron la posibilidad de llegar, vivos, a los sucesos de aquel Girón que era la respuesta a aquel otro revés de la península.

Alejo, al responder no tomo nota del suceso, o al menos, no dejó constancia en su oratoria de este llamado de Marinello, agradeció conmovido cuanto se le reconocía, y continuó laborioso como era, desde el magisterio de su palabra, escribiendo otras narraciones, para dejar inconcluso su proyecto sobre aquel santiaguero que se llamó Paul Lafargue.

Bien sabía el novelista de El reino de este mundo, de El siglo de las luces, por sólo citar dos de sus monumentales novelas, clásicos de nuestro idioma, que cuando se escribe se necesita también de la perspectiva, de la distancia, de ese sentido en cierta medida muy razonable del que hablaba Brecha en cuanto al “extrañamiento” que no disminuye ni un ápice de la emoción, pero que nos da la posibilidad de reflexionar, para dar ese salto tan necesario del gusto al juicio crítico, y de la pasión que se vive, al pensamiento que valora y nos entrega el testimonio de una época y de sus hijos.

Muchas veces cuando se hablan de premios literarios, en general, incluso de los máximos lauros a los que se puede aspirar, como reconocimiento público, en este mundo, como sucede con el Nobel y el Cervantes, para nosotros los hispanohablantes este último, bien sabemos que, y en no muy pocas ocasiones, otros elementos, extraliterarios que van más allá de la estética, contaminan las valoraciones y conclusiones de los jurados. Quien haya vivido, y lo confieso, tal responsabilidad, bien sabe que no miento y cómo muchas veces hay que luchar no sólo con los colegas que nos acompañan en ese triste oficio de discernir cuál es mejor que otro, para vencer los intereses y las miserias humanas cuando no los de otro nivel político, ideológico y social, sin que olvidemos cuánto y más hay que luchar, con una misma, para vencer prejuicios, dogmas y valoraciones tendenciosas en la propia mente y el propio corazón para reconocer el mérito de alguien que no es bienamado…

Por eso, sabiendo que su Nobel no lo alcanzó Alejo, sencillamente, víctima de la correlación de fuerzas en tales medios, por su compromiso con el proceso social y su condición de funcionario del Estado cubano, en la diplomacia como antes lo había sido en la cultura, en el mundo editorial y en otros espacios, y que parecía que se le entregaría cuando le sorprendió (y no sorprendió y dolió mucho también) su muerte, veo y lo afirmo desde la primera persona del singular, la justicia de aquel Cervantes suyo, el primero que se entregó a un escritor de nuestra lengua, en 1977, en Alcalá de Henares, galardón que reconocía el magisterio de este cubano que fue y sigue siendo el señor de la palabra y que tenía, además, el mérito mayor, al menos así lo creo, de cultivar a diario aquel principio sostenido muy desde la raíz heroica de su existencia, por nuestro Máximo Gómez, cuando afirmaba que a los insultos no se les da respuestas.

Alejo, que lo mejor que hacía era escribir, y trasmitirnos sus utopías, sueños, recreando épocas, creando personajes y situaciones, moviéndose como un duende por las selvas y llanos de esta América que fue suya (y aquí quiero hacer un aparte, y expresar los criterios que sobre Carpentier tenía mi maestra más querida, la dominicana y cubana Camila Henríquez Ureña, quien me decía, en su departamento del Sierra Maestra, que era Alejo un escritor americano hasta la célula…aunque los envidiosos lo consideraran un “afrancesado”), de ahí que la respuesta a la censura, al juicio malicioso, a cualquier intento de agresión, no fuera sino escribir…porque como el bueno de Cervantes, su maestro, la obra no necesita defensores, ni tampoco aduladores…ella se defiende a sí misma...y vive su propia vida.