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El poder de la lengua y la necesidad de regular cómo pensamos

Laura Álvarez López* y Amparo Fernández Guerra*, ladiaria

En julio de este año, el diputado uruguayo Ope Pasquet presentó un proyecto de ley para establecer el “idioma español” como “idioma oficial de la República Oriental del Uruguay”. El proyecto propone, además, que será la lengua de la enseñanza y que se deberá regir por las reglas “de uso generalmente reconocidas en los países de habla hispana”. En este sentido, la propuesta también señala que “la libertad de cátedra no exonera del deber de cumplir con lo dispuesto por la presente ley” y que en caso de dudas en relación con las reglas se deberá acudir a la Academia Nacional de Letras.

Según informa el portal su partido, Pasquet considera que “el Estado debe tomar partido en el asunto del lenguaje inclusivo, que desde su perspectiva es simplemente una forma incorrecta de usar el español”.

¿Qué implicancias tiene este tipo de regulación en la vida de quienes hablamos una lengua? ¿Es válido que se intente regular la forma de hablar de una comunidad porque desde la perspectiva de un legislador se trata de formas “incorrectas” que no deberían usarse? ¿Quiénes son las voces legitimadas para reflexionar sobre estos temas?

Desde tiempos muy remotos la humanidad se ha preguntado sobre cómo funciona la lengua. Mucho tiempo antes de que existiese la lingüística como disciplina científica y académica, nos preguntábamos por qué cambiaban las lenguas y por qué hablábamos de formas diferentes. También la humanidad se ha preguntado largamente sobre qué implicancias tienen esas diferencias en nuestra forma de ver y entender el mundo y, por lo tanto, qué implicancias tienen en cómo nos relacionamos.

Tampoco es para nada novedosa la preocupación a nivel global de las élites conservadoras sobre las formas nuevas de la lengua, las formas “incorrectas” y la “degradación del idioma”. Es por esto que desde hace siglos existen aparatos institucionales reconocidos para velar sobre la pureza, proteger la lengua de quienes “hablan mal” y mantener las formas adecuadas sin las cuales dejaríamos de comprendernos. A pesar de este trabajo, la lengua se mantiene persistente y terca: si algo no cambia es que está en permanente cambio, y, aun así, no hemos vuelto a la torre de Babel.

Para avanzar con una propuesta de ley sobre la lengua (o, mejor, una política lingüística), y dedicarle toda la atención que merece, sería oportuno discutir abiertamente con profesionales e investigadores. Existe abundante investigación en el campo de las políticas lingüísticas y su relación con las políticas educativas, así como experiencias recientes de gobiernos que han implementado regulaciones semejantes como parte de una estrategia de largo plazo y acorde con la diversidad lingüística y cultural de la región.

En efecto, para que tal política no resulte discriminatoria, habría que considerar la lengua de señas, como lo hacen otros países (pensemos en las implicancias que puede tener la aplicación de esta ley sobre los usuarios de Lengua de Señas del Uruguay, así como sobre los hablantes de portuñol –dialectos portugueses del Uruguay–, las escuelas bilingües de la frontera, etcétera, si se reconoce que estos grupos existen y se los considera ciudadanos).

Por otro lado, se observa que los problemas señalados en la fundamentación de la propuesta de ley con relación al lenguaje inclusivo no aclaran de qué manera el hecho de cambiar un ‘los’ por un ‘les’ se relaciona con el problema identificado de que los jóvenes no logran “expresar contenidos lingüísticos complejos y sofisticados”. Con respecto a este punto, sería adecuado consultar, por ejemplo, las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas sobre el lenguaje inclusivo.

Estableciendo un diálogo con quienes trabajan con la lengua e investigan sobre su uso sería posible reflexionar –con base en los resultados de investigaciones y experiencias anteriores– sobre los objetivos de una política lingüística en Uruguay y sobre cómo formular leyes que puedan contribuir a una sociedad más igualitaria.

En relación con este punto podríamos preguntarnos también sobre nuestra necesidad de validar instituciones neocoloniales y por qué para el diputado la voz legitimada sería, en exclusividad, la de la Academia Nacional de Letras (ANL), del Uruguay.

Por otra parte, estamos de acuerdo con que es sumamente importante en una sociedad democrática que los jóvenes aprendan a expresarse para que haya participación ciudadana. Es igualmente importante investigar sobre en qué consiste el “deterioro de los aprendizajes lingüísticos” y a qué se debe, pues no se especifica en el texto que acompaña la propuesta cuyo propósito es remediarlo.

Quizás en este caso la respuesta no sea implementar una nueva ley y sí aumentar los presupuestos para bibliotecas públicas o invertir en la formación docente y en programas que incentiven la lectura entre los jóvenes. También podríamos pensar que para lograr avances contundentes en cuanto al desarrollo del lenguaje y la comunicación es fundamental la investigación en humanidades y demás campos que trabajen sobre estos temas, la educación pública y las políticas culturales.

* Laura Álvarez López es lingüista de la Universidad de Estocolmo;

Amparo Fernández Guerra es lingüista de la Universidad  de la República, Montevideo