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El "mentalés": ¿existe un lenguaje del pensamiento?

El psicólogo Steven Pinker

Alejandro Villamor Iglesias

El lenguaje del pensamiento, o mentalés, es una hipótesis empírica propuesta, entre otros, por el filósofo Jerry Fodor y el psicólogo de Harvard Steven Pinker, que dista mucho de ser una certeza. No está nada claro que, previa adquisición de nuestra lengua materna, nuestra mente opera, en el sentido más amplio, mediante un lenguaje no del todo transparente a nosotros mismos. La defensa de la hipótesis del mentalés entraña que nuestros pensamientos se configuran en una lengua previa a la materna. Un lenguaje del pensamiento universal presente en la mente de los individuos.

Una vez adquirida la lengua materna, cualquiera que sea, esta implica y permite la comunicación del pensamiento, pero no su propia existencia. Una comunicación que transmite de forma imperfecta dicho pensamiento (en mentalés, por decirlo de alguna forma), al ser el lenguaje del pensamiento más “rico” y “complejo”. El quid de la cuestión reside en que, aunque un alguien esté desprovisto de lenguaje, este seguirá poseyendo el mentalés y, en consecuencia, capacidad de pensamiento.

Para apoyar esta hipótesis, Pinker mostró tres ejemplos que mostrarían la barrera que se sitúa entre los distintos lenguajes naturales (inglés, español, gallego, kurdo…) y el mentalés de modo que la posesión de los primeros no sería una condición necesaria del segundo, sino a la inversa.

Para Pinker, los bebés son un ejemplo de seres pensantes, en este caso humanos, carentes de lenguaje. El primer presupuesto de lo dicho, parece obvio, es que efectivamente los bebés no pueden pensar en los términos de ningún lenguaje natural, puesto que todavía no han aprendido ninguno. A pesar de esto, los bebés sí podrían llevar a cabo “algunos cálculos mentales aritméticos muy sencillos”. ¿Cómo podemos saber esto?

Según este célebre psicólogo, basándonos en unos experimentos que ilustran cómo la conducta de los bebés ante determinadas escenas varía. Este cambio de conducta tan sólo se puede explicar, infiere, atribuyéndoles una comprensión aritmética de lo sucedido. Por ejemplo, como afirma en su obra El instinto del lenguaje:

En uno de los experimentos, el experimentador se dedicaba a aburrir al bebé presentándole un objeto. Al rato, ocultaba el objeto detrás de una pantalla opaca. Al retirar la pantalla, si el mismo objeto volvía a aparecer, el bebé miraba un ratito y en seguida se volvía a aburrir. Pero si, por arte de magia, aparecían dos o tres objetos, el sorprendido bebé pasaba más rato mirándolos (Pinker, S., El instinto del lenguaje, p. 60).

Si el número de muñecos que el bebé espera encontrar tras la pantalla se adecúa a sus expectativas, este no muestra sorpresa alguna. Pero cuando el número de muñecos varía, sí da claras muestras de estar sorprendido. Presumiblemente, ello responde al aumento del número de muñecos a pesar de su creencia de que sólo se encontraría con uno. Debido a esto, Pinker extrae como corolario que, independientemente del lenguaje, los bebés han realizado de algún modo un razonamiento aritmético.

Asimismo, en el mundo no humano parecen existir muestras de que la correlación entre lenguaje natural y pensamiento no es tan necesaria. Pinker habla del caso de los monos vervet, los cuales son capaces de identificar a los individuos con los que mantienen relaciones de parentesco. Es decir, independientemente de la posesión de un lenguaje natural con términos como ‘hermano’, ‘papá’ o ‘hijo’ (caso del castellano), estos primates pueden identificarse como relacionados de algún modo con otros individuos. En uno de los ejemplos señalados en la citada obra:

Los primatólogos Dorothy Cheney y Robert Seyfarth han observado que las extensas familias de estos monos forman alianzas como la de los Capuleto y los Montesco. En una típica interacción que presenciaron en Kenya, vieron cómo un mono joven derribaba a otro y le hacía huir chillando. Al cabo de veinte minutos, la hermana de la víctima se acercó a la hermana del agresor y sin mediar provocación alguna le mordió en la cola (Pinker, S., El instinto del lenguaje, pp. 60-61).

Si los monos, carentes de cualquier lenguaje natural, son capaces de identificar mediante reglas de parentesco a otros individuos, eso significa que los mismos han podido razonar acerca de ello. No parece serio explicar, por ejemplo, la anterior conducta apelando al azar o a causas desconocidas que nada tienen que ver con la primera agresión.

Un último ejemplo recae en el caso de personas que no sólo afirman poder pensar en palabras de uno de los lenguajes naturales por ellas conocidas, sino de pensar mejor sin ellas. Sus momentos intelectuales más lúcidos estarían, según ellos mismos, huérfanos de cualquier vestigio de lenguaje natural. El ilustre físico Albert Einstein o los biólogos James Watson y Francis Crick son ejemplo de personas que afirmaron pensar mediante imágenes. Otro caso fue el del físico Michel Faraday:

Michel Faraday, creador de la concepción moderna de los campos eléctricos y magnéticos, no tenía formalización matemática, por lo que hizo sus descubrimientos a base de visualizar líneas de fuerza como si fueran tubos muy finos que se curvan en el espacio (Pinker, S., El instinto del lenguaje, pp. 73-74).

Este último grupo de ejemplos es, no obstante, altamente controvertido. Posiblemente, el más controvertido de todos. El lector se podrá preguntar por el por qué. La respuesta es que no está nada claro que el supuesto pensamiento se produzca al margen de los lenguajes naturales convencionales. Un presupuesto que tendríamos que empezar por reconocer para aceptar este ejemplo es el de la accesibilidad diáfana de nosotros mismos a nuestros propios estados mentales.

¿Por qué tenemos que aceptar que Einstein estaba en lo cierto tras afirmar que sus experimentos mentales estaban construidos inicialmente por imágenes para, en segunda instancia, comenzar a buscar palabras y demás signos convencionales? ¿No podría ser que estos casos sean fruto de la ilusión de los sujetos, en este caso, del propio Einstein?

Más allá de este pequeño reparo, los otros dos ejemplos parecen ilustrar la posibilidad de que se pueda hablar de pensamiento sin lenguaje. Por una parte, no parece plausible la idea cartesiana de que los animales carecen de pensamiento y, en consecuencia, que comportamientos como el descrito no nos dicen nada de una supuesta vida mental (del mismo modo que no creemos que un reloj piensa tomando como base el movimiento de sus agujas).

Por otra parte, sería extraño que alguien niegue que los bebés de los experimentos realmente se sorprendan porque carecen todavía del lenguaje y, por lo tanto, no pueden pensar siquiera en el primero de los muñecos. Por esto, los ejemplos mostrados por Pinker parece que resultan convincentes a la hora de mostrar individuos cuyo comportamiento resultaría muy difícil de explicar sin apelar al pensamiento, pero que carecen de lenguaje natural.

Un argumento esbozado contra la plausibilidad de ejemplos como los mostrados recae en la “falacia de los homúnculos”. Si es posible hablar de pensamiento al margen del castellano, inglés o portugués, ¿cómo ese pensamiento, sus representaciones, pueden tener significado? De oraciones del castellano, compuestas por expresiones establecidas por convención, podemos decir que adquieren su significación, precisamente, por su carácter intersubjetivo.

Sin embargo, de los pensamientos ajenos al lenguaje no podríamos decir lo mismo pues están ahí con independencia del resto de individuos. Es algo propio de cada uno. Estas representaciones no pueden adquirir su significado al ser usadas sin más, conscientemente, por los propios sujetos.

De otro modo, ya no habría discusión alguna acerca de la plausibilidad misma del mentalés al poder ser corroborado por nosotros mismos. Necesitaríamos, por tanto, recurrir a una especie de homúnculo que “contemplara” estas representaciones dándoles su significado; pero esto nos llevaría a una regresión al infinito (necesitaríamos otro homúnculo que observe al primero y así indefinidamente).

La objeción proporcionada de Pinker a este posible ataque consiste en la apelación a la teoría computacional de la mente que configura su hipótesis del mentalés. Así, a semejanza de una máquina de Turing, un ordenador contemporáneo, nuestra mente operaría mediante una serie de reglas básicas que todo pensamiento debería respetar. Esta sería una explicación del pensamiento de alguien sin ningún lenguaje natural para la cual no es necesario apelar a homúnculos.

Ahora bien, ante esto se podría argüir, como por ejemplo sostiene el Premio Nobel de Física Roger Penrose, que no es posible equiparar a la mente con un ordenador. La presentación de los argumentos en favor de esta idea, excederían la intención del presente texto. Para quien se encuentre interesado en esta idea, recomendamos la lectura de la obra La nueva mente del emperador de Penrose.

Vistos los ejemplos propuestos por Pinker, pudiéramos de que, efectivamente, parecen mostrar que es posible el pensamiento sin lenguaje, pero ¿por qué tendríamos que aceptar que este pensamiento está conformado por el mentalés? Esto, parece ser, es así puesto que de esta manera se podrían explicar fenómenos como el aprendizaje inicial de un lenguaje, su recursividad o su composicionalidad. Pero, ¿es que los individuos pensantes venimos al mundo con una serie de conceptos innatos, aunque sean en mentalés, y reglas básicas?

No debemos perder de vista que la posibilidad de la hipótesis del mentalés se encuentra apoyada en la plausibilidad de la propuesta chomskiana. Por lo tanto, supondría aceptar la existencia de una serie de estructuras innatas por las cuales el bebé puede aprender cualquier idioma. Con todo, esto ya es tema aparte y no modifica nuestra creencia de que los ejemplos propuestos por Pinker, al menos los dos primeros, ilustran con nitidez la posibilidad de que exista un pensamiento no verbal.