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El español: lengua internacional del siglo XVI

El español: Lengua internacional del siglo XVII

Por Juan Ramón Lodares

Extraído del libroGente de Cervantes, con autorización del autor y de la editorial Taurus.
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Para comunicarse con la Corte de Viena en 1566, la reina Isabel I de Inglaterra utilizaba el latín. Para dirigirse al emperador Maximiliano II, un año después, utilizó el italiano. Casi ninguna comunicación que partiera de las islas al continente se hacía en inglés. En esa época era éste un idioma recóndito. Felipe II estuvo casado con María Tudor, vivió en Londres, dicen las crónicas que la amó tiernamente, pero nunca aprendió nada de inglés. Ningún noble español de los destinados allí esos años lo hablaba, salvo el segundo duque de Feria, quien estaba emparentado con ingleses. A los españoles se les reconocía por vestir de negro, por gustarles los caballos y por no hablar más idioma que el propio.

Carlos I tenía más suerte en esto de las lenguas que su coetánea Isabel: tras vencer en las batallas de Landsgrave y Albis, los príncipes y señores alemanes acataron su autoridad dirigiéndose a él en español, por complacerle, aunque sabían que el alemán no le era completamente ajeno. Carlos de Gante llegó a España hablando flamenco, su lengua materna, y algo de francés, su lengua cortesana. Aparte del latín, aquellas lenguas eran las que hablaba toda la capilla gubernamental que se trajo de Europa. Zumel, procurador de Burgos, le pidió en las Cortes de Valladolid de 1518 que aprendiera español. Una petición hecha de pasada en un memorial donde se le exigían muchas más cosas y de mayor enjundia. En esto del idioma se le hizo caso a Zumel. Cuando en 1536 el emperador desafió al rey francés, Francisco I, en presencia de la plana mayor de la diplomacia europea, el Papa incluido, si todos esperaban un discurso en latín, el discurso se pronunció en español. A la delegación francesa esto le molestó y el obispo Maçon le dijo ofendido que no había entendido nada (lo que por otra parte era verdad) , a lo que Carlos I respondió: "Señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que las de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristicana". Ësa fue una proclamación oficiosa del español como lengua internacional, de curso en Europa. Hasta entonces no había tenido ese privilegio.

No es que los diplomáticos estuvieran dispuestos a seguir espontáneamente, por el gusto de aprender idiomas, las recomendaciones lingüísticas del emperador. Lo que sucedía es que éste lo era de una potencia militar, económica y comercial que despuntaba con una fuerza irresistible. En la cabeza de Carlos I bullía una idea que se parece, a su modo, a la que bulle entre los europeos de ahora: crear una comunidad política y económica. Sólo que entonces España influía más de lo que hoy influye. La comunidad pasaba por ella como úcleo humano, por América como soporte económico y por los Países Bajos como centro financiero. Tras el matrimonio de su hijo Felipe con una princesa inglesa en 1533, Londres enlazaba en el proyecto como puerto de mayor actividad europea.

Cuando el emperador proyecta dar libertad comercial a los flamencos con América, los ingleses prevén la bonanza atlántica, los mercaderes de cereal y lana para Flandes adivinan que sus pedidos se van a multiplicar y los italianos, franceses y alemanes constatan como inevitable el auge del Imperio hispánico, aparece la primera Gramática de español para extranjeros: un anónimo de Lovaina del año 1555. Durante muchos años iba a ser el español una lengua presente -y creciente- en este tipo de obras. El poeta inglés James Lea saludaba con estos versos su llegada al selecto club de las grandes lenguas del momento:

La lengua de Castilla (no sé cómo) aparece con fuerza. Aunque llega la última quiere competir con las primeras.

James Lea se refería al latín, al francés y al italiano. James Lea sí sabía por qué el español se codeaba con ellas, aunque, como hijo de Inglaterra que era, no iba a reconocerlo así como así. Se hizo el despistado entre paréntesis. Aquí empezaba un negocio editorial basado en el español que, más de cuatro siglos después, no sólo no ha terminado sino que prevé un auge considerable. La calidad de los escritores en lengua española no hizo sino consolidar ese embrión de español utilitario de los años del emperador. Decía entonces el italiano Fabio Franchi que si en Francia o Italia querían llenar un teatro, los empresarios no tenían más que anunciar en los carteles que se iba a representar una comedia de Lope, y con anunciarlo: "Les falta coliseo para tanta gente y caja para tanto dinero". Para los impresores, el caso era editar una novela de Cervantes, autor que tenía crédito y público entre la gente culta europea: dos nobles franceses, lectores suyos de paso por España, quisieron conocerlo personalmente porque seguían con gusto todas sus obras. Se llevaron una sorpresa de lo más agradable cuando les dijeron que el impresor Juan de la Cuesta acababa de publicar otra más de su admirado Cervantes: una curiosa novela que trataba sobre las manías un hidalgo manchego trastornado por los libros de caballerías. La novela al parecer, entretenía e iba para éxito de ventas. Se la llevaron a Francia.

La presencia internacional del español, sin embargo, estaba sujeta a los avatares de la política. En el vocabulario políglota de los holandeses ]akobszoon y Bouwenszoon editado en Leyden en 1585 el español desaparece y cede el paso a una lengua rara por aquellos años en este tipo de obras: el inglés. Un mal año para los nacionalistas holandeses aquel de 1585. Alejandro Farnesio, general a las órdenes de Felipe II, había aplastado su rebelión y tomado Amberes. La situación para los Países Bajos estaba perdida hasta que Isabel I de Inglaterra, temerosa de que los españoles, sin enemigos de peso en Holanda, accedieran cómodamente a Inglaterra, envió un ejército al mando del conde de Leicester precisamente en ese año. Ya hacía tiempo, por otra parte, que Inglaterra ayudaba a los corsarios holandeses que operaban en el mar del Norte. Isabel gana simpatías entre los nacionalistas holandeses. Felipe pierde crédito. Jakobszoon y Bouwenszoon resumen a su modo la pugna del momento y en sus Colloques, Ov Dialogues, Avec Un Dictionaire en Quatre langues: Flamen, Anglois, François & Latin desaparece el español. Años después, los catalanes serían más prácticos que ]akobszoon: la mayoría de los panfletos que justificaban su revuelta contra Felipe IV, distribuidos con profusión por Europa entre 1640 y 1652, se redactaron en español. Como reza uno de ellos, titulado Secretos públicos, iban en dicha lengua "para que lo restante del mundo sepa la justicia y la razón que en todos sus procedimientos ha tenido Cataluña".

De aquellos años son otras costumbres: empieza la tradicional polémica sobre el nombre de la lengua, que establecen los gramáticos en estos términos: "Castellana es nombre ambicioso y lleno de envidia, pues es mas claro que la luz que los reinos de León y Aragón tienen mayor y mejor derecho a la lengua que no el reino de Castilla". El anónimo de Lovaina que se ha citado antes razonaba así: "Esta lengua de la cual damos aquí preceptos se llama española. Llámase así no porque en toda España se hable una sola lengua que sea universal a todos los habitadores de ella, porque hay otras muchas lenguas, sino porque la mayor parte de España la habla". Ciertos eruditos, sin embargo, como tampoco consideraban justo el nombre de española, propusieron el de vulgar: Varios siglos llevamos polemizando sobre el caso y todo indica que seguiremos así. Quizá sería oportuno llamar a nuestra lengua común cervantina, nombre que no tiene geografía y que nos ahorraría discusiones futuras.

Otra moda consistió en debatir cuál de las lenguas modernas se parecía más al latín. La moda tenía evidente calado político: ya que el latín fue lengua de un imperio, aquella de entre las europeas que más se le pareciera podría con todo derecho reclamar su condición de nueva lengua madre, hegemónica y de uso regular en el renovado Imperio Romano Germánico. Hay por aquellos años autores como Pedro de Lucena que escriben obras en un idioma que no se sabe si es latín hispanizado o español hecho latín. Había argumentos para todos los gustos con tal de demostrar esta pretensión de hija predilecta latina. He aquí uno muy común entonces: "Los españoles, así como los latinos, escriben como hablan y hablan como escriben". De esta pretensión se escapan los vasquistas de aquellos años del emperador Carlos. En opinión de Garibay, el más extremoso de todos, la única lengua española de pura cepa, la más antigua, la genuina, la racial, la que había sido común a toda la península no era otra que el vasco. El latín era una cosa moderna venida de Roma, que se acabó corrompiendo malamente por los pagos de Hispania entre visigodos, mozárabes, musulmanes y otros. La realidad es que, por aquellos años, no hay lengua europea que no disfrute de apologías sobre su nobleza y pujanza; en unas ocasiones tienen fuerte contenido patriótico; en otras encierran curiosas predicciones, como la que hacía el poeta inglés Samuel Daniels en 1599: "Y quién sabe si con el tiempo podremos aventar/ El tesoro de nuestra lengua, a qué extrañas orillas/ Puede ser enviado este beneficio de nuestra mejor gloria".

Como su lengua la aprendían los demás, los españoles que salían por el mundo -y sobre todo si eran castellanos de pura cepa apenas tenían ganas de aprender idiomas. Los estudiantes de la Universidad de Lovaina, si procedían de España, raro era que aprendieran francés o flamenco. Por eso los conocían. Los nobles predicaban con el ejemplo no atendiendo a nada que no fuera dicho en español. Salvo los que estaban regalándose la vida en Italia, coleccionando cuadros del Tiziano o comentando en los corrillos palaciegos los versos del Orlando furioso, que ésos sí llegaban a hablar italiano con mucha soltura, el resto nobiliario era poco políglota. Cuando el barcelonés Luis de Requesens parte como gobernador a los Países Bajos va asustado porque él sólo habla catalán, español y francés muy rudimentario.

A los soldados destinados en tercios italianos también se les quedaba algo de lo que hablaban en Milán, Roma o Nápoles. Los nobles que fueron a Londres con el príncipe Felipe no sabían inglés y el propio príncipe no se apartó allí nunca de su lengua. Los que salían a Centroeuropa apenas se manejaban con el latín -otra lengua menos practicada de lo que parecería en la Corte española-; para Alemania, Países Bajos, Viena o Chequia había que elegir gente de Cataluña o Valencia, que en algunos casos -como el del valenciano Juan de Boljahabían estado idiomáticamente menos aislados que los castellanos o se habían preocupado de estudiar latín. El propio Felipe II, que recomendaba para sus hijos el aprendizaje del latín, el portugués y el francés, él mismo, dominar bien, lo que se dice bien, sólo dominaba el español. Para la Corte española, la administración plurilingüe de tanto reino era un quebradero de cabeza. Pero, en cierto sentido, les ocurría a los españoles de entonces lo que les ocurre a los anglohablantes de hoy: en términos generales, son la gente menos práctica que hay en idiomas porque muchísima gente por el mundo es práctica en el suyo.