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El discurso inclusivista y los vampiros

Fernando Alfón*

En aquellos bosques de Japón que sirvieron de grandes campos de batalla, se dice que de tanto beber la sangre derramada, los árboles se convierten en monstruos, los jubokkos. Cuando la tierra se reseca, los jubokkos se ven forzados al vampirismo y capturan a los desprevenidos que se internan en el bosque.A menudo, los campesinos cortan las ramas de aquellos árboles hasta que salga la rojiza savia. ¿Qué otra prueba se necesita para demostrar que se trata de sangre? Si bajo aquella influencia nipona, a alguien se le ocurriera que todos los árboles del planeta adquieren formas amenazantes y lograra convencer de ello a un considerable número de personas, no sería raro que al cabo de los años pretendieran talarlos. Es inútil intentar una refutación de esa amenaza, porque los taladores nos cansarán con imágenes muy elocuentes de árboles con formas aberrantes odiabólicas.

         Con el lenguaje inclusivo sucedió algo similar. De pronto a un grupo de personas le resultó que la lengua era como esos árboles monstruosos y se lanzó a imaginar todo tipo de podas. La razón de esa monstruosidad radicaba en su carácter patriarcal, que se dedujo de la presunción de que algunas de sus formas ocultan todo aquello que no sea varón. Luego, ese ocultamiento en la lengua se traduce en una violencia simbólica, primer nivel de una escala que puede continuar con un maltrato físico o incluso con la muerte.

Los argumentos pueden ser pobres, pero los males que se le asocian son muy elocuentes. Y a menudo, un mal lo suficientemente malo sirve para demostrar cualquier idea, incluso una idea muy mala. Hablar una determinada lengua es una cuestión idiomática; matar a una persona es un crimen; pero he aquí que en el alquímico caso del lenguaje inclusivo se han asociado al punto que decir todos es —en algún grado de la complicidad— estar consintiendo el crimen. Lingüística y delito; lingüistas hablando de delitos; o peor aún, juristas legislando sobre la lengua.

Para establecer algún vínculo entre lengua y violencia, no alcanza con publicar las cifras de crímenes. Hay que establecer la sujeción entre una palabra y el acto criminal; pero como esa sujeción no se puede probar, se dice que la lengua es sutilmente violenta; que el mero hecho de hablar es un abuso. La langue est fasciste, dijo un crítico francés en 1977, dejándonos ese ligero sabor a lo irremediable, a que si todo es violencia, nada es violento. Si hemos podido trascender esa fatalidad, es porque aprendimos bien que lo único que puede ser fascista es el discurso, y temo que lo es muy a menudo. La distinción es indispensable, porque un discurso es el conjunto de ideas más o menos automáticas que aplicamos para expresar e interpretar ciertas cuestiones; mientras que una lengua es un sistema lingüístico a partir del cual un conjunto de personas se comunica.

Considerado de este modo, el lenguaje inclusivo no es más que un discurso; un discurso sobre la lengua. Desde luego que al bautizarlo lenguaje se hizo un uso laxo de esa voz, pero al llamarlo lenguaje tendemos a creer que es un fenómeno de la lengua y ahí ya estamos a un paso de ir a echar mano a la gramática. Entonces aparecen quienes lo salen a cascotear con los dictámenes de la Real Academia. Error. El discurso inclusivista no se encuentra en un limbo normativo, ni espera ser reconocido por las autoridades de la lengua. La voluntad de excepción encuentra su razón más íntima en la obsesión por la norma. De aquí que no es a fuerza de guías o breviarios de gramática que se lo sosiega. Es como si se creyera que el temor por los jubokkos radica en un mal aprendizaje de la botánica. Son cosas distintas, que por razones discursivas se presentan como idénticas. Veámoslo más de cerca.

         La razón por la que se creyó que este asunto discursivo se reducía a un problema gramatical comienza en la sustitución del genérico masculino; luego, como esa sustitución altera el uso gramatical acostumbrado, se hace muy visible, descuella. Se suele creer, por tanto, que el discurso inclusivista es solo esa marca, la e, el todes, les niñes, o cualquiera de sus variantes. Luego, como lo vemos expresado en la lengua, nos resulta natural atenderlo como una cuestión gramatical, léxica o semántica. La gramática no nos puede ayudar mucho en cuestiones discursivas y su aporte en esta discusión es muy austero. Cabe en cuatro párrafos.

Hay lenguas que se constituyeron con dos géneros gramaticales, otras con tres, o con más de tres. Lo más común fue aquellas a las que les bastó un solo género para llamar a todas las cosas, como el inglés. Eso obedeció a un proceso interno de las lenguas, cuyos hablantes vieron avanzar o retroceder el machismo de forma despareja, pues eran fenómenos independientes. Los géneros gramaticales no siguen a la historia de la sexualidad. La razón por la cual los genéricos en español son masculinos es arbitraria, la misma arbitrariedad por la que algunos de ellos terminan con la vocal -a: como artista, criatura, persona, poeta. Si en frases como los doctores son especialistas el patriarcado ocultó deliberadamente a las doctoras, no veo por qué razón en las frases como todas las personas inteligentes o todas las criaturas vivas hubiera querido ocultar a los varones. ¿Se trata de un monstruo esquizofrénico? No. El problema, aquí, es que a partir de una mala interpretación de cómo se formaron las palabras se desprenden preguntas sin respuesta.

Ahora bien, supongamos que nada de esto ha sido arbitrario y que la universalidad de uno de los géneros gramaticales se impuso en una época en que un grupo de guerreros —todos varones— se reunió en un castillo medieval y dictaminó que el género gramatical masculino sea universal, capricho que, a sable y cuchillo, lo impuso al fragor de las conquistas. Bien. Si ese es su origen bárbaro, se diluyó y ya no queda nada de aquellos rudos varones gramaticosos. En el universal ya no se ve representada la virilidad. Es como cuando decimos ojalá; nadie siente que fue inoculado por un grupo de musulmanes para que invoquemos el nombre de su dios (¡Oh, Alá!). O cuando decimos adiós (¡a Dios!); no adscribimos a la idea de Trinidad ni quedamos vinculados a los crímenes de la Inquisición. Podemos seguir diciendo castellano sin promover la restitución de los castillos ni consentir los sacrificios ejecutados en sus muros. Si la asignación de uno de los dos géneros gramaticales como universal fue originalmente patriarcal, no lo fue después en su uso ni lo es hoy día, y en cuestiones de lenguaje, como dijo el poeta latino: el uso es el que manda («Arte poética», 70-72).

Si el universal masculino invisibilizó a todo lo que no sea varón, deberíamos tener pruebas: cartas, poemas, diarios personales o cualquier otra escritura en que todo aquel que no se identificara con el universal impuestodenunciara su exclusión. Pero cuando vamos a buscarlas, lo que encontramos son pruebas concluyentes de lo contrario, de que el género elegido para cumplir la función de universal realizaba muy bien su tarea. Sin duda que ahora ese universal está siendo impugnado por algunos, pero es un ahora reciente. En perspectiva histórica, sucedió esta mañana. De modo que no es inherente al universal —todos, nosotros, ellos— sino que es una valoración actual sobre él.

Disponemos de unos diez siglos de escritura en español —diez siglos registrados— en el que el pronombre indefinido plural todos incluía a todos, no solo a los varones, y todos se sentían interpelados o nombrados a partir de ese pronombre. Desde las Glosas Emilianenses y Silenses (siglo X) hasta la actualidad, los registros nos informan que el todos cumplía la función efectiva de ser el pronombre personal indefinido plural. Para postular que siempre ha sido excluyente —insisto—se debería demostrar. Pero como eso no se puede demostrar, cuanto menos siguiendo los métodos de las ciencias del lenguaje, ahí se apilan los cuerpos de personas que murieron a manos de algún criminal y se lo achacan a la lengua. Esos cuerpos, ahora, funcionan como extorsión: «¡ojo cómo hablás, porque te endilgamos estos muertos!». Ahora sí se puede decir que hay personas que no se sienten incluidas en el pronombre todos, pero es un ahora muy reciente —vuelvo a insistir—ahora que de repente los árboles tienen formas amenazantes. Ahora que despertamos a un monstruo, lo más probable es que nos asuste.

         Si en un futuro los hablantes de español dejáramos de atribuirle al todos la función pronominal indefinida que desempeñó durante siglos, es porque esa función la cumplirá otra palabra. Esa palabra será cualquier palabra, a menos que creamos, a la manera de Crátilo, que cada cosa viene con su palabra natural adosada. Lo que en español llamamos todos; en inglés lo llaman everyone. Una misma cosa con diversidad de escritura, diversidad de sonidos y diversidad de género. Entre la palabra y la cosa no actúa una justicia universal. Si hubo un monstro que impuso que todos sea masculino en español, no se explica por qué razón le haya resultado indiferente en inglés. (A propósito del inglés —lengua cuya indiferencia a los géneros parecería haber realizado con creces las demandas del discurso inclusivista— podríamos preguntarles a los campesinos británicos o a las rudas clases populares de los Estados Unidos cómo les va con el patriarcado).

         Impugnar al todos en nombre de que oculta y viola es como decir que alguien —una época, un sistema— lo impuso deliberadamente, y si fue deliberado es porque desplazó el pronombre natural. ¿Cuál sería la forma de ese pronombre, la forma inclusiva, silenciada o prohibida? No responda, lector, no caiga en la trampa de dejarse conducir por razonamientos socráticos. No hay tal palabra, pero a algunos se les ocurrió que sí la hay, y que ahora se liberó de su mazmorra milenaria o bajó del cielo. Esa palabra es todes. ¡Mágico! ¿Quién dictaminó que esa palabra incluye a todos? ¿Se probó que esa inclusión sea efectiva? ¿Hay algún estudio que lo demuestre —que no siga, ¡por favor!,el mismo método con el que se demuestra la existencia de los vampiros?—. A mí me basta con una simple observación empírica para afirmar que no. Pero quien dudara de mis observaciones empíricas, podría encargar por sí mismo una modesta encuesta bajo las preguntas: ¿Usted usa el todes? ¿Se siente interpelado cuando alguien dice todes? Recuérdese, cuando se haga la encuesta, que hablamos español unos varios millones de personas en todo el mundo, y que no cursan todos en las aulas universitarias de las grandes urbes.

         Mientras esperamos los resultados, ya podemos ir adelantando la gran paradoja de que, en nombre de la inclusión, un conjunto de personas usa un pronombre en el que la mayoría de los hablantes no se siente incluido. Esos hablantes no son hombres peludos que aguardan agazapados de tras de los árboles, al caer la tarde, a ver a qué víctima le morderán el cuello. Son hablantes muy diversos, que avanzan por las avenidas más populosas de Buenos Aires, recorren las barriadas de México y pasean por los grandes mercados de Nueva York, Quito o Asunción. Son varones, mujeres e incluso indiferentes a estas dos grandes convenciones. Es un movimiento abrumador y a la vez silencioso. Los sanadores de la lengua desearían lavarles la boca a todos y esclarecerlos de golpe, pero son tantos que no resulta fácil hacer escarmentar a una comunidad tan diversa. Esa multitud tiene la costumbre, desde hace siglos, de hacer lo que quiere con la lengua, y la costumbre, también muy arraigada, de no entregarle la lengua al primer curandero que, en nombre de poderes salvíficos, augura extirparle todas sus máculas.

* Fernando Alfón es escritor y ensayista. Se doctoró en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNLP, donde también es docente. Su último libro es la compilación de ensayos La lengua propia (Contramar).