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Educación y lengua vehicular. La RAE toma la palabra

Monasterio de San Millán de la Cogolla

José del Valle

El aporte principal de España a Hispanoamérica … ha sido la lengua, el castellano o español que reemplazó a las mil quinientas … lenguas, dialectos y vocabularios que hablaban en América del Sur las tribus, pueblos e imperios. Como no se entendían, vivieron muchos siglos entregados al pasatiempo de entrematarse.

Mario Vargas Llosa (El País, 5 de diciembre de 2020)

 

La toma de la palabra: corazón de la glotopolítica

¿Quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién seña? ¿Quién puede hablar, escribir y señar? ¿Quién da la palabra? ¿Quién la toma? ¿Quién interrumpe? ¿Quién puede interrumpir? ¿Quién quita la palabra? ¿Quién puede despreciar la voz como ruido? ¿Quién puede transformar el ruido en voz? ¿Quién legisla la separación entre ruido y voz? Y, sobre todo, ¿por qué y para qué?

Tan tan mala

Pues a mí me gustó. Sí, me refiero a la columna de Vargas Llosa del 6 de diciembre; la que tituló “La lengua oculta”. Me gustó porque, al hilo de la lectura, la voz autorial despertaba en mí un sentimiento de ternura; como el que inspira, por ejemplo, un viejo tío ya gagá al que, por más que uno supiera de derechas, se le admiró toda la vida su erudición, su gracia y su empaque bradominesco. Me gustó casi como me gustan las novelas tan tan malas, los ensayos tan tan malos y las películas tan tan malas que las costuras de su fabricación, de tan visibles, se acercan a completar el bucle, a revelarse conscientes de sí mismas y a convertirse en brochazos expresionistas, en guiño irónico cervantino, en apuesta estética provocadora. Claro está que para suscitar esta asociación, estas obras tienen que ser malas malas pero que muy malas, y las voces autoriales tienen que sonar cándidas como el chorro de pis de un niño que orina contra un muro. Lamentablemente, la columna del marqués (no de Bradomín, pero sí de Vargas Llosa) solo cumple con la primera de las condiciones: es mala mala pero que muy mala; desde la groseramente falseada base evidencial sobre la que pretende sostenerse hasta la ausencia total de imaginación en la invocación del improperio. Pero cándida no es. Porque la lengua espléndida de Mario Vargas Llosa no se nos oculta, y alcanzamos por ello a ver lo siniestro de la lengua del marqués con su despliegue patriotero de desmanes factuales, dislates verbales y tópicos ñoños con los que la voxtrema derecha se va a chupar los dedos.

Habeas corpus

  • El 18 de noviembre se debate en el Congreso de los Diputados de España el Proyecto de Ley Orgánica de modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOmLOE), más conocida (¡afortunadamente!) como Ley Celaá, por el apellido de la ministra que la defiende.
  • El día 19 del mismo mes el Congreso aprueba el proyecto con 177 votos a favor, 148 en contra y 17 abstenciones.
  • El mismo día 19 se hace público el “Comunicado de la Real Academia Española sobre la educación en español en las comunidades autónomas bilingües”.
  • El 25 de noviembre el proyecto ingresa al Senado.
  • El 28 de noviembre el director de la RAE, el jurista Santiago Muñoz Machado, publica una columna en El País titulada “Palabras nuevas”.
  • El 5 de diciembre el escritor y miembro de la RAE Mario Vargas Llosa publica en el mismo diario una columna titulada “La lengua oculta”.

Nada nuevo. ¿O sí?

La historia glotopolítica de la España posfranquista se puede trazar a lo largo de varios ejes que incuestionablemente se van entreverando. El primero, y quizás el más visible por la complejidad que presenta y por el histrionismo con que se manifiesta en la vida política del país y su representación mediática, es la organización del plurilingüismo en las comunidades autónomas con lengua propia. Otro es la promoción del español como valioso activo en los mercados lingüísticos globales y la organización de un sector proveedor de servicios y mercancías relacionados con su enseñanza. En este mismo terreno no ha sido menor el papel asignado a la lengua española y a las instituciones encargadas de su gestión en la promoción geopolítica del poder blando de España. Un tercer eje es la afirmación del español como sostén administrativo y cultural de la nación y el Estado, y como base del solar dejado por el imperio en el que se pretende construir el edificio panhispánico.

INCISO 1: Aunque estos tres resultan los más evidentes, y por lo mismo han recibido más atención mediática y académica, hay que reclamar la importancia de un cuarto eje (acaso, mejor, estructura reticular): el de las gentes movilizando los repertorios lingüísticos a que han tenido acceso; hablando, escribiendo y señando, ya sea aprovechando el valor de sus saberes lingüísticos o sorteando los obstáculos que les interpone la devaluación social de que son objeto.

 INCISO 2: La historia glotopolítica de la España reciente está atravesada tanto por las condiciones más inmediatas de cada acto de interacción verbal como por procesos que se despliegan en temporalidades de más alcance: la evolución del capitalismo y su trabado con procesos de construcción nacional, proyectos de organización de mercados transnacionales y los impactos de las nuevas tecnologías y las nuevas formas de (des)organización de la esfera pública. La singularidad española, por tanto, ha de pensarse sin caer en el tópico de la excepcionalidad de España.

Estos ejes de acción glotopolítica resultan inseparables de los desafíos afrontados por el establishment político de la España posfranquista: la legitimación de la monarquía parlamentaria, la naturalización de los valores de la democracia liberal, la plena integración del país en el sistema capitalista, su incorporación al sistema de defensa de Occidente y la articulación de un Estado que buena parte de la ciudadanía reivindica como plurinacional. La lengua será no solo una herramienta retórica esencial para justificar el nuevo orden sino también, al mismo tiempo, un símbolo en torno al cual se debatirá la legitimidad histórica y la utilidad del modelo político e institucional en desarrollo.

En este tramo de la historia glotopolítica de España, el archivo nos ofrece una notable profusión de elogios de la lengua española. Se trata de un género que, aunque no es en absoluto nuevo (y de su larga historia deja constancia Germán Bleiberg en su estupenda antología), empieza a adquirir valores propios en España muy pronto tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política en 1976. Veamos un ejemplo.

A poca gente se le escapará el valor simbólico que en la imagen filológica y pública del idioma posee el pueblo riojano de San Millán de la Cogolla. Tal valor se deriva principalmente del hecho de que en su monasterio (el de Yuso) se custodia el códice 60, testimonio de la complejidad lingüística de la Hispania medieval y depositario de las conocidas Glosas Emilianenses, anotaciones entre líneas y al margen de un texto latino a las que Dámaso Alonso se refirió como “el primer vagido de la lengua española”. El caso es que el padre fundador de la filología española Ramón Menéndez Pidal había datado (erróneamente, pero eso es lo de menos) la elaboracion de las glosas en 977. No es difícil imaginar el potencial que el emergente aparato cultural de la Transición española (tal vez lo que Guillem Martínez llamó CT, Cultura de la Transición) vio en la celebración del milenario en 1977, entre la aprobación de la Ley para la Reforma Política en 1976 y la Constitución de 1978. Se trataba de una oportunidad única para proyectar sobre la lengua los valores de la nueva España que se encontraba en vías de construcción en medio de disputas en torno a las formas políticas y modelos económicos más convenientes y justos. Un indicio del poder emblemático de la celebración de la lengua lo ofrece el hecho de que Correos de España inauguró lo que Guillermo Navarro Oltra ha llamado el canon filatélico de la transición con un sello conmemorativo del milenario de la lengua.

De los múltiples actos que tuvieron lugar en San Millán de la Cogolla, quisiera mencionar la inauguración el 14 de noviembre de 1977 de “El milenario de la lengua castellana” y reproducir aquí fragmentos del discurso pronunciado por el rey y jefe del estado Juan Carlos I:

Estoy hablando en tierras de la Rioja, ante todo a los riojanos que me escuchan; pero no pueden ser mis palabras para ellos solos, porque vengo a hablar de nuestra lengua común. A través de los riojanos mis palabras se dirigen a todos los españoles, y más allá del Océano, a los hombres y mujeres de Hispanoamérica que hablan español desde la cuna; a porciones considerables de habitantes de las islas Filipinas, que conservan y usan nuestro idioma; a tantas comunidades sefarditas dispersas por el mundo, que han guardado el castellano del siglo XV como prenda de identidad, como testimonio de fidelidad a lo que fue su patria y en algún sentido no ha dejado de serlo.

Al cabo del tiempo, ese romance que fue el castellano acabó por extenderse más allá de los confines de Castilla, no ya de la originaria, sino de todo el Reino de este nombre, para ser la lengua común y general de España entera y del conjunto de pueblos regidos por la Corona, a ambos lados del Atlántico.

Esta lengua en que os estoy hablando ha sido el vehículo de una cultura también muy compleja, nutrida de las raíces de la cultura clásica, griega y latina con injertos árabes y judíos y que a su vez vino a injertarse sobre las culturas aborígenes americanas, que en español han llegado a conocerse y entenderse, porque esta lengua como tal ha sido artífice de eso que nosotros llamamos América, que antes de ella era mera geografía ignorante de sí misma.

Este discurso (que, junto con el de Emilio Alarcos, he tratado con más detalle anteriormente) exhibe de manera obscena el carácter hispano-nacionalista y neoimperial de la imagen que el jefe del estado español dibuja de España, la América hispanohablante y el idioma español. La supuesta fidelidad de los sefarditas a “su patria” y la caracterización de la América precolombina como “mera geografía ignorante de sí misma” resultarían hilarantes si no fueran principios articuladores de políticas y prácticas racistas y discriminatorias.

Se podría decir: “Bueno, aquello era 1977, y desde entonces el modo de concebir de esas relaciones ha cambiado”. Pero el hecho es que no. No tanto al menos. Y aunque se han hecho notables esfuerzos por maquillar el fondo neocolonial de las políticas de la lengua, ahí está para probar la persistencia del discurso más burdamente racista y colonial la recientísima columna del escritor y miembro de la RAE Mario Vargas Llosa.

¿La RAE rae?

raer. 1. tr. Raspar algo con un instrumento áspero o cortante para quitar de su superficie pelos, sustancias adheridas, etc. Raer el cuero. (DLE, s.v. raer)

El lema original de la Academia (“Limpia, fija y da esplendor”) respondía a una intención profiláctica sobre el idioma y a una áspera acción condenatoria de adherencias indeseables. Y así fue que a lo largo de su historia el trabajo de la institución tuvo esta labor por muy principal entre sus diversos quehaceres. Sin embargo, en los años noventa del siglo veinte, se advirtió un notable giro que orientaba la acción de la RAE hacia una unidad lingüística que, ya garantizada la estabilidad gramatical y semántica del idioma, se definía principalmente en función de su valor simbólico como base ideológica de la pretendida comunidad panhispánica. Se entendió bien (algunos miembros mejor que otros) que tal estrategia requería, primero, la renuncia a la retórica cortante y áspera del purismo y, segundo, que la protección de la imagen de la RAE pasaba por aislarse de la lucha partidista y la actividad política contingente.

¿Qué pinta entonces la RAE metida en todo el lío político armado en torno a la Ley Celaá? Pues bastante, la verdad. Y todo parece indicar que quiere pintar más.

INCISO 3: Entre los asuntos polémicos de la propuesta de ley de educación defendida por la ministra Celaá en noviembre de 2020, se encontraba la ausencia de una declaración del español como lengua vehicular de las escuelas del territorio español. La ministra argumentó que la Constitución ya obliga a los gobiernos de las comunidades autónomas a garantizar que toda la ciudadanía aprenda la lengua oficial del Estado y proteger el derecho a usarlo, lo cual hace innecesaria la reiteración. Los partidos de derechas interpretaron la omisión como una concesión a los partidos nacionalistas catalanes, vascos y gallego que ponía en peligro al español en las respectivas comunidades.

Fíjense que mucho más atendible que la grotesca columna del marqués de Vargas Llosa es la del actual director de la corporación Santiago Muñoz Machado, publicada pocos días antes que la del escritor y pocos después de que la Academia hiciera público su comunicado “sobre la educación en español en las comunidades autónomas bilingües”. De este último se destilan tres ideas: primero, la preocupación por que “el futuro texto legal [la Ley Celaá] no ponga en cuestión el uso del español en ningún territorio del Estado”; segundo, la advertencia de que la preservación de la gran “comunidad cultural” anclada en el español “obliga a todos los gobiernos, especialmente el de España, a garantizar su conocimiento y libre utilización”; y tercero, la disposición de la RAE a prestar asesoramiento al Gobierno y al legislador. Así que aquí tenemos a la noble institución metida en medio de uno de los temas que más polarizaron el espectro político español a finales del 2020.

Y por si el comunicado fuera poco, el director Muñoz Machado salió a la palestra a través de El País reiterando lo dicho y mostrando el decidido y explícito giro político de la corporación:

Nos ha parecido que era un gesto debido que la RAE mostrase su inquietud por una cuestión lingüística que cae de lleno en el ámbito de sus competencias, pero hemos reconocido, de modo leal y abierto, que el presidente Sánchez ha tenido siempre una atención a la Academia muy superior a la de cualquiera de sus antecesores, y que ha entendido muy bien que la preocupación por la institución cultural más importante, a escala nacional y global, de nuestro país, es una cuestión de Estado

Este episodio me inclina a pensar que la elección de Muñóz Machado como director pudiera ser la más trascendente en la historia de la institución desde que en 1925 se eligiera a Ramón Ménéndez Pidal. Aquel nombramiento marcó el inicio de la era de los filólogos, de lo que podríamos llamar la política de la profesionalización académica: el protagonismo de expertos legitimaría la actividad prescriptiva y a la vez pondría la función ideológica de la corporación a resguardo de acusaciones de parcialidad partidista. Pero ese ciclo de casi un siglo pudiera haberse cerrado. La dirección de la RAE cae en manos de un jurista, quien, según El País, “trabajó durante la Transición en la Presidencia del Gobierno y participó en la elaboración del proyecto de la Constitución” y que exhibe, en contraste con sus predecesores, un claro perfil de gestor económico.

En la cita anterior vemos a Muñoz Machado pasar con pies de gato por la evidente regañina de la corporación al gobierno, complementando la de cal con la arena del elogio al presidente del gobierno. El tiempo dirá cómo administra el nuevo director los diversos capitales que se le han encomendado: el dinero contante y sonante, claro, pero también la imagen de proyecto de Estado meticulosamente construida por los filólogos (con particular destreza por Víctor García de la Concha) durante los últimos veinte años.

Palabras nuevas e ideas viejas

Pues a mí me gustan. Me gustan los rituales que anuncian la inminente llegada de un nuevo calendario haciendo acopio de los sucesos destacables del año aún en curso. Son los primeros borradores del ejercicio colectivo de memorialización; de la ansiosa selección de un archivo del recuerdo que ha de dar sentido a lo vivido, ayer, hoy y mañana. La RAE se suma, claro, a estos rituales, y fue así que su director escribió para El País el ya mencionado “Palabras nuevas”. Astuto. Muy astuto Muñoz Machado en su intervención personal en el evento que él mismo retrata como “un interesante espectáculo cultural, social, político y mediático”. Repasa someramente los criterios que informan la acción lexicográfica de la Academia, anuncia descartes y adiciones y, sobre todo, da una abrazo de oso a los críticos de la corporación: sabe bien que los antagonistas son parte constitutiva de su historia (¡que hablen de uno, aunque sea mal!), y que es precisamente en esa superficie normativa donde, disputa mediante, se forja (o se derrite) su autoridad. El elogio de los críticos, evidentemente, tiene una intención devastadora que se revela en un uso muy bien dosificado de la ironía: “los comentaristas más divertidos son los que se empeñan en atribuir a la Academia lo que no ha dicho”.

Eso sí, cuando se pone serio y le da por hacer historia política de la lengua, mete el pie en un lodazal del que, si sale, saldrá necesariamente empapado y embarrado. “La politización de la lengua comenzó con el constitucionalismo”. ¡Ahí queda eso! Y aquí queda esto, escrito por Elio Antonio de Nebrija en 1492: “después que vuestra Alteza metiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento aquellos ternían necessidad de recebir las leies quel vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi arte, podrían venir en el conocimiento della”. ¿No se acuerda, señor Muñoz Machado, de que siempre la lengua fue compañera del imperio? Sí. Sé que se acuerda. Igual que sé lo difíciles que resultan los juegos de manos necesarios para que la clase política sienta el peso de la institución al tiempo que se corre un tupido velo retórico sobre la incuestionable condición política de la Academia. Por eso en esta columna no le sale el trampantojo y el truco queda al descubierto en el torpe colofón: “La Real Academia Española se mantuvo al margen de la polémica y supo conservar su neutralidad política. Y así ha sido siempre”. Eso sí, esto que la RAE dijo acaba resultando tan “divertido” como los comentaristas que la critican por lo que no dijo.