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“Ha sido sin querer”: cómo eludir la culpa a través del lenguaje

No es lo mismo ‘lo hemos tirado’ que ‘se nos ha caído’ / Jelleke Vanooteghem / Unsplash

Andrea Ariño Bizarro (foto)* e Iraide Ibarretxe-Antuñano**

Hace poco fuimos testigos de una escena cotidiana que para nosotras, como psicolingüistas, se antojaba como una prueba empírica de que en español a veces podemos eludir la responsabilidad casi sin consecuencias…

Estábamos en una tienda de artesanía local llena de figuritas y piezas delicadas de esas que llevan el cartel de “no tocar”, para llevarnos algún recuerdo a casa, cuando de repente vimos a un niño y a una niña correteando entre las estanterías. Lo siguiente que oímos fue un “clonc”, un “crash” y un “ay”. Cuando el encargado de la tienda se acercó, los niños muy nerviosos dijeron al unísono: “¡Se ha caído!”. Pero la mirada inquisidora del dependiente dejaba claro que esa excusa no era creíble, por lo que enseguida reconocieron: “¡Ha sido sin querer! ¡Se nos ha caído!”. El dependiente, resignado, respondió: “¡Ya, ya, sin querer queriendo…!”, y sin mediar palabra, se fue a recoger los restos de la figurita malograda.

No sabemos si los padres tuvieron que abonar el importe de lo dañado o si los niños tuvieron alguna reprimenda, pero lo que sí sabemos es que esas palabras que ellos dijeron casi sin pensar, como si de un abracadabra se tratara, fueron las que transformaron una escena con responsables, es decir, con causantes de que se rompiera la figurita, en una situación accidental, es decir, con inocentes niños a los que les pasan cosas.

Y es que, en español, cuando se habla de causas y consecuencias, la intención es siempre lo que cuenta.

Pensar para hablar: ¿influyen las lenguas en nuestro pensamiento?

Pensar para hablar es el nombre con el que se engloban los estudios neorrelativistas que exploran si la lengua que uno habla influye de alguna manera en la cosmovisión del mundo que uno tiene.

Esta teoría fue iniciada por Benjamin L. Whorf a principios del siglo XX y renovada por el psicolingüista Dan I. Slobin a finales del mismo siglo. Defiende que las personas se ven guiadas por los recursos lingüísticos de la lengua que utilizan cuando recuerdan, prestan atención y expresan a través del lenguaje sus pensamientos. Esos recursos hacen que, ante una misma situación, los hablantes de lenguas diferentes perciban, se fijen y describan o ignoren aspectos distintos.

Por ejemplo, si tomamos el caso que nos ocupa, la causalidad, pronto descubriremos que es un concepto universal. Además de ser central para la cognición humana, todas las lenguas del mundo tienen recursos específicos para codificarla. Ahora bien, y aquí viene lo interesante, la forma en la que estas lenguas y, por ende, sus hablantes describen la causalidad es diferente.

Si los niños con los que empezábamos el artículo hubiesen sido de habla inglesa, entonces, tendrían que haber elegido o ser responsables de que la figura se cayera (we dropped it, “la tiramos”) o haberse escaqueado diciendo que fue la figura la que se cayó por sí sola (it fell, “se cayó”). Nada de medias tintas como en español, donde al decir “se nos cayó” reconocen que están involucrados (el “nos” los delata), pero declaran que no era su intención (el “se” los exonera).

Mucho más que palabras: pensar, juzgar y actuar

Todo esto podría quedarse únicamente en una diferencia descriptiva; una cuestión de elegir palabras diferentes en lenguas distintas.

Sin embargo, las investigaciones que se han llevado a cabo en el proyecto Causality Across Languages de la Universidad de Búfalo (EE. UU.) han mostrado que estas “meras” distinciones sí que afectan a la percepción que los hablantes tienen de la causalidad y en cómo piensan sobre ella.

En estos experimentos psicolingüísticos se pedía a hablantes de distintas lenguas del mundo que, después de ver una serie de vídeos donde se mostraban situaciones causales, decidieran quién era el responsable de lo que había pasado al final.

En cada situación, había dos actores involucrados que, accidentalmente (por ejemplo, por un tropiezo) o intencionalmente (por ejemplo, por un empujón), desencadenaban el resultado final (por ejemplo, una figura rota). Para que los participantes juzgaran la responsabilidad, utilizaron diez fichas idénticas que debían distribuir en tres círculos distintos que representaban a cada uno de los actores o a ninguno de ellos.

Los resultados mostraron cómo estas diferencias lingüísticas a la hora de describir los vídeos se reflejan también en cómo los hablantes entendían la responsabilidad de lo sucedido.

Para los hablantes de inglés, lo crucial era que alguien, queriendo o sin querer, había sido el agente o causador. Por eso siempre atribuían la responsabilidad a alguno de los actores. Sin embargo, para los hablantes de español, la intención de la persona era el detonante principal para decidir quién era responsable: a mayor premeditación, mayor grado de responsabilidad y, viceversa, cuanto más accidental era lo sucedido, a pesar del “desastroso” resultado final, más se escogía la opción de “nadie es responsable”.

De hecho, tanta es la importancia que damos a este aspecto que, además de en las palabras, también se reflejaba en la gestualidad: en la acción intencional, los gestos de los hablantes reproducían la acción del agente (el empujón), mientras que, en la accidental, describían otros aspectos como la manera en la que se tropezaba. Y es que el lenguaje es multimodal y tanto las palabras como los gestos son el espejo del alma de nuestro pensamiento.

Intenciones que sí tienen consecuencias

Hasta ahora nos hemos dedicado a explicar la causalidad en el laboratorio, pero la importancia de estos resultados transciende el entorno controlado de un experimento.

Conocer cómo se conceptualiza la causalidad no solo es imprescindible para conseguir escurrir el bulto en una tienda de artesanía, sino que tiene su aplicabilidad directa en el derecho penal de un país como España. Nos ayuda, por ejemplo, a entender por qué la mayor parte de los delitos de dolo catalogados en el ámbito jurídico se establecen a partir de la intención y voluntad que tenía el acusado del delito.

Por esta razón, ya no es casualidad, sino causalidad, que siempre queramos dejar claro que “se nos ha…”, y, por tanto, que no somos los culpables. Sabemos que, si no, nos puede ocurrir como al sospechoso hispanohablante que fue detenido en Estados Unidos por, presuntamente, asesinar a una mujer. Él declaraba repetidamente: “Se me cayó por las escaleras”. El policía preguntaba: “She fell or you dropped her?” y el intérprete traducía: “¿Se cayó o la botó?”. Tras repetirse una y otra vez ese bucle pregunta-respuesta, el sospechoso confesó: “Sí, sí. Se me cayó” y el intérprete tradujo: “Yes, I dropped her” (sí, yo la tiré).

Poco más que añadir, señoría… salvo insistir en que ser consciente de cuál es la cosmovisión del mundo que se filtra a través del lenguaje, como en el caso de la causalidad, puede ayudarnos a comprender por qué, en español, se pueden hacer las cosas sin querer queriendo.