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¿Qué pasó con el latín y el griego antiguos? La historia de dos lenguas

Marco Neves *

¿Cómo explicar el casi olvido del latín o su casi total modificación, cuando el latín fue una lengua mundial durante siglos? ¿Por qué no se produjo este fenómeno con otras lenguas de menor cobertura, como el griego? me pregunta un lector [1]. La pregunta está justificada: hoy en día nadie afirma tener el latín como lengua materna –aunque muchos siguen estudiándolo–, mientras que el griego lo hablan millones de personas en Grecia y Chipre.

Sin embargo, si analizamos detenidamente lo que ha sucedido con ambas lenguas, nos damos cuenta de que el latín nunca murió realmente, sino que cambió, y mucho. Pero eso también le pasó al griego...

Nota: muchas lenguas mueren, y mueren en una fecha determinada. ¿Qué fecha es esa? Yo diría que es el día en que muere el último hablante –o, quizás, es mejor decir que una lengua muere el día en que muere el penúltimo hablante, porque una lengua que no podemos utilizar para conversar con otra persona ya no es del todo una lengua[2]. Este no era el caso del latín. El latín nunca murió: siguió utilizándose en la vida cotidiana, sin interrupción, y acabó dividiéndose en varios dialectos que, a su vez, se convirtieron en la base de lenguas con normas y formas escritas particulares.

El griego, en cambio, sobrevivió de la misma manera que el latín: fue cambiando, convirtiéndose en otra cosa, como todas las lenguas. Las diferencias entre el caso del latín y el griego son que el griego no se dividió en varias lenguas y que damos el mismo nombre a la lengua tal y como se hablaba en la época clásica y en la actualidad. Sin embargo, las diferencias entre el griego antiguo y el moderno son comparables a las que existen entre el latín y, por ejemplo, el español [3].

Cinco lenguas durante siglos

Es comparando como entendemos lo que es común y lo que es diferente en lo que estamos estudiando. Mire el latín y el griego antiguo, pero también el árabe y el inglés.

Entre el latín y nuestras lenguas

El latín estaba asociado a una entidad política –el Imperio Romano– que en algún momento desaparece, al menos en su forma más reconocible. La lengua –en su forma popular– siguió hablándose en la calle y utilizándose por escrito. La escritura, mejor o peor, mantuvo la gramática y el léxico de la edad de oro de la literatura latina. El lenguaje de la calle, en cambio, no se detuvo.

El latín hablado fue cambiando a lo largo de los siglos, adoptando formas diferentes en los distintos territorios y tomando la forma de un continuo dialectal: la variación se produjo de forma gradual, sin fronteras marcadas entre los distintos dialectos del latín; todo el mundo se entendía con sus vecinos, pero los habitantes de los extremos apenas se entendían entre sí; por otro lado, los accidentes históricos y geográficos crearon fronteras más marcadas aquí y allá.

Con el tiempo –y estamos hablando de muchos siglos– algunas de las nuevas formas empezaron a individualizarse y varios reinos y condados las adoptaron como lenguas propias; estos dos procesos se alimentaron mutuamente.

Es cierto que las lenguas neolatinas son bastante diferentes del latín, pero nunca hubo un momento en el que se pudiera decir: el latín murió y nació el portugués, el castellano, el catalán, el francés, el italiano, el rumano u otra de las lenguas latinas. La transformación del latín en las lenguas neolatinas fue un proceso continuo, y también complejo, con diversas influencias de lenguas anteriores y de lenguas vecinas, entre otros interesantes episodios de una trama que solo conocemos parcialmente.

Del mismo modo, incluso durante los siglos en que la lengua tenía el nombre de latín y se asemejaba a la que conocemos por las gramáticas latinas, su gramática y su léxico nunca se detuvieron. El latín tenía una norma escrita y oral, pero variaba, en el espacio y en el tiempo. El propio latín procedía ya de lenguas anteriores, que no murieron: se transformaron en latín... [4].

Paralelamente a su transformación en lenguas neolatinas, el latín escrito siguió siendo importante en muchos ámbitos –empezando por el eclesiástico–, en los que se sigue utilizando y aprendiendo hoy en día. Es, de hecho, un caso extraordinario de supervivencia lingüística.

Todavía tenemos gramáticas, diccionarios y una inmensa literatura en latín –si pensamos que toda lengua es un río que fluye por valles sin luz y bosques oscuros hasta llegar a lo que es hoy, el latín es un trozo de río iluminado por mil focos. Pero el río vino de atrás y siguió adelante.

Entre el griego y el inglés

El griego pasó por el mismo proceso, pero sin la división en varias normas escritas. El griego clásico nunca dejó de estudiarse, al menos como forma de acceder a la literatura de la antigüedad, pero el griego de la calle fue cambiando, como era de esperar, con tantos siglos de por medio y tantas cosas que pasaron, desde la existencia durante tantos siglos del Imperio bizantino hasta la integración de los territorios de habla griega en el Imperio otomano.

En los siglos XIX y XX se intentó acercar la lengua a su versión clásica. Este griego arcaico, llamado Katharévussa, se creó en el siglo XIX y llegó a adoptarse como lengua oficial de Grecia, hasta que el griego demótico, un estándar basado en el griego actual, fue declarado oficial en la década de 1970. Las luchas entre las dos versiones del griego eran terribles. Incluso hubo muertos, y aún hoy algunos lamentan que Katharévussa ya no sea oficial [5].

Otro caso similar, pero sin grandes luchas ni mártires lingüísticos conocidos, es el del inglés: el inglés antiguo es muy diferente del actual, tan diferente (o más) que el latín y el portugués. Sin embargo, el inglés, al igual que el griego, no se dividió.

¿O se dividió después de todo? Si queremos encontrar un paralelismo con el latín, podemos decir que el inglés estándar y el escocés, en Escocia, son dos lenguas neoinglesas, porque ambas nacieron del inglés antiguo y tienen su propia tradición literaria y de escritura...

¿Una lengua árabe o varias lenguas árabes?

El árabe es un caso curioso que reúne el proceso del latín y el griego. El árabe moderno estándar, que se enseña en las escuelas de los países árabes, es una especie de katharévussa: una versión arcaizante, conscientemente cercana al árabe clásico.

El prestigio del árabe estándar moderno es tan grande que, incluso entre los hablantes, no siempre se es consciente de la distancia que existe entre esta norma y el árabe que se habla realmente en la calle. Es posible escuchar a algunos arabófonos decir que el árabe, a diferencia de otras lenguas, no ha cambiado a lo largo de los siglos, permaneciendo más puro que otras lenguas.

Un marroquí que hable la lengua de su país se entenderá bastante bien con un argelino, pero le costará entender a un hablante del árabe popular de Omán, por ejemplo, tanto como a un portugués le costará entender a un rumano. Obsérvese que, a diferencia del caso del portugués y el rumano, los árabes aprenden una lengua común en la escuela y, por tanto, cuando se enfrentan a un hablante de una lengua árabe muy lejana, utilizan el árabe moderno estándar, una lengua que rara vez hablan en casa.

Todo esto sucede de forma natural, a veces sin saber que hay un cambio entre el árabe particular de su tierra natal y el árabe estándar. Esta coexistencia de dos lenguas en un mismo territorio que se utilizan en situaciones diferentes se denomina técnicamente diglosia. Esto también ocurre, por ejemplo, en la Suiza alemana, donde el alemán suizo se utiliza en la vida cotidiana, pero el alemán estándar se emplea en la escritura y en situaciones formales, y hay una distancia considerable entre ambos [6].

Las gramáticas de los distintos árabes –algunos las llamarán dialectos, mientras que otros no dudarán en utilizar el término “lenguas”– son ya muy distintas, pero existe un cierto continuum dialectal, e incluso también algunas formas con individualidad, lo que nos permite hablar de árabe marroquí, árabe egipcio, etc. Cualquiera de estas formas árabes podría dar lugar a un nuevo patrón, con otro nombre, al igual que el latín popular del noroeste de la Península Ibérica dio lugar al portugués.

De hecho, la forma de árabe hablada en una isla mediterránea con fuertes influencias italianas se ganó un estándar y un nombre: hablo del maltés, una de las lenguas oficiales de la Unión Europea (para ser más precisos, el maltés desciende del árabe siciliano, una observación que abre el apetito por la historia del árabe en el Mediterráneo).

¿Eran las lenguas antiguas más perfectas?

El árabe estándar moderno, que une a todos los países de habla árabe, permite la comunicación entre hablantes de lenguas orales muy diferentes. Su tradicional vínculo con el árabe clásico le confiere un aura sagrada; en este caso, literalmente sagrada, ya que el árabe clásico es la lengua en la que está escrito el Corán. Dada la tradición religiosa y literaria asociada a la lengua escrita, es natural que muchos hablantes consideren las lenguas orales que se hablan realmente en la vida cotidiana como representaciones imperfectas de la lengua árabe perfecta que encuentran en la escritura. En otras palabras, caen en la tentación de asociar la riqueza literaria y cultural de una determinada forma lingüística con sus características intrínsecas, como si la gramática del árabe clásico –y del árabe estándar, por asociación– fuera más perfecta que la de las lenguas más recientes.

Los hablantes de lenguas latinas también hemos caído en esta tentación. Cuando observamos el latín y el griego antiguo, a veces tenemos la sensación de que son dos lenguas intrínsecamente especiales, es decir, gramaticalmente más perfectas y bellas que todo lo que vino antes y todo lo que vino después. Esto se debe a que solo tenemos acceso a esos períodos de la historia de la lengua a través de la escritura: parecen más pulidos, más comedidos, menos sujetos a los errores y fechorías que vemos a nuestro alrededor. Pero lo mismo pensaríamos de cualquier lengua si solo quedara la literatura y si ésta tenía la importancia que tienen para nosotros las obras en latín y griego antiguo, con milenios de lecturas, comentarios y estudios a sus espaldas. Nótese que no estoy ni mucho menos devaluando el latín y el griego antiguo, sino todo lo contrario. Lo que digo es justo esto: la importancia de estas lenguas no tiene que ver con sus características gramaticales, sino con la belleza y el peso de lo que hemos hecho con ellas [7].

No digo que no haya algunos detalles gramaticales deslumbrantes. Por ejemplo, tanto el latín como el griego tienen casos, que nos parecen una forma especialmente lacónica de construir oraciones. Para nosotros, hablantes de lenguas más analíticas, el latín y el griego nos ofrecen una matemática sintáctica desafiante. Lo confieso: a mí también me intrigan los casos, pero desde un punto de vista estrictamente lingüístico, el latín y el griego antiguo no son especiales en este sentido. Pero desde un ángulo lingüístico, el latín y el griego antiguo no son especiales en este sentido.

Del mismo modo, también debemos evitar caer en la tentación de considerar los significados de las palabras latinas y griegas como más genuinos que los significados que esas mismas palabras –u otras por ellas– adquirieron posteriormente, en el paso a las lenguas latinas de hoy. Los lingüistas tienen incluso un nombre para esta sensación de que aquellos significados eran de alguna manera mejores que nuestros nuevos significados: estamos ante la falacia etimológica, la creencia de que el “verdadero” significado de las palabras se encuentra en las formas más antiguas.

Hay que admitirlo: es difícil resistirse a la tentación de ver las nuevas acepciones como tergiversaciones, pero recordemos que, en latín como en todas las lenguas, muchas palabras proceden de formas más antiguas, con cambios de significado más o menos radicales. Al fin y al cabo, incluso la palabra latina para “hijo” procedía de la palabra protoindoeuropea para “mamón”... [7] Digamos que, a juzgar por la muestra de lo que ocurrió entre el indoeuropeo y el latín, fuimos amables con lo que hicimos con las palabras de los romanos...

(Un pequeño añadido, a raíz de un comentario al artículo: lo que digo arriba es una forma de subrayar la importancia del latín, una importancia que no siempre se le reconoce. No solo nos da acceso a una literatura y una cultura que son los cimientos de nuestra cultura –y lo mismo podría decirse del griego, de otra manera–, sino que, lingüísticamente, constituye una etapa fundamental en el desarrollo del lenguaje, que está disponible por escrito, lo que nos permite comprender la historia de muchas de las palabras y conceptos que utilizamos hoy. El propio reconocimiento de los cambios de forma y significado de algunas palabras desde el latín hasta nuestros días solo es posible si conocemos la lengua. En resumen: este texto es un homenaje al latín, nombre de una fase muy rica de nuestra lengua).

¿El cambio no se detiene nunca?

¿Es posible mantener una lengua inmóvil durante siglos? Si se enseña bien una lengua en las escuelas, ¿es posible cristalizarla en una forma estable, tanto escrita como oral? La misma pregunta de otra manera: ¿sería posible que hoy siguiéramos hablando latín si el Imperio Romano hubiera sobrevivido (y tuviera buenas escuelas)?

La respuesta solo puede ser no. La gramática de nuestra lengua materna, por mucho que se ponga en orden y se afine, no se aprende en sus aspectos fundamentales en la escuela: en la escuela aprendemos los registros y la escritura más formales. Incluso imaginando un sistema escolar perfecto, en el que toda la población aprendiera a escribir sin dificultad, sería prácticamente imposible detener el cambio lingüístico.

La cuestión tiene una base biológica. No somos robots que aprenden reglas simples y explícitas. Nuestros cerebros reconstruyen el lenguaje en los primeros años y lo hacen de una manera que no puede sino sorprendernos. Sin embargo, siempre hay pequeñas imperfecciones en esa reconstrucción. Entonces, como cada persona es diferente, en el cerebro, en la forma de su garganta y boca, y en las experiencias que vive y las palabras que dice, cada hablante está expuesto a materiales ligeramente diferentes. Por otra parte, el sistema lingüístico es mucho más complejo de lo que creemos. Hay variaciones regionales, sociales, situacionales, temporales... Esta variación forma parte de las características que encontramos en todas las lenguas del mundo. No hay lenguaje, por ejemplo, que no cambie según la formalidad de la situación. Esta variación nunca es absolutamente estable y siempre hay intrusiones de formas de diferentes regiones, clases o situaciones entre sí, como síntoma de una sociedad que funciona, en las interacciones siempre imprevisibles de todos sus elementos. La variedad lingüística en una sociedad dinámica implica que las diferentes formas existentes en una lengua varían, a lo largo del tiempo, en frecuencia de uso y prestigio social, siendo éste uno de los motores del cambio lingüístico. (También hay mucho de aleatorio en los procesos de cambio, hecho que alarma a muchos, pero es innegable y una de las constantes del lenguaje humano). [9]

Tenga en cuenta que el cambio lingüístico no siempre se produce a la misma velocidad, aunque es difícil ver cuándo se acelera o desacelera: la norma y la escritura a veces ocultan los cambios y es difícil cuantificar y medir estos procesos. Lo que sí es cierto es que las lenguas pasan por períodos de cambio más rápido. Por ejemplo, cuando se produce una ruptura en la transmisión entre generaciones y los niños tienen que reinventar grandes partes de la gramática (un proceso llamado criollización); o cuando muchos adultos aprenden una lengua lejos de la edad en que el proceso de aprendizaje es más natural, machacando la gramática y llevándola a una cierta simplificación y limpieza. Es lo que ocurrió con las grandes lenguas imperiales, como el inglés y el persa [10]. Luego hay momentos en los que la norma escrita ya no es tan prestigiosa como lo era y la lengua se siente más libre –también fue el caso del inglés en la época del prestigio del francés normando como lengua de la corte. La influencia de otras lenguas también ejerce una presión más o menos marcada sobre una lengua en determinados períodos de la historia.

Todo esto para decir: aunque el Imperio Romano no hubiera terminado, el latín que hablaríamos hoy sería muy diferente del latín clásico, al igual que el árabe de hoy no es la lengua de la época de Mahoma, ni el griego moderno es el griego de Pericles. El Imperio terminó, es cierto. A pesar de ello, su lenguaje permaneció en boca de los hablantes. Lejos de morir, hizo lo que todas las lenguas vivas: cambió a lo largo de los siglos hasta llegar a nuestras bocas con diferentes nombres.

Notas y referencias

[1] La pregunta se formuló como comentario al artículo “Breve historia de las lenguas”.

[2] Hace unos meses me referí al caso del dálmata, una lengua latina que se habló durante siglos en las costas del Adriático y que desapareció en el siglo XIX, en este artículo: “¿Qué perdemos cuando muere una lengua?” (Febrero 2018).

[3] El griego antiguo no es homogéneo, por supuesto. Varió en el espacio – y varió en el tiempo. El griego clásico de Pericles es diferente del griego del Nuevo Testamento: este último se llama griego koiné y sirvió como una especie de lingua franca en el Mediterráneo oriental.

[4] Sobre el funcionamiento del latín, pero también sobre su historia, tenemos la reciente Nova Gramática do Latim (Quetzal, 2019), de Frederico Lourenço, más que recomendable.

[5] Podemos encontrar un tratamiento académico de la cuestión en el artículo de Theodossia Pavlidou, “Linguistic nationalism and European unity: The case of Greece”, incluido en el libro A Language Policy for the European Community: Prospects and Quandaries (Mouton de Gruyter, 1991), editado por Florian Coulmas.

[6] El artículo de la Wikipedia en inglés sobre la situación lingüística de Suiza es un buen resumen: “Languages of Switzerland”. El artículo explica que el latín se utiliza a veces para nombrar instituciones comunes. Incluso el dominio principal de las páginas suizas utiliza el acrónimo latino del nombre del país: Confoederatio Helvetica, nombre que también aparece en las monedas. Hay un artículo en este blog sobre la situación en Suiza: “La buena locura lingüística de Suiza” (octubre de 2017).

[7] Cuando tenemos algún tipo de inversión emocional en una lengua –ya sea porque es nuestra lengua materna o porque es una lengua que aprendemos con gusto– es habitual considerar esa lengua más bella que las demás. Esta ilusión no causa ningún daño al mundo, excepto cuando la confundimos con datos objetivos. A lo largo de la historia, la ilusión de la superioridad intrínseca de una determinada lengua ha llevado a muchos a considerar el francés como una lengua especialmente lógica, el alemán como más adecuado para la filosofía (porque es preciso), el inglés como una lengua lógica (a menudo se toca la tecla de la lógica), el italiano como la más bella de las lenguas, etc. Incluso en otras tradiciones, estas ilusiones aparecen fácilmente, como describe Gastón Dorren en su libro Babel: Around The World In Twenty Languages (Profile, 2018), cuando se trata del tamil. Del mismo modo, tendemos a considerar que nuestra forma particular de hablar nuestra lengua es la más perfecta, una tentación casi irresistible si la forma con la que afortunadamente acabamos se acerca a la lengua estándar. Esta ilusión (entre otras) está bien desmontada en el libro Language Myths (Penguin, 2000), escrito por varios lingüistas profesionales y editado por Peter Trudgill y Laurie Bauer.

[8] Describí esta transformación de la palabra “hijo” en el artículo “¿Qué esconde la palabra “hijo”?”. Hay varios libros sobre el indoeuropeo. Un volumen que uso a veces es Indo-European Language and Culture: An Introduction (John Wiley & Sons, 2011), de Benjamin W. Fortson IV.

[9] Los procesos biológicos que subyacen al cambio lingüístico se explican, entre otros muchos libros y artículos, en Words on the Move, de John McWhorter (Henry Holt & Company, 2016).

[10] La descripción del proceso de simplificación se encuentra en el libro What Language Is (Avery Publishing Group, 2012), de John McWhorter.

* Mario Neves es escritor portugués