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¿Para qué sirven los signos iniciales de interrogación y exclamación?

Los signos iniciales de interrogación y exclamación no tienen ninguna utilidad expresiva

Ricardo Soca

Como sabemos, los romanos de la época clásica no usaban tildes, ni comas ni, frecuentemente, espacios de separación entre las palabras. El latín de Horacio, Virgilio y Cicerón sobrevivió tras la caída del imperio romano en los monasterios de la Edad Media, en la pluma de los monjes copistas, quienes poco a poco fueron introduciendo algunas novedades en la escritura.

No se conoce el origen del signo de admiración o exclamación, pero se sabe que fue durante la dinastía carolingia, fundada por Carlomagno hacia el siglo VIII, que algunos monjes empezaron a escribir signos de interrogación. Ambos signos, que se colocaban al final de las oraciones, se difundieron durante los siglos siguientes a lo largo de la Romania primero, y luego de toda Europa.

En 1754, cuando la Academia española publicó la segunda edición de su Ortographia, creó oficialmente el signo de interrogación inicial, que no existe en ninguna otra lengua.

La justificación para tan novedosa ocurrencia era la siguiente:

“Por lo tocante a la nota de interrogación se tuvo presente que, además del uso que tiene en fin de oración, hay periodos o cláusulas largas en que no basta la nota que se pone al fin y es necesario desde el principio indicar el sentido y tono interrogante con que debe leerse, por lo que la Academia acuerda que, en estos casos, se use la misma nota interrogante poniéndola tendida sobre la primera voz de la cláusula o periodo con lo que se evitará la confusión y aclarará el sentido y tono que corresponde. Y aunque esto es novedad, ha creído la Academia no debe excusarla siendo necesaria y conveniente", según consta en el acta de la reunión.

En la Ortographia de 1754, el signo de interrogación inicial se recomendaba solo para las oraciones largas, en las que pudiera caber alguna duda sobre el inicio de la interrogación, mientras que en las oraciones breves se usaba, como había sido hasta entonces, solo el signo de interrogación final.

El problema que surgió entonces fue cómo decidir cuándo una frase es corta o larga. Se trata de una cuestión subjetiva, de modo que cada uno usaba el signo de interrogación inicial como mejor le parecía, algo intolerable para la Academia.

Finalmente, poco más de un siglo después, en 1870, la “docta Casa”, sintiendo que perdía el control que siempre le gustó mantener, decidió que todas las frases interrogativas o exclamativas deberían llevar el signo inicial correspondiente, por más breves que fuesen.

En el día de hoy, la Academia sostiene, sin ofrecer ninguna razón,  que “Los signos de apertura (¿ ¡) son característicos del español y no deben suprimirse por imitación de otras lenguas en las que únicamente se coloca el signo de cierre”.

La necesidad de estos signos iniciales es por lo menos discutible; el hecho de que sean “característicos del español” no llega a constituir un argumento. Lenguas hermanas como el portugués o el catalán, que tienen una sintaxis muy parecida a la del castellano no los utilizan, y sus hablantes (o escribientes) no sienten ninguna necesidad expresiva de usarlos.

Parece tratarse más bien de una afirmación de autoridad del centralismo español o, simplemente, un elemento identitario de ninguna utilidad lingüística.