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¿Para qué sirven las academias de la lengua?

Ricardo Soca

El sistema de academias de la lengua que caracteriza el idioma español, único que cuenta con tal artilugio, obedece a proyectos de poder de España, tras la pérdida de sus colonias americanas y, actualmente además, como plataforma de marketing para potenciar la “marca España”.

Después de la pérdida de sus colonias, España, que había sido la mayor potencia europea, se convirtió en un país pobre, su economía se derrumbó y su prestigio político decayó ante el avance económico y tecnológico de los demás países de Europa y la creciente influencia de Estados Unidos.

No obstante, los españoles contaban con el prestigio de las glorias pasadas, no solo la conquista de América y su papel, en el siglo XVI, de cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico. Se destacaba, además, su cultura, su literatura, y el respeto que el reino se había granjeado con la obra de Cervantes y con el esplendor del Siglo de Oro. Pero el elemento más importante para presentarse con la cabeza erguida ante las demás potencias, era el peso que le confería una lengua que era hablada en más de veinte países.

En 1713, en una España de numerosas variantes lingüísticas, con un léxico variopinto y una ortografía heteróclita, el rey Felipe V, un francés nacido en Versalles, patrocinó la creación de la Real Academia Española, con la misión de unificar la lengua, establecer una ortografía válida para todos, y consolidar el léxico unificado de la variante de prestigio, respaldado con ejemplos de los más prestigiosos autores.

La institución, presidida por el marqués de Villena, verdadero artífice del proyecto, cumplió su tarea con encomiable eficiencia y entregó, entre 1726 y 1739, los seis tomos del diccionario que se llamo de Autoridades, porque cada entrada contaba con un ejemplo tomado de un autor célebre. El Diccionario de Autoridades fue recibido con elogios y considerado “de excelencia” por los expertos de la corte y por estudiosos de toda Europa. Las actualizaciones periódicas de los diccionarios de la Academia se constituyeron en fuente de referencia para intelectuales, escritores y periodistas.

Con este prestigioso antecedente, en la empobrecida España del siglo XIX, ante la necesidad de presentar elementos que le permitiesen merecer el respeto y el prestigio que el reino había tenido en otros tiempos, surgió la idea del hispanoamericanismo, entendiendo por tal la noción de que los países hispanohablantes tienen una lengua y cultura comunes. La idea suponía que la cultura de los países americanos no era otra cosa que un trasplante de la cultura española a estas tierras.

Sobre esta base, y con la idea de que España era la madre del idioma y la Academia su guardiana, tomó cuerpo la noción de que era necesario que la alegada autoridad lingüística estuviera presente en los países latinoamericanos. Se hacía entonces necesario reafirmar la autoridad de la casa de Madrid, desde donde se irradiaba la norma hacia todo el espacio hispanohablante y dejar establecida la centralidad de la normativa.

Esta concepción impulso el florecimiento del purismo, la inocente y anticientífica idea de que la lengua debería mantenerse pura y sin mancha de extranjerismos, y que la institución encargada de determinar la pureza de una palabra, una expresión o una forma sintáctica sería la Real Academia Española.

La idea del purismo es hoy una noción perimida, obsoleta, ajena a la lingüística y a la historia de las lenguas. Todas las lenguas tienden naturalmente a incorporar vocablos de otras, y a cambiar permanentemente a lo largo de los siglos mediante el accionar inconsciente de los hablantes. La ley del cambio es probablemente la única que ha regido todas las lenguas a largo de todos los tiempos de la historia humana.

Pensando en las ex colonias

En sus los estatutos de 1858, la Academia tuvo en cuenta a personalidades americanas, como el gramático Andrés Bello, nombrado “académico honorario” en 1851 y “correspondiente” en 1858; el poeta y dramaturgo peruano Felipe Pardo y Aliaga (1861) y el escritor chileno José V. de Lastarria (1870), entre varios otros.

Por esa época, cobra fuerza entre los académicos madrileños el recelo de que en el Nuevo Continente la lengua “se altere” y se vea afectada su unidad según las actas de las reuniones de la Academia entre 1871 y 1875.[1]

Surge entonces la iniciativa de crear en América academias correspondientes a imagen y semejanza de la Casa madrileña. A tal efecto, nombró numerosos “académicos correspondientes” para preparar terreno en los países hispanoamericanos. En mayo de 1871, siguiendo los consejos y orientaciones de Madrid, se creó la Academia Colombiana de la Lengua. Siguieron la de Ecuador (1874), México (1875) y El Salvador (1876). Tras algunos aplazamientos, se establece en 1883 la Academia Venezolana, seguida por la de Chile (1885) y, en 1887, las de Guatemala y Perú.

En 1923 nace la academia costarricense, y un año después, la filipina. En 1926 se fundan las academias de Panamá y de Cuba, y en 1927 nacen las academias paraguaya, boliviana y dominicana. En 1928, la de Nicaragua y en 1949, la hondureña. La Academia Argentina de Letras, tras muchos cabildeos y viajes a Madrid, fue creada en 1931, con el carácter de “asociada”. Sin embargo, en algún momento, entre 1999 y 2000, pierde ese estatus y pasa a ser “correspondiente”, como las demás, sin que se sepa cómo se procesó ese cambio, que no aparece documentado en las actas, según me expresó en 2013 el entonces presidente de la casa Argentina, José Luis Moure. La Academia Nacional de Letras de Uruguay es creada en 1943, con unos estatutos, aún vigentes, en los que se reconoce la primacía de su homóloga madrileña.

La academia puertorriqueña data de 1955 y, finalmente, los hispanohablantes de Estados Unidos crean la suya en 1973, pero esta solo sería reconocida por Madrid en 1985.

Lograr por la lengua lo que ya es imposible por las armas

El académico Alonso Zamora Vicente, en su obra La Real Academia Española, publicada por la propia institución en 1998, explica las razones de Madrid para crear su red de academias americanas:

La Academia madrileña se propone realizar fácilmente los que para las armas y la diplomacia ya es completamente imposible hacer: reanudar los vínculos violentamente rotos, vinculos de fraternidad entre americanos y españoles; restablecerá la comunidad de gloria literaria y opondrá un dique poderosísimo a la invasión del espíritu anglosajón.

Se trata evidentemente de un tema mercantil: el “espíritu anglosajón”, que dominaba los mercados, es presentado por la Academia como un “invasor” que convoca a la unidad de los hablantes en defensa de lo que se llamó hispanoamericanismo, hoy conocido como panhispanismo.

En 1951 se creó la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), que en el artículo 2º de sus primeros estatutos reconoce que “la Real Academia Española es, por derecho propio, la llamada a dirigir esta labor colectiva en la de defensa y promoción del idioma castellano”.

En los últimos estatutos, que datan de 2007, se establece que el presidente de Asale será, por derecho propio, el director de la Real Academia, y su tesorero, una miembro de número de la institución madrileña, quedando para las demás academia el cargo de secretario, que hasta ahora es ejercido por el cubano estadounidense Humberto López Morales, que vive en Madrid.

La sede de Asale está situada en una sala dentro de la Real Academia Española, en la calle Felipe IV, nº 4. En suma, la Asociación de Academias es un departamento de la RAE y actúa a su servicio.

Volviendo a la pregunta formulada en el título, las academias pueden servir para muchas cosas, pero la idea de que sean útiles o necesarias para la unidad de la lengua es un mito inventado en Madrid. Saussure nos enseñó que la inmutabilidad de las lenguas (y su mutabilidad) son fenómenos históricos, que no dependen de la acción ni de la voluntad de los hablantes o de las instituciones, según podemos ver en la sorprendente unidad que mantienen lenguas habladas en muchos países. En una sincronía dada, la lengua tiende a mantenerse inmutable y relativamente homogénea, simplemente porque los hablantes necesitan entenderse entre sí.

Para la lingüista argentino-española Violeta Demonte, la utilidad de las academias para mantener la unidad del idioma es por lo menos dudosa, si se considera el caso de la lengua inglesa, que “no tiene academia y el inglés de los diferentes países no sufre problemas de inteligilibilidad”, según me expresó en una conversación telefónica. Asale no es, pues, otra cosa que un departamento de la RAE, puesto al servicio de los intereses comerciales y políticos del reino de España, pero no tiene el menor efecto sobre la unidad de la lengua.

 

Bibliografía

García Delgado, José Luis et al. Economía del español. Una introducción. Madrid: Ariel / Fundación Telefónica.

Saussure, Ferdinand de (2000 [1916]). Curso de lingüística general. Madrid: Akal.

Zamora Vicente, Alonso (1998). La Real Academia Española. Madrid: Espasa/RAE.




[1] Zamora Vicente (1999)