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¿Cómo llegó el latín clásico hasta nosotros?

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Ricardo Soca

Las fuentes para el conocimiento del latín clásico están constituidas por las versiones que llegaron hasta nosotros de las obras de los grandes autores latinos de los siglos I a. C y I d. C., época considerada de apogeo de la cultura clásica romana. Cabe mencionar entre ellos a Virgilio, Cicerón, Plutarco, Horacio, Ovidio, Tito Livio, y Catulo, cuyos textos se constituyeron en expresiones modélicas de la lengua latina.

Los autores clásicos escribían sobre rollos de papiro, un material elaborado con hojas de la planta Cyperus papyrus, que crece en las orillas del Nilo. La palabra —que en nuestra lengua dio origen a papel— nos llegó del latín papyrus, derivada del griego papyros y éste del antiguo egipcio perperaá (flor del rey), así llamada porque su cultivo quedaba reservado a los monarcas. Plinio el Viejo enumeraba ocho tipos de papiro, entre ellos tres clases de calidad inferior, uno de mediana y cuatro de calidad superior, el mejor de los cuales se destinaba en Egipto a los textos sagrados.

El papiro fue el soporte de escritura más apreciado de su tiempo, pero era poco resistente a la acción del tiempo, de modo que ninguno de los manuscritos originales de los clásicos latinos llegó hasta nosotros. Conocemos a estos autores por las reproducciones de sus textos llevadas a cabo por escribas de su época y, en siglos posteriores, por copistas y amanuenses, quienes escribían sobre pergamino, un soporte con el aspecto de una membrana, preparado sobre pieles de animales, mucho más duradero que el papiro, originado en la ciudad de Pérgamo (donde hoy está la ciudad turca Bergama). Tras la llegada del pergamino a Roma, se multiplicaron en la ciudad las tiendas de los membranarii,  que abastecían del producto a la clase alta. Durante el período del imperio surgió una innovación que consistió en plegar en cuatro los rollos de papiro para componer los quaterni, que tenían una forma parecida a un libro; eran los códex membranei o códices de pergamino. Sin embargo, en Roma, el papiro sobrevivió durante algún tiempo después de la aparición del pergamino debido alto costo del nuevo soporte.

Numerosos filólogos han cuestionado la fidelidad de los escritos clásicos que llegaron hasta nosotros, basándose en los errores de los amanuenses, que a veces eran esclavos poco conocedores del latín, o poco interesados en la calidad de su trabajo, o bien monjes que alteraban el texto sin pudor, pensando que lo mejorarían.

Herrero[1] menciona a un cierto humanista veneciano que confesaba que, para tornar legible la primera década de Tito Livio, había tenido que recurrir a su ingeniolum (diminutivo de ‘ingenio’, aludiendo con pretendida modestia a sus dotes intelectuales). Un obispo de Como hizo constar que había “renovado” una versión del Brutus de Cicerón. Las transcripciones de los papiros escritos por los clásicos —con las salvedades arriba señaladas sobre su fidelidad— permitieron recuperar algunas obras de 140 autores, sobre un total conocido de 780. Fueron más afortunadas las obras descubiertas después de la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg, tales como El festín de Trimalción, de Petronio, hallado a mediados del siglo XVII, pues el texto quedó inmediata y definitivamente fijado en la impresión, sin pasar por copistas.

Los filólogos se preocuparon desde muy antiguo en establecer la fidelidad de los manuscritos clásicos de la época clásica mediante técnicas como la recensio y la emendatio, mediante las cuales se analizaban minuciosamente las diferencias entre las copias conocidas, teniendo en cuenta la época en que fueron realizadas, se verificaban los errores constatados y se estudiaban detalles ortográficos o gramaticales.

Como el pergamino era un producto relativamente costoso, los monjes copistas solían raspar textos de autores clásicos para escribir encima, dando lugar a los palimpsestos, en los que la lectura del original solo es posible mediante el uso de la tecnología moderna.

Como es fácil comprender, los hablantes del latín vulgar no dejaron grandes obras que facilitaran el estudio de esa variedad, por lo que los estudiosos se ven obligados a abrevar en fuentes alternativas, tales como las inscripciones en piedra —funerarias, honoríficas o religiosas—, los graffiti hallados en los muros de Pompeya y los comentarios críticos de diversos gramáticos con respecto a las formas no canónicas. Con respecto a este último caso cabe destacar el Appendix Probi, un palimpsesto del siglo III o IV d. C. colocado como apéndice de una gramática de Marco Valerio Probo (s. i d. C.), en el cual se enumeran 227 voces “incorrectas” al lado de cada una de las cuales figura la expresión clásica aconsejada.

Otras fuentes son las obras de escritores anteriores a la fijación de la norma clásica, tales como Plauto (s. III y II a. C.) quien, en sus Comedias, empleaba formas que se perdieron en el latín de la aristocracia, pero fueron preservadas en el habla vulgar hasta incorporarse a las lenguas romances. Ya en la época clásica, el latín vulgar es empleado como recurso literario para caracterizar a personajes plebeyos en obras como las Sátiras de Horacio y en el Satiricon de Petronio,

Los propios autores clásicos con frecuencia dejaban deslizar formas vulgares en sus escritos privados, en los que el cuidado estilístico se relajaba un poco. Se citan al respecto cartas familiares de Cicerón, uno de los exponentes supremos del clasicismo romano. En los años de crisis del imperio y más tarde, tras su derrumbamiento, autores cristianos que dominaban el latín de Cicerón y Virgilio empleaban una lengua menos apegada a la norma clásica, con la intención de ser mejor comprendidos por el pueblo, como ocurrió con San Agustín, Tertuliano y Comodiano.

En esa línea, la Vulgata —la Biblia traducida del griego en el siglo v por san Jerónimo por orden del papa Dámaso I, también en busca de acercar la prédica de la Iglesia al habla popular— es una fuente importante para los estudiosos del latín vulgar.

También se han encontrado textos “vulgares”: listas de compras, textos familiares, deprecaciones contra enemigos dirigidas a los dioses, y anotaciones diversas propias de personajes rústicos.

En Hispania, las 20.000 inscripciones conocidas en latín vulgar no confirman la existencia de un latín hispánico, que había sido postulada por Menéndez Pidal y por Lapesa[2]  sino que tienden más bien a demostrar la presencia en la Península de una lengua prácticamente idéntica a la que se hablaba en las demás regiones del imperio y con rasgos evolutivos semejantes, según sostiene Francisco Beltrán Lloris[3].

El filólogo brasileño T.E. Maurer Jr.[4] apunta una falla intrínseca de la que adolecen todas las fuentes del latín vulgar: ninguna de ellas reproduce fielmente el lenguaje de la plebe romana o de la población de las provincias, sino apenas versiones escritas de diversas situaciones particulares. Citando al lingüista austriaco-estadounidense Ernst Pulgram, Maurer señala que los gramáticos latinos comentaban sólo aquellos “errores” con los que tenían contacto más directo, sin preocuparse por su origen ni por su extensión. En cuanto a los documentos literarios y epigráficos, ninguno de ellos está escrito en latín vulgar. Maurer cita también a W.B. Sedgwick quien, tras distinguir tres formas de latín —el literario, el coloquial y el plebeyo— admite que en obras como El banquete de Trimalción se incluyen algunos plebeyismos pero precisa que el texto no está escrito en latín vulgar.

En cuanto al latín latín patrístico de las obras eclesiásticas, es preciso señalar que era una lengua mucho más rica que el habla popular y, además, sufría una fuerte influencia del griego, que era cultivado por los eclesiásticos; en suma, intentaba aproximarse al habla del pueblo pero quedaba lejos de ella. Un estudio de la Vulgata muestra una conjugación latina completa, una declinación nominal clásica y un vocabulario elegante, algo muy diferente de lo que se cree que debió haber sido la lengua popular de la época en que fue escrita.

Sin embargo, existe otra fuente, indirecta pero muy accesible para el estudio del latín vulgar: las lenguas romances. En efecto, en las lenguas que recogieron la herencia de Roma, sobreviven hoy vocablos provenientes del sermo plebeius o del rusticus que fueron perpetuadas en el latín vulgar pero que nunca figuraron en las fuentes conocidas, lo que permitió varios hallazgos de formas originales no documentadas.

Maurer precisa que con sus objeciones no pretende descalificar las fuentes tradicionales sino apenas precisar su grado de validez, y sugiere consultar las lenguas vecinas del latín antiguo, que contienen préstamos tomados del latín, algunos de los cuales sobreviven hasta hoy.

 



[1] Herrero, V.J. Introducción al estudio de la filología latina. Madrid: Gredos, 1976

[2] Lapesa, Rafael, Historia de la lengua española. Madrid: 1981. Gredos, pp. 68 y ss.

[3] Beltrán Lloris, Francisco, en Historia de la lengua española. Barcelona: 2005. Ariel, pp. 84 

[4] Maurer Jr., T.E. O Problema do Latim Vulgar, Rio de Janeiro: Livraria Académica 1962