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¡Qué boquita!: palabrotas, insultos y pequeñas delicias de la vida cotidiana

Silvana Tanzi

Cagante, bostante, pedante, cacoso, tu coso colgante bajante a mi foso, guardoso, mierdoso, asqueroso. ¡San Telmo te espante si todo agujero mugroso, trasero, no limpias entero cuando te levantes!

Estas palabras, que son casi un poema, provienen del siglo XVI y aparecen en Gargantúa y Pantagruel, un conjunto de novelas satíricas y de alto contenido escatológico escritas por François Rabelais (1494-1553). Pedagogo, humanista, traductor, clérigo y anticlérigo, Rabelais fue un librepensador y un escritor de una amplia gama de estilos. Sobre todo, se hizo conocido por su desvergonzada narrativa.

Obviamente que el lenguaje soez y las expresiones que aluden a lo sexual o a los fluidos corporales vienen de mucho antes de Rabelais. Aún se conservan, por ejemplo, leyendas de este tipo en los grafitis escritos en los muros de Pompeya. “Oh, pared, estoy sorprendido de que no hayas caído desde que sostienes los repugnantes garabatos de tantos escritores”, dice una de esas inscripciones. La frase la recoge el periodista español Sergio Parra en ¡Mecagüen! Palabrotas, insultos y blasfemias, libro en el que repasa la historia y el presente de las tan legendarias y cotidianas malas palabras.

Parra afirma que el lenguaje soez está emparentado con el poético por su alto grado de expresividad. La poesía representaría el lado luminoso del lenguaje, y las palabrotas el lado oscuro. “Hay palabrotas más intensificadoras de la connotación que otras (más poéticas que prosaicas, si continuamos con la analogía), como ‘mierda’, que, claramente, resulta una palabra capaz de producir más hedor, repulsa y sensación de suciedad que ‘caca’. Porque la hipérbole suele ser el tejido conjuntivo del insulto: con él no se persigue describir la realidad, sino exagerar hasta el paroxismo los defectos de aquel a quien queremos insultar”.

El periodista repasa la historia de las palabrotas, se va a la Roma antigua y su catálogo de insultos relacionado con lo sexual. Pero esta información es la realmente curiosa:

“Para los romanos, el insulto estaba destinado a causar dolor y por ello no era extraño que los generales se dejaran acompañar en los desfiles por un prisionero llamado ‘insultador’, quien dirigía maldiciones y obscenidades con dos finalidades: la primera, dejar paladina constancia del dolor que las victorias romanas habían infligido a los vencidos; y la segunda, evitar que el general se dejara arrastrar por el engreimiento y la soberbia exacerbados en su día de gloria”.

Con las religiones monoteístas se conocieron las blasfemias, es decir, las ofensas a Dios. Con el puritanismo fueron ofensivas todas las alusiones a los genitales y a las funciones corporales, ni que hablar al sexo asociado con el placer. “El puritanismo fue extendiéndose a la sociedad en general, y se vinculó a los buenos modales y a la rectitud moral”, dice Parra.

En el siglo XIX fueron frecuentes los insultos raciales y étnicos que se extendieron durante el siglo XX, pero también fueron cobrando fuerza los movimientos antisistema y las luchas por los derechos civiles, el pacifismo y el feminismo.

El siglo XXI parece ser una mezcla extraña. Por un lado, es el reino del exhibicionismo sexual y de las obscenidades en las pantallas, en la música, en los escenarios. Por otro lado, las minorías han ido ganando espacios y poder, al mismo tiempo que lo políticamente correcto. El lenguaje pasó a estar en el campo de batalla. Parra considera que en este siglo se ha ido gestando “una nueva ola de puritanismo aún más profundo que el de la era victoriana, un tsunami llamado neopuritanismo”.

Entre esta supuesta vuelta al puritanismo, se siguen moviendo las palabrotas en el fútbol, en las calles, en las redes sociales, en los discursos de los líderes políticos o en medio de una sesión del Parlamento. Es que el lenguaje soez puede tener un efecto cercano a lo terapéutico cuando el enojo o el dolor invaden a una persona o a un grupo. Pero es muy delgado el límite entre el desahogo y el abuso, entre la simple expresión y la humillación o la ofensa; entre el grito y el cachetazo.

¿Son necesarias las malas palabras? ¿La sociedad acepta más unas que otras? ¿Cuáles son las más usadas por los uruguayos? ¿Tiene el mismo efecto un eufemismo que una palabrota?

Sobre las palabras “malsonantes” trata esta nueva entrega de Algo que quiero contarte, newsletter de temas culturales. Mi nombre es Silvana Tanzi, si querés escribirme, podés hacerlo a stanzicultura@busqueda.com.uy.

Advertencia: en lo que sigue leerás insultos y palabras soeces que un poco me ha costado escribir. Muchas de ellas jamás las dije (aunque a lo mejor las pensé), pero no por puritana, sino porque no las tengo incorporadas en mi vocabulario habitual. Sí he utilizado otras, que estoy segura de que también vos las usaste en momentos de enojo o cuando te pegaste en el dedo gordo del pie o cuando perdiste algo o cuando te robaron todos los documentos. Hay muchas situaciones en las que afloran expresiones que en ciertos ámbitos no las diríamos. ¿Por qué? ¿Son siempre ofensivas o dañinas? Creo que no, porque las palabrotas también son necesarias.

Este tema me gusta desde hace mucho porque todo lo relativo al lenguaje y la comunicación forma parte de mi profesión y de mi pasión. Pero creo que le presté más atención a partir de la gran intervención de Roberto Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua Española de 2004 en Rosario, Santa Fe, que es una delicia.

“La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Le pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad?, o sea, ¿cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente. Pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez sean como esos villanos de las viejas películas que nosotros veíamos, que en principio eran buenos pero que la sociedad los hizo malos. Tal vez nosotros al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?”.

“¡Qué lo parió!”, diría Mendieta, el perro de Inodoro Pereyra, otra genial creación de Fontanarrosa.