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¡No caigas la taza!

Lingüista Lola Pons Rodríguez, columnista de El País

Eso que para los habitantes de España es un badén que, elevado desde el suelo, reduce la velocidad en carretera, se llama en Venezuela, Nicaragua o Colombia “policía acostado”, una imagen gráfica de cómo estos artefactos determinan la conducción. Esa herramienta que en el español de España no hemos sabido denominar de manera uniforme (USB, pincho, lápiz de memoria...) se llama llave maya en Costa Rica y memorín (qué palabra adorable) en otras zonas hispánicas. Es lógico sorprenderse al descubrir las palabras con que otros hablantes de nuestra misma lengua nombran algo que nosotros llamamos distinto.

Cuando la diferencia no está en el vocabulario, sino en la trama con que se teje la gramática, el asombro es mayor, porque implica renegociar nuestra manera de estructurar el idioma, de organizarlo, de conferir propiedades a las palabras. Le pasa, por ejemplo, a verbos como quedar o caer: lo general es que los usemos para expresar una acción que ocurre fortuitamente, sin que nada hagamos: una mancha se queda, después de un golpe queda un dolor... y parece que nada expresamente nos implica en la acción. Algo parecido ocurre cuando usamos caer:  una hoja cae, un plan se cae...; si queremos implicarnos en la caída hemos de cambiar la forma de usar el verbo y decir que nosotros lo dejamos caer.

Pero hay un grupo de dialectos hispánicos donde esto no es exactamente así, donde los objetos no se caen o alguien los deja caer, sino que alguien los cae; donde las cosas no permanecen o se quedan, sino que alguien las queda. Es propio, sobre todo, de la zona central y occidental de la Península (Valladolid, Zamora, Extremadura...): cocinillas que dicen que hacen tomate frito y lo quedan como el del supermercado, un abuelo que riñe a los nietos porque estos caen el vaso de agua, gente que pide confianza al otro diciendo “eso quédalo de mi cuenta” o alguien que se lamenta de su despiste porque ha quedado el bolso en casa. Es un uso que en las gramáticas se llama causativo, porque deja clara cuál es la causa, señala a un agente expreso que provoca que algo se quede o se caiga. Es la misma diferencia que se da entre lo que muere (solo) frente a lo que matamos (nosotros): el verbo matar es el causativo de morir.

Aunque quizá nos falta perspectiva histórica para advertirlo, en este momento de pandemia nuestros actos, por menores que sean, desprenden una trascendencia mayor que nunca. Ahora tenemos la oportunidad y la obligación de ser más causativos que antes, porque hay cosas que no se caen o se quedan solas, las dejamos caer o, dicho al modo de una parte de los hablantes del español, las caemos nosotros. Nacen y mueren solos el viento o las tormentas, pero nuestra acción y nuestra inacción colectiva hacen que nazcan o mueran muchas otras cosas: librerías, academias de idiomas, casas de comidas o salas de teatro que no se quedan donde están porque el cielo las bendiga, sino por nuestra intervención causativa como consumidores. Por eso mi exhortación es que nos propongamos este año quedar las cosas que nos importan y no caerlas, porque hay un momento en que ya es tarde para conjugar la gramática de otra forma, y diremos de ese lugar adorable que ha cerrado, sin notar que hemos sido nosotros mismos los que estábamos provocando que cayera la persiana.