Irene Vallejo: “Los libros apuntalan la democracia porque son un obstáculo para los que quieren manipular la Historia”
Irene Vallejo: "Los libros apuntalan la democracia"
En una época dominada por las pantallas, una escritora española –apasionada por la filología clásica– decidió escribir un ensayo sobre la historia del libro.
Irene Vallejo, que de ella se trata esta historia, pensó que su ensayo llegaría a un público minoritario y temió que, si era muy minoritario el público, este podría ser su último libro.
Para hacer todo más difícil, en la gestación de El infinito en un junco, que ese es el título del libro, su hijo nació con severos problemas respiratorios y la escritora temió por el futuro de todas sus criaturas.
Pero como si se tratara del guion de una historia épica, su hijo sanó y su ensayo se convirtió en un fenómeno literario que lleva casi cuarenta ediciones, se ha traducido a más de treinta idiomas y se ha publicado en más de cuarenta países.
La épica acompaña a ese objeto libro que nació de un junco, al ensayo que contó su historia y a la autora que hoy, desde este sorpresivo éxito, recuerda cuando le preguntaban por qué no se dedicaba a algo serio.
Irene Vallejo se presentará en el Hay Festival de Cartagena, pero antes conversó con BBC Mundo de cómo su libro salvó su vocación, de cómo su comunidad salvó a su hijo y de cómo todos estamos en deuda con aquellos que salvaron a los libros.
Usted se ha declarado la primera sorprendida por lo que ocurrió con “El infinito en un junco”, pero ya han pasado más de dos años de su publicación. ¿Ha llegado a alguna conclusión de por qué se ha convertido en este fenómeno?
Todavía persiste el asombro, porque fueron muchos años de escuchar durante mi formación académica, después de elegir la carrera de Filología Clásica, que ese tipo de investigaciones no interesaban a la sociedad.
He asumido durante tanto tiempo que la mía era una vocación excéntrica, que ahora me cuesta mucho entender qué ha sucedido realmente, si ha habido un cambio, o si existía un público huérfano que esperaba un libro que convocase a esos enamorados de los libros y las Humanidades.
El libro El infinito en un junco
Como intento de explicación, después de un proceso de elaboración del asombro, pienso que El infinito en un junco es un libro acogedor, hospitalario, para un público que se ha sentido parte de una aventura histórica.
El libro habla de un largo proceso milenario de democratización de la cultura, a través del vehículo privilegiado que han sido los libros.
No éramos conscientes de lo importante que era esa subtrama histórica, a la que no se le da habitualmente tanta importancia como a la épica de la conquista, los combates, los imperios.
Esta es otra historia paralela, protagonizada –en muchos casos– por personas anónimas: libreros, bibliotecarios, maestros y profesoras a lo largo de los siglos.
Nosotros somos los herederos de esos salvadores de libros que en los siglos pasados garantizaron la subsistencia de nuestras mejores historias.
Por eso también es un mensaje esperanzador de un logro colectivo a través de los tiempos, en un momento tan catastrofista como el que estamos viviendo.
Hablando de tiempos catastróficos, el libro se publicó poco antes de que estallara la pandemia, y usted ha hablado muchas veces de las pandemias en la literatura: la peste en el campamento griego en La Ilíada, la cuarentena que demora al mensajero en Romeo y Julieta… Le pregunto si “El infinito en un junco” es un nuevo capítulo en esta historia de pestes y de libros, y si necesitábamos en épocas de fragilidad leer sobre un objeto que ha superado a casi todas las fragilidades.
Es lo que intentaba expresar en el título, aun sin tener el menor vislumbre de lo que iba a ser la pandemia. El infinito en un junco habla de algo que es enormemente poderoso y que se manifiesta en un vehículo frágil y cotidiano.
Todos los materiales que hemos utilizado a lo largo del tiempo para plasmar nuestras palabras han sido los más próximos: la arcilla de los sumerios, las plantas en los egipcios, cortezas, pieles de animales, telas, árboles de nuevo con el papel.
Y la sorpresa es que ese vehículo frágil ha conseguido sobrevivir, con la pasión de muchos lectores y buscadores de conocimiento y emociones estéticas.
Es imposible conjeturar qué hubiera pasado si El infinito en un junco, en su trayectoria, no hubiera encontrado estos acontecimientos catastróficos; pero sí es cierto que yo lo empecé a escribir como un acto de resistencia frente a un conjunto de hipótesis catastróficas sobre la cultura.
Profecías apocalípticas muy frecuentes, sobre todo en épocas de innovaciones tecnológicas. Voces que apuntan a que todo está a punto de desvanecerse en el olvido.
Cuando empecé a escribir oía constantemente sobre el fin del libro tradicional sustituido por las pantallas. Entonces fue una respuesta esperanzadora a todos esos testimonios un poco chocantes, que incluso proponían el certificado de defunción de la cultura tradicional.
Y durante la pandemia, como escritora, he tenido una experiencia que no había percibido jamás, que es la de haber podido ser útil a través de las palabras y de la literatura.
Mucha gente ha contado, y parece que las encuestas sobre los hábitos lectores lo confirman, que la gente ha leído más, ha reencontrado una relación con los libros, quizás oscurecida por las pantallas, el trabajo y la prisa.
Y ahí está la paradoja, en el momento en que vivimos una catástrofe, los libros –lejos de desaparecer– vuelven a cobrar protagonismo y se convierten en nuestro bote salvavidas.
Su relación con los lectores no pareció terminar con la publicación del libro. En sus redes sociales usted se toma el trabajo de responder los mensajes que se escriben sobre su obra. Incluso, a los que la recomiendan, les da títulos como “embajador del Junco” o “condesa del Infinito”. ¿Cómo se las ingenia para construir esta relación casi personal con los lectores durante este tiempo de pandemia?
No ha sido algo planificado ni una estrategia calculada. Ha brotado de un momento en que todos estábamos más necesitados que nunca de proximidad; quizás en otro contexto hubiese sido totalmente distinta nuestra relación.
Yo realmente me siento muy agradecida porque soy consciente de que este libro, que se presenta como un ensayo, podría ahuyentar a muchos que no son lectores habituales de investigaciones de corte académico.
Entonces, ha tenido que haber mucha gente hablando del libro, recomendándolo, diciendo “es algo diferente a lo que asocias a un ensayo”. De hecho, mucha gente me dice que es el primer ensayo que han leído en su vida.
Ha existido toda una serie de embajadores generosos que han hecho posible la asombrosa expansión de un libro que de entrada no parecía destinado a ello ni por el género, ni por la extensión, ni por el tema ni por el subtítulo.
Siento que los lectores han sido los artífices de este pequeño milagro y me gusta agradecérselo. No puedo contestarle a todo el mundo pero, en la medida en que puedo encontrar el tiempo, manifiesto esa gratitud porque soy consciente de que era difícil que este libro se convirtiera en un bestseller.
Utilizo con pudor la palabra bestseller porque, cuando lo escribí, para mí era un ensayo experimental, que en principio es todo lo contrario a un bestseller.
Creo, además, que en este momento necesitamos crear comunidades y puede ser una aportación intentar utilizar las redes de una forma que sea constructiva.
Muchos de esos lectores son latinoamericanos, a los que usted les envía siempre “abrazos transoceánicos”. ¿Cómo es su relación con los lectores de América Latina y con su literatura?
Bueno, yo tengo un poco el proyecto en mis redes de recomendar autores latinoamericanos para que mis compatriotas los lean. Digamos que intento hacer una reivindicación del Sur, de la literatura portuguesa, la literatura italiana, las literaturas latinoamericanas.
E intentar que nos leamos recíprocamente porque compartimos un legado. Frente a la preponderancia de la literatura anglosajona, me parece importante crear esas alianzas de mutuo conocimiento.
Para mí la literatura latinoamericana ha sido importantísima, empezando por mi nacimiento, porque mis padres se enamoraron a raíz de que mi padre le regaló a mi madre Trilce de César Vallejo, y ella siempre dice que eso fue determinante.
Para Vallejo, la literatura latinoamericana ha sido muy importante.
Yo cuento en El infinito en un junco que, aunque no existe ningún parentesco que yo haya podido comprobar con César Vallejo, a pesar del apellido compartido, considero que su poesía ha sido esencial para mi nacimiento.
Y mis padres, grandes lectores, eran entusiastas de (Juan Carlos) Onetti, de (Alejo) Carpentier; amaban la poesía, sobre todo mi madre, entonces he leído gracias a ellos a Alejandra Pizarnik, a Alfonsina Storni.
Horacio Quiroga fue tan importante para mí que hice con mi padre un viaje a Uruguay y a Argentina buscando sus huellas. Ahora voy a tener la gran oportunidad de conversar en Colombia con Juan Gabriel Vásquez, con Juan Villoro, con Piedad Bonnett.
Son muchísimos para mí los referentes: Jorge Volpi, Héctor Abad Faciolince, Pilar Quintana, Margarita García Robayo, Gabriel García Márquez, Valeria Luiselli, Marina Enríquez, Fernanda Melchor, Guadalupe Nettel.
Es una galaxia interminable de lecturas y de referencias, por eso yo nunca había esperado que eso se volviera recíproco y que me leyeran a mí en Latinoamérica; es un regalo.
Hay en El infinito en un junco un homenaje a escritores y a lectores, pero también a aquellos que han permitido ese encuentro de la lectura. ¿Son estos personajes los grandes olvidados en la historia de la literatura?
Yo quería reivindicar la transmisión de la literatura por encima de la creación, que actualmente ostenta todo el protagonismo. Para mí hay una serie de figuras que son importantísimas a los que he tratado de seguir la pista, aunque es difícil porque son en su mayoría anónimos, empezando por los traductores.
Los traductores son los artífices de la cultura tal como la entendemos hoy, porque la gran mayoría de los libros que nos han marcado están escritos en lenguas que no hablamos.
Biblioteca
“La biblioteca es un espacio que apuntala la democracia”, dice Vallejo. Sin los traductores no habría sido posible ese diálogo infinito entre distintas épocas y civilizaciones, pero –en general– no figuran en la cubierta del libro y los lectores no recordamos a los traductores que más nos gustan.
Para mí el mito de la Biblioteca de Alejandría tiene mucho que ver con el primer gran proyecto de traducción; es como si el faro de Alejandría fuera la respuesta a la torre de Babel, para que la variedad de las lenguas no cierre las puertas a los hallazgos.
Y también entran los bibliotecarios y los libreros. Creo que los propios libreros no son conscientes de lo antiguo que es su oficio. Hay testimonios de libreros en la antigua Grecia y en Roma.
Y el reto del libro era seguir a todas esas personas, que no obedecen a ninguna consigna, porque no hubo en la historia un llamamiento de “enamorados de los libros, uníos”.
Ellos hacen esta tarea complementaria a la de escritores y lectores, desde los copistas antes de la imprenta a los impresores luego; también editores, traductores, maestros y profesores, porque la educación tiene mucho que ver con los avances de los libros.
Y todo a pesar de las persecuciones y de los riesgos.
Mis padres recordaban que, para leer ciertos libros prohibidos durante la dictadura (franquista), tenían que entrar a las trastiendas de las bibliotecas y hacer un canje, que era peligroso como un contrabando.
Y ellos me contaban cómo compraban un objeto peligroso, porque el mero hecho de poseer ese libro te identificaba como un individuo peligroso para el régimen.
Es una larga historia de personas que han corrido peligros, que han protagonizado pequeñas gestas que no suele recoger la historia, pero que para ellos implicaron valentía y arrojo, y esa era la historia que yo quería contar.
Y aunque es un ensayo, como decía el escritor español Luis Landero, es un ensayo de aventuras. Tomo esta idea del ensayo de aventuras porque usted ha dicho que la idea de que el pasado es aburrido es una idea “perversa”. Y afirmó además que “es más posible que sobreviva algo antiguo que algo nuevo”. ¿Por qué cree que estamos fascinados con lo nuevo y por qué denostamos lo pasado?
No tenemos más que ver que en los mensajes publicitarios el adjetivo “nuevo” es siempre positivo. El mero hecho de que un producto sea nuevo ya lo hace mejor que todas las versiones previas.
Evidentemente el consumismo funciona de esta manera, con el constante reemplazo de aquello que poseemos por otra versión presuntamente más atractiva. Pero esta dinámica juega en contra de los aspirantes a sustituir al libro tradicional, que tienen dentro de sí esa trampa que es la obsolescencia programada.
Por eso yo cuento en El infinito en un junco que podemos leer manuscritos redactados hace un milenio o más y, sin embargo, todos nosotros hemos experimentado perder archivos, fotos, trabajos, investigaciones porque ha cambiado el formato o porque ha desaparecido un determinado lector.
El libro tradicional es extremadamente poderoso porque no necesita nada. Simplemente poseerlos y abrirlos. No necesitamos actualizaciones, ni aparatos, ni mediaciones de ningún tipo.
El libro nació en una época en que durar era importante, porque la gente no podía permitirse poseer muchas pertenencias; necesitaba que las que tenían, durasen. Eso juega a favor del libro tradicional, sin demérito del libro electrónico que sirve para resolver muchos problemas prácticos.
En algún momento del libro digo, además, que el hecho de que todos podamos conocer la Historia es profundamente revolucionario. De hecho, fue la Revolución Francesa la primera que empezó a reivindicar los museos, que dejaron de ser los palacios o las colecciones de arte de los aristócratas, para convertirse en espacios que de alguna manera se hicieron públicos.
Ya lo decía George Orwell en 1984: quien controla el presente controlará el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro.
Para mí la Historia no es una mera cuestión de erudición o de conocimiento, es algo muchísimo más profundo para la vida de las democracias.
Y por eso me parecía importante destacar el papel que el libro ha tenido en la perduración de esos testimonios históricos, y la dificultad que supone la existencia de estos libros para quienes quieren manipular el relato del pasado. Por eso la biblioteca es un espacio que apuntala la democracia.
Otro mito moderno que usted ha cuestionado es el del emprendedor personal que no necesita la esfera de lo público para su desarrollo. Incluso, uno de sus textos más emotivos sobre lo público es su discurso por los 50 años del hospital que salvó la vida de su hijo. ¿Cómo influyó esta experiencia en la génesis de su libro y en su apreciación de lo público?
Cuando mi hijo nació, yo estaba en la fase de preparación de los materiales del libro, no había empezado la redacción. Y mi hijo nació con unos inesperados problemas que necesitaron un largo tratamiento en una UCI (unidad de cuidados intensivos) neonatal.
Y en ese momento pensé realmente que mi vida literaria terminaba ahí, porque ya es suficientemente difícil convertir la escritura en un oficio, pero cuando se te cruza uno de esos acontecimientos tan devastadores uno asume que ya no hay ninguna posibilidad.
Soy muy consciente de que en ese momento, tan duro en lo personal y en lo económico, a mí me salvó la comunidad.
Entonces, en un momento en que se habla tanto de libertad, a mí me interesaba destacar que yo debo la libertad de poder seguir adelante con mi sueño de la infancia al servicio público de sanidad, porque muchas veces la libertad depende de la comunidad.
Y el libro lo terminé escribiendo en los ratos que tenía a mi disposición durante el ingreso de mi hijo en la UCI y en los años sucesivos, años en que permanecí en contacto con esas enfermeras que se dedican a ayudar a los demás, pero desde ese papel discreto.
Esa experiencia que pasé mientras estaba escribiendo el libro fue lo que lo hizo bascular hacia esas personas, en general silenciadas y anónimas, que han hecho posible la salvación de los libros.
Y creo que parte de mi optimismo que se ha volcado en el libro nace de haber experimentado eso: en el momento más duro de mi vida no me dejaron sola y tuve el apoyo de la comunidad a la que pertenezco.
Usted dijo que era la pesimista oficial de su familia, hasta que un día –en sus palabras– “desertó hacia la esperanza”.
Imagino que no debió haber sido fácil cuando incluso gente de su entorno le preguntaba por qué no se dedicaba “a algo serio”. ¿Todavía se lo preguntan?
Por suerte ahora no lo cuestionan. Todo lo que ha sucedido con este libro me ha dado esta libertad de afianzarme en el camino que elegí, que ha sido el resultado de toda una serie de decisiones que, en principio, parecían bastante temerarias. La primera de ellas, estudiar filología clásica. A mi alrededor me dijeron que utilizase mi experiencia académica para estudiar una carrera con mejores opciones profesionales.
Y no solo estudié filología clásica sino que, a continuación, quise dedicarme a la escritura. En muchos momentos de mi vida pensé que era un sueño demasiado grande para alguien como yo, con mis orígenes y con la clase social a la que pertenecía.
No estaba nada claro que este proyecto pudiera llegar a buen puerto y entiendo la preocupación de las personas sensatas a mi alrededor. Pero para mí era muy importante intentarlo, porque desde niña he tenido una relación muy íntima y apasionada con las palabras. Por suerte, cuando casi había renunciado, el que iba a ser mi último libro, se ha convertido –inesperadamente– en la puerta de entrada.
Mucha gente me pregunta por la presión del siguiente libro, y yo digo que presión era la de antes, la de no tener ningún éxito con el que justificar tu testarudez.
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) se ha convertido en una de las sensaciones literarias de los últimos meses. Su último libro El infinito en un junco ha ganado decenas de premios, supera más de 150.000 copias vendidas y se traducirá a 30 lenguas. Nada mal para un ensayo de 430 páginas sobre la historia de los libros.