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La traductora que se quejaba de la lengua de los demás

19/02/2024
Anna Guitart

San Jerónimo, el patrón de los traductores

Hace un par de semanas se hizo viral un vídeo que todavía me aparece en las redes. No sé si lo ha visto: es la actuación de un cómic alemán, llamado Shahak Shapira, en Barcelona. Habla con una chica del público, en inglés. El vídeo comienza cuando él le pregunta si ahora ella vive en la Ciudad Condal, y la respuesta es “Sí, desgraciadamente”. Shapira le pide que se cuente, y ella se queja de que la gente sólo habla catalán. Él se sorprende, le pregunta dónde vive. “En el interior de Cataluña”. El humorista es rápido: “Me parece que el problema lo tienes tú. No puedes llegar a un sitio y preguntar «¿Y ​​cómo es que hablais la lengua que se supone que se habla aquí?»“. La gente se ríe. Shapira todavía quiere saber a qué se dedica. “Soy traductora”. El humorista tiene los ojos fuera de las órbitas. Hace algún taco, y le dice: “¿Eres traductora y te quejas de que la gente hable catalán? ¡El único motivo por el que tienes trabajo es que ellos no hablan inglés!”

Cuando vi el vídeo, aparte de darme cuenta de que estaba aplaudiendo a Shapira por decir algo de absoluto sentido común –que, en su casa, la gente habla la lengua de su casa–, pensé que nunca encargaría un trabajo a esa traductora. Porque el humorista tiene razón, debería ser consciente de que si ella tiene trabajo es porque hay gente que no habla inglés, pero para mí hay algo que va más allá de eso, que me parece aún más importante. Ser traductor significa trabajar con la lengua. Por tanto, entiendo que debes estudiarla, debes conocerla bien, debe interesarte; te debe seducir, incluso, y tienes que divertirte.

Yo no soy traductora, y quizás me equivoco, pero siempre he pensado que, para serlo, es necesario tener una relación especial con la lengua (con las lenguas). Una cierta sensibilidad, un respeto, un saber percibir las sonoridades; es algo quizás intangible, porque me cuesta explicarlo, pero que para mí es indisociable del trabajo de los traductores. Especialmente de los traductores literarios, claro, pero me atrevería a decir que es una predisposición, un cariño, un acercamiento cuidadoso y lleno de curiosidad, que hace mejor el trabajo en todos los campos de la traducción. Porque, en una traducción, no sólo hay palabras. Esta idea la retengo de una frase del discurso que hizo la traductora Dolores Udina cuando recibió hace pocos meses el Premio Nacional de Cultura. Algo abreviada, es ésta: “La realidad es que, quien traduce, no traduce sólo palabras, sino toda una cultura”. ¿Y cómo se hace esto si no tienes cariño por la lengua? Por la tuya, o por la de los demás. Orlando,  de Virginia Woolf (Viena). Sin embargo, la forma en que habló de lo que representa Orlando, del canto a la libertad que supone, me recordó la frase de Udina. Pera Cucurell condensaba en sus explicaciones toda esa cultura que los buenos traductores saben percibir, capturar, reescribir y transmitirnos. Los buenos traductores, aquellos que, para empezar, no se dedican a menospreciar la lengua de los demás.