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La Mancha Extraterritorial

Fernando Iwasaki, El Mercurio

De un tiempo a esta parte aprecio un desmedido entusiasmo por el incremento de hispanohablantes en el mundo y un jolgorio especial por el ascenso del español en Estados Unidos. De hecho, desde España se promueve la entronización del «Día Eñe», precisamente para celebrar que ya somos más de 500 millones quienes hablamos la lengua de Cervantes y que en EE.UU. crece la audiencia de canales hispanos como Univisión, gracias al fútbol, las telenovelas y los programas que sintonizan todos esos televidentes que han convertido a Estados Unidos en el segundo país del planeta con mayor número de hispanohablantes después de México. Nadie comenta, sin embargo, el progresivo cierre de librerías como «Eliseo Torres», «Lectorum» y «Macondo», las únicas que vendían libros en español en Manhattan. En realidad, Nueva York refleja muy bien la verdadera situación de nuestro idioma en EE.UU.: millones de hispanohablantes viendo por televisión el partido México-Holanda y ni una sola librería de habla hispana.

Antes de recibir el premio Príncipe de Asturias de 2001, el filósofo George Steiner se disculpó por no poder expresarse en español. Steiner habla francés, inglés, alemán, italiano, hebreo, griego clásico y latín. ¿Sería más sabio si dominara el español? Probablemente no. Saber castellano puede ser muy útil para hacer turismo, comprender canciones, ver películas, copiar alguna receta y -lo más sofisticado- disfrutar de ciertos poetas y escritores; pero en ningún caso para beber de las propias fuentes del conocimiento, pues ni la ciencia de primer nivel, ni los grandes negocios, ni la alta diplomacia emplean el español. De hecho, los idiomas oficiales de la Comisión Europea son inglés, francés y alemán, mientras que el uso del castellano para la diplomacia y los negocios sólo se da cuando una de las partes habla español.

 

Sobre el placer y el conocimiento

La importancia de una lengua no radica en el número de sus hablantes, ya que entonces tendríamos que concluir que el chino y el hindi serían los idiomas más importantes del planeta. La aritmética no debería tener la última palabra en materia cultural, como quedó demostrado después de aquella votación que determinó que la palabra más bella del idioma español era «Querétaro», un topónimo mexicano en lengua purépecha, lo que quiere decir que sushi , darling o collage también podrían haber ganado. No. La importancia de una lengua estaría determinada, más bien, por su grado de influencia en la vida cotidiana de las sociedades o en la aprehensión del conocimiento. Steiner ponderó en 2001 la hegemonía del «angloamericano» en el primer aspecto y tan sólo su creciente importancia en el segundo. Uno añadiría que el español tiene cada día más valor en la vida cotidiana de millones de hombres y mujeres, mas una nula importancia en la aprehensión del conocimiento.

Las lenguas que más han contribuido al conocimiento filosófico, humanista, social, económico y científico de Occidente son el alemán, el griego clásico, el francés, el latín, el inglés y el italiano. Steiner aseguró en su discurso de Oviedo que no podemos hablar de lenguas pequeñas o insignificantes, pues hasta los dialectos del desierto de Kalahari tienen matices sobre el concepto del futuro que Aristóteles no pudo dilucidar a través del griego clásico. Políticamente muy correcto, pero ni falta que le hizo a Aristóteles conocer los dialectos del desierto de Kalahari, tal como Steiner tampoco ha necesitado saber castellano.

Que nadie vea en estas reflexiones una crítica a Steiner o un menosprecio hacia el español. George Steiner es un humanista de una lucidez prodigiosa y nuestro idioma es una lengua bellísima. Pero un idioma supone una cultura y una cultura supone una sociedad. Y en las sociedades hispánicas un intelectual como George Steiner habría muerto asesinado antes de terminar la secundaria por «saber demasiado». ¿Quién habría soportado a un niño que a los seis años ya había leído la Ilíada? Nuestras sociedades no valoran el conocimiento sino el reconocimiento, que no es lo mismo ni se obtiene igual.

Uno está convencido de que hay sociedades seducidas por el placer del conocimiento, mientras que otras sociedades se entregan al conocimiento del placer. Semejante dicotomía se aprecia cuando uno analiza los presupuestos destinados a la investigación científica y humanística en los países del primer mundo. ¿Qué lugar ocupamos los países latinoamericanos en el escalafón mundial de la investigación? ¿Y qué lugar ocupa España con relación a Japón, Alemania, Francia o Estados Unidos? Parafraseando a Bartleby el escribiente, preferiría no decirlo.

Advertía Steiner que nunca como en nuestros días ha existido más información y menos conocimiento. ¿Cuáles son las lenguas de la información? La primera el inglés y la segunda el español; aunque el inglés es una de las lenguas del conocimiento y el español no llega a tanto. En español tenemos excelente literatura -Cervantes, Borges, Vallejo, Neruda, García Márquez, Bolaño, etc.-, pero ninguna contribución esencial en filosofía, psicoanálisis, teoría literaria, ciencias sociales, ciencias puras, etc. Acaso ahí radique nuestra «importancia»: el español es una de las lenguas supremas del arte, la música y la literatura. Una lengua entregada al conocimiento del placer y a veces al reconocimiento del conocimiento.

 

Guardianes del idioma

El pasado 14 de junio se cumplieron 28 años de la muerte de Jorge Luis Borges, el último genio de la literatura universal y el gran clásico de la lengua española después de Miguel de Cervantes. En vida Borges fue admirado por Beckett, Calvino y Nabokov, aunque tras su muerte los adoradores no han dejado de multiplicarse. Así, Eco, Steiner, Kundera, Rushdie, Bloom, Naipaul o Coetzee son algunos de los que proclaman su devoción por el gran escritor argentino, una de las cinco grandes figuras literarias del siglo XX junto a Kafka, Proust, Faulkner y Joyce. Es decir, un genio en lengua española a la par de los genios en lengua alemana, francesa e inglesa. Sin Borges nuestro idioma siempre sería muchísimo más pobre, aunque fuésemos cinco mil millones de hispanohablantes chapurreándolo malamente.

Algunos de los principales idiomas del planeta derivan hacia un esperanto mutante trufado de expresiones en inglés rupestre, malas traducciones y peores doblajes de aquel horroroso sucedáneo wild de la lengua de Óscar. Si tal fuera el futuro del castellano -como se puede entrever en la escritura de los sms, los foros, las cibercharlas y las redes sociales- me apresuro a señalar como sus principales guardianes a los hispanistas de otras lenguas, los traductores del español a otros idiomas, los intérpretes simultáneos de cualquier país no-hispanohablante y hasta los miles de alumnos de castellano que se matriculan en academias, escuelas y universidades de los cinco continentes. Aunque por encima de todos, a los escritores de La Mancha Extraterritorial. Es decir, a quienes eligieron el español como lengua literaria.

Siempre habíamos sabido que el ruso Nabokov, el húngaro Koestler y el polaco Conrad escribieron en inglés, tal como el rumano Ionesco, el italiano Turiello y el inglés Beckett escribieron en francés. Sin embargo, gracias a George Steiner hoy disponemos de una nueva categoría -la extraterritorialidad- que nos permite analizar de forma coherente y rigurosa a los escritores que construyen su obra desde lenguas y culturas distintas a las suyas o que experimentan una sensación de extrañamiento con respecto a sus propias lenguas y culturas. Así, Milan Kundera, Ismail Kadaré y Jonathan Littell tendrían esa característica en común con el peruano César Moro, el ecuatoriano Alfredo Gangotena o el argentino Héctor Bianciotti, quienes también escogieron el francés como lengua literaria. Los autores de La Mancha Extraterritorial parecen menos importantes por haber elegido el español, pero de ninguna manera es así.

 

Los que eligieron el español

El francés Paul Groussac (1848-1929), el alemán Máximo José Kahn (1897-1953), el judío francés-alemán Max Aub (1903-1972), el rumano Vintila Horia (1915-1992) y el italiano Alejandro Rossi (1932-2009) llegaron a nuestra lengua maduros y realizados. Otros vinieron de familias inmigrantes o crecieron escindidos entre el español del entorno y sus lenguas maternas. Pienso en el alemán infantil de Roberto Arlt (1900-1942), el italiano de Ernesto Sabato (1911-2011), el quechua de José María Arguedas (1911-1969), el ruso de Alejandra Pizarnik (1936-1972), el japonés de José Watanabe (1945-2007) y el ucraniano de Juan Gelman (1930-2014). La Mancha Extraterritorial es tan rica que -sin contar a Gelman y Sabato- ha dado un par de Premios Cervantes. A saber, el del suizo Alejo Carpentier (1904-1980) y el de la francesa-polaca Elena Poniatowska (1932), quienes se hicieron escritores dentro del español de Cuba y México, respectivamente.

Ahora mismo escribe en castellano una serie de autores que nacieron lejos de las fronteras del español, aunque por sus obras y trayectorias forman parte de las tradiciones literarias que los acogieron. Pienso en los húngaros Pablo Urbanyi (1939) y Kalman Barsy en Argentina, el checo Mirko Lauer (1947) en Perú, el guineano Donano Ndongo (1950) en España, el chino Siu Kam Wen (1951) en Perú, el ítalo-egipcio Fabio Morábito (1955) en México, la norteamericana-japonesa-alemana Anna Kazumi Stahl (1962) en Argentina, el marroquí Mohamed El Gheryb (1969) en España y la rumana Ioana Gruia (1978) también en España, pero el inventario podría ampliarse si incluyera a los autores nacidos en países de habla hispana por mor de las diásporas, los exilios, las migraciones y las familias multiculturales como Andrés Neuman, Esther Bendahan, Leonardo Valencia, Liliana Colanzi, Maximiliano Matayoshi, Mauricio Electorat, Eduardo Halfon, Pola Oloixarac, Carlos Yushimito, Samanta Schweblin y Enrique Prochazka, entre otros.

Es verdad que somos más de 500 millones de hispanohablantes y que en EE.UU. los culebrones latinos y la Liga Española de Fútbol tienen cada vez más audiencia, pero aunque los escritores Junot Díaz, Sandra Cisneros, Daniel Alarcón y Julia Álvarez triunfen con sus novelas en Estados Unidos, me permito recordar que las escriben en inglés, porque el inglés es el único idioma que consiente la movilidad social y cultural en EE.UU.. Por lo tanto, hasta que no se demuestre lo contrario, La Mancha Extraterritorial -la patria de los narradores que vienen de las afueras del español- es el único territorio donde la lengua de Cervantes todavía es capaz de quijoterías.

 

(Fuente: El Mercurio / GDA)