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El nuevo diccionario: cadáveres y fantasmas

20/10/2014

 Por Fernando Alfón

 

 

 

Acaba de presentarse la última edición del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) y de repetirse la ovación por la incorporación de miles de voces nuevas. Además de la propia Academia, la prensa española en general y el Instituto Cervantes gritan la cifra como orgullosos por el descomunal peso de la criatura. El número de artículos ascendió a más de 93.000, casi 9.000 más que los que ostentaba la edición anterior. Para la RAE, entonces, la lengua que hablan unos 500 millones de personas (el dato gordo también es de ellos) despliega «en uso» más de 93.000 voces. ¿A qué se debe la jactancia por la cifra? 

 A fines de la década de 1920, Borges razonó bien al denunciar que las 60.000 palabras que imprimió el DRAE —el de aquel entonces— era una aparente superioridad aritmética que encubría una palmaria pobreza lógica. Llamar a eso «riqueza del español», agregó, era nombre eufemístico de su muerte. La mayor parte de esa cifra eran ausentes o difuntos. El Diccionario, así, como espectáculo necrológico, actúa bien el papel de fantasma. La acumulación de voces y acepciones no servía entonces, como no sirve ahora, para demostrar la riqueza del español. De eso se anotició bien una fábrica de juegos de mesa, que tramó con esa broma uno nuevo: Bleff: el juego del diccionario

El entretenimiento parecería partir de la denuncia borgeana de que la fastuosa cantidad de vocablos del Diccionario se trata, en verdad, de un desfile de espectros que se nos aparecen como presencias extrañas. El juego consiste, precisamente, en adivinar sus significados, y la gracia en que rara vez se logra. Si usted, lector, cree conocer la lengua que habla, que es suya y que a nadie rinde cuentas al usarla, intente jugar alguna partida al Bleff y se sorprenderá de cómo la RAE le recuerda, humillándolo, lo mucho que la ignora. De modo que, o bien los hablantes desconocemos el 90 por ciento de palabras que constan en el DRAE, o bien este registra una lengua que no se habla. 

 Desde que la RAE imprime su Diccionario (1780), fue acumulando voces hasta que razonó que, de seguir con ese engorde, habría que concebir un volumen con ruedas. Entonces se desdobló, separó las voces en desuso y las imprimió aparte. La solución tuvo asidero considerando que la hechura de un diccionario era inseparable a la encuadernación. Hacer un libro voluminoso es caro; tornarlo manual es imposible; sostenerlo en la biblioteca, peligroso. Desde que el Diccionario se consulta online, hace apenas un lustro, esta discusión carece de sustento. Ahora la RAE, si quiere, puede poner a disposición de todo el mundo el catálogo completo de voces que se usan y que se usaron desde el año cero del idioma. Lo puede hacer por una sencilla razón: da lo mismo acumular digitalmente en una base de datos 93 mil artículos, que 93 mil millones; pesan casi lo mismo. ¿A qué se debe entonces, las fotos que muestran al director José Manuel Blecua, en los talleres de encuadernación, orgulloso de acoger un volumen que apenas puede 

sostener entre las manos? ¿Por qué la felicidad asociada a un macizo que ascendió a 2376 páginas? Al viejo anhelo de demostrar el carácter imperial de la lengua: no hay otra razón. Es un anhelo compadrón (si se quiere), pero falaz. Ni en 1925 se usaban 60 mil voces, ni hoy se usan 93 mil, ni es dable imaginar que dentro de una década usaremos 9 mil voces más, y por tanto seremos 9 mil veces más ricos. Es probable, sí, que se invente un nuevo juego para entretenerse con la desproporción del número. Los métodos lexicográficos de la RAE siguen siendo tan lúdicos ayer como hoy, aunque hoy con el agravante que siguen anunciando la incorporación de más y más «americanismos», desoyendo que el español hablado en América ya no es un dialecto y que los americanos (los de toda América) terminaremos por adoptando ese consolador Diccionario de americanismos como nuestro auténtico diccionario integral del español, relegando el DRAE para cuando queramos desasnarnos sobre algún españolismo. 

 Es una fiesta contemplar el modo en que la RAE se alarma del peligro que amenaza la riqueza del idioma, al mismo tiempo que imprime, en cada nueva edición, un diccionario más gordo, anunciador de una vida más próspera. O miente en lo primero, o miente en lo segundo. No es difícil concluir que miente en ambos casos, pues la lengua no está amenazada (o lo estuvo siempre, y por tanto vive de esa amenaza), ni avasalla a otras por el número de voces que acumula un diccionario. Amenaza y dominio son dos conceptos que tienen muy en velo a la RAE, que terminaron conduciéndola a tomar la siguiente decisión. 

 No es que la lengua española no cuente con 93 mil voces, solo que para decretar esa cifra la RAE tuvo que imaginar, con 500 millones de hablantes, una comunidad  abstracta y homogénea. Esta cifra privilegia esa abstracción en desmedro de las comunidades reales de la lengua, pues de lo contrario no debería imprimirse uno, sino varios diccionarios, que aspiraran a ser más fieles al léxico de las distintas regiones del idioma. La unidad celebrada del diccionario oculta el real pluricentrismo del español. Pero basta abrirlo para ver que esa unidad no se tramó tanto a partir de una abstracción neutra, sino a partir de una región determinada. Es una 

abstracción, digamos, muy localista. El DRAE suele ser satisfactorio para un madrileño, pero insuficiente para un porteño, un limeño, un bogotano. Al diccionario le sobran páginas y le faltan palabras. Es esa la sensación que tiene un lector real cada vez que lo abre. La palabra que busca, a menudo, no está, pero en su lugar hay diez palabras que ignora. El costo de perpetuar la ilusión de homogeneidad es un ejemplar amorfo: obeso y a la vez desnutrido. 

La pretensión de un diccionario que aunara a todas esas regiones tenía dos caminos: o bien un ejemplar que reuniera todas las voces en asentado uso, es decir un ejemplar que tendería horrorosamente hacia el infinito; o bien un volumen regional, con agregados caprichosos y parciales de las regiones «periféricas». Esta última opción es la que adoptó la RAE. Digo la RAE porque, aunque dicen ser 22 las academias (la ASALE) que componen el Diccionario,sabemos que es una la que manda el borrador definitivo.  La riqueza de la lengua, entonces, parece una metáfora, pero debe leerse como una literalidad. Cuando la RAE dice que el español 

es una lengua rica, no se refiere a una riqueza cultural, sino a una lengua que genera mucho dinero. Ese dinero proviene de las diversas formas en que se la comercializa: enseñanza del idioma en países extranjeros, publicación de libros, traducciones, comunicaciones, etc. La riqueza es infinita, pero la ruta hacia donde marchan sus frutos es unitaria. La diversidad es de la lengua, no del usufructo. Sin esta aclaración no se puede comprender bien por qué a la RAE le interesa seguir proyectando la ilusión de un Diccionario panhispánico, y celebrando, con cada nueva edición, la dilatación de sus fronteras.