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¿Quíén es el
dueño de las palabras?

03/10/2011

Por Claudia Piñeiro1, del blog Prestigio EncubiertoESTIMADO DIRECTOR DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Me dirijo a usted porque supongo que debe ser la persona indicada para responder una duda que tengo y que en estos últimos tiempos se ha convertido, para mí, en una verdadera obsesión: ¿Quién es el dueño de las palabras? ¿Quién? Ésa es mi pregunta, tal vez le parezca a usted tonta, o ingenua, o inútil, pero es hoy para mí una pregunta ineludible. ¿Quién es el dueño?, y luego otras preguntas que aparecen por añadidura: ¿Se paga para ser el dueño de una palabra? ¿Se compran las palabras? ¿Se venden? ¿Se apropian luego de una guerra, una invasión o una simple batalla? ¿Existe título de propiedad de las palabras como existe una escritura para un bien inmueble? Estimo que usted no es ese dueño que busco, porque de lo que se ocupa el organismo que usted dirige es de tomar las palabras que todos nosotros usamos y definirlas, decir qué significan, qué nombran, y tomar los cambios que los usos y costumbres van imprimiendo en ellas. Sin embargo, ya que es el material con el que usted trabaja, estoy segura de que no habrá persona más indicada para orientarme en la búsqueda de ese dueño, si es que existe. Porque con ese señor o señora, también tendrá que vérselas usted. Y eso, encontrarlo, es el objetivo último de esta carta.Como usted sabe, las palabras nombran la realidad, nombran todo lo que existe, sea tangible como una mesa o intangible como un sueño. Pero el camino es de ida y vuelta, porque al nombrar, las palabras también construyen la realidad. O la niegan. Por ejemplo, si alguien con el poder suficiente se apropiara de la palabra «casa» y sólo dejara que se mencionara con ese nombre las construcciones de tres ambientes, con dos baños, y patio al fondo, todas las otras «casas» serían negadas como realidad y no les quedaría más remedio que ser nombradas de otra manera o desaparecer. Lo que no puede nombrarse con la palabra que corresponde, se niega, se ignora y desaparece. En definitiva: quien nos niega el uso de una palabra, nos niega también la existencia de lo que esa palabra nombra, y si esa palabra nos nombra a nosotros, entonces quien se apropió de ella nos reduce a lo que no existe. Ahora bien, ni yo ni nadie tenemos problema con la palabra casa. Pero imagine usted que alguien se apropiara de la palabra «amor» y definiera qué puede nombrarse así y que no. O «madre». O «justicia». O «dignidad». U «honestidad». O «flor». O «niño». O «normal». O « sano». O «cultura». O « natural». O « felicidad». Bueno, señor Director de la Real Academia Española, en mi país, ha habido una apropiación de palabra. Alguien cree que es dueño de la palabra «Matrimonio». Alguien cree que puede decir qué es un matrimonio y qué no. Y no es una cuestión legal como nos quieren hacer creer. Porque las leyes, señor director, son una construcción teórica, un acuerdo entre los hombres (y a quién dude de esto, compartirá usted conmigo, le sugiero como lectura al respecto no el Derecho Romano ni la Historia del Derecho sino «El malestar en la cultura», de Sigmund Freud). Las leyes, como construcción teórica de los hombres y su tiempo, se modifican. Si no fuera así en mi país seguiríamos sin votar las mujeres, no habría divorcios, y los hijos extramatrimoniales no tendrían los mismos derechos que los que nacieron dentro de un matrimonio, por sólo nombrar algunos ejemplos. La ley, las leyes, pueden modificarse, y eso lo saben, más que ningún otro, quienes lo niegan. Por eso la verdadera batalla no está allí sino en la propiedad de la palabra. La palabra MATRIMONIO es una palabra que hoy está en tránsito. Durante mucho tiempo alcanzaba con que nombrara sólo a un hombre y una mujer que deciden unirse legalmente. Hoy ya no. Las palabras son materia viva. Si solo nombrara ese vínculo, hombre mujer, estaríamos negando la existencia a algo que existe. Si la palabra matrimonio sólo nombrara el vinculo heterosexual, ¿cómo llamaría yo al vínculo de años entre mis amigos Mauro y Andrés, o entre mis amigas María y Vanessa, o entre Patricia y Olga? Yo quiero esa palabra para nombrarlos porque eso son. Mucho más que otros matrimonios que conozco. Mucho más que otros matrimonios que no quieren revisar el uso de la palabra porque lo que se caería es el vínculo que ellos sostienen con alfileres. Porque hacerlo los pondría frente a un espejo donde no se quieren ver. Los que se arrogan la propiedad de la palabra MATRIMONIO salen a decir: «Pero bueno, que sean, que vivan juntos si quieren, pero que usen otro nombre». Y no es ingenuo ni legal lo que plantean, es ontológico. Saben que negar la palabra, negarles ser nombrados, es negar la existencia misma. Un método que viene de los campos de concentración y de los centros clandestinos de detención donde se llamaba a las personas privadas de su libertad por un número, donde no había que nombrarlos, porque el objetivo era que desaparecieran.Estimado señor, no quiero robarle más de su precioso tiempo. Pero sé que a usted como a mí, nos importa la palabra, su uso, y las batallas que se libran en su nombre. Espero con ansiedad su respuesta, quiero tener la posibilidad de estar cara a cara con quien diga ser el dueño de esta palabra: MATRIMONIO, quiero discutir con él, quiero librar batalla. Por los amigos a los que hoy no me dejan nombrar, pero también por mí, por mis hijos, por los amigos de mis hijos, por la memoria de mis padres muertos, y por todos los otros innombrables que aún hoy niega nuestra sociedad, esa que construimos entre todos.Claudia Piñeiro es una escritora Argentina. Autora de Las viudas de los jueves, novela por la que obtuvo, en 2005, el Premio Clarín-Alfaguara. Estas palabras fueron pronunciadas en julio en el Festival por la igualdad «¡Si, quiero!», organizado por 100% Diversidad y Derechos, en el marco del debate a favor de la ley de matrimonio para todas y todos.Aregntina, 2010.