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El lenguaje del Tercer Reich

09/04/2011

Juan-José López Burniol, La Vanguardia Víctor Klemperer nació en 1881, hijo de un rabino de Brandeburgo. Sirvió, como Hitler, en el ejército bávaro durante la primera guerra mundial. Tuvo un brillante expediente académico, como tantos judíos alemanes, y en 1920 fue nombrado catedrático de Lenguas Románicas en la Universidad de Dresde. Casado con una protestante de Königsberg, la más protestante de todas las ciudades prusianas, se convirtió al protestantismo. Su actitud frente al judaísmo era negativa. «No soy más que un alemán, o europeo alemán», decía. Pero Hitler decretó que pertenecía a la «nación judía», lo que pone de relieve, en palabras, de Niall Ferguson «uno de los grandes rompecabezas del siglo XX: el hecho de que la violencia racial más extrema de toda la historia tuviera sus orígenes en una sociedad en la que la asimilación avanzaba con una rapidez excepcional», hasta el punto de que la minoría judía «se hallaba inextricablemente entretejida en el tejido de la sociedad alemana». Lo que quizá ayude a entender el antisemitismo de los nazis como una reacción frente al éxito de la asimilación judeoalemana. El 10 de marzo de 1933 Klemperer escuchó un discurso de Hitler en Königsberg: «Sólo entendí algunas palabras. ¡Pero el tono..! El untuoso lloriqueo, auténtico lloriqueo, de un cura. ¿Por cuánto tiempo conservaré mi cátedra?». Sólo dos años. En mayo de 1935 fue destituido y, dos meses después, se le prohibió entrar en la biblioteca de la universidad. Luego, y por este orden, le confiscaron su sable —recuerdo de haber servido con honor en el ejército—, su máquina de escribir, su permiso de conducir y su coche. Y, por último, se le prohibió ir a parques públicos y fumar, así como —a partir de 1941— se le obligó a llevar la estrella amarilla. Pero decidió quedarse en Alemania. Y reconoce que no todos los alemanes eran iguales, al anotar en su diario «la absoluta camaradería, la tolerancia y el comportamiento a menudo realmente afectuoso de los hombres y mujeres trabajadores para con los judíos», especialmente por parte de obreros de mediana edad de ideología socialdemócrata o comunista. Klemperer observaba esta realidad con mentalidad de filólogo y así comenzó a darse cuenta muy pronto del modo como los nazis distorsionaban el lenguaje mediante el abuso de neologismos eufemísticos que encubrían realidades tremendas, como conflicto étnico y limpieza fundamental. Esta constante subversión de la lengua alemana resultaba, a su juicio, mucho más efectiva que otras formas de propaganda más abiertas, hasta el punto de que aquel lenguaje aséptico hacía más fácil convivir con la eclosión espantosa de la violencia étnica. Pero, para sorpresa de Klemperer —tan familiarizado con el lenguaje del totalitarismo nazi—, pronto detectó —tras la liberación— la semejanza del lenguaje empleado por las autoridades ocupantes soviéticas: «Poco a poco —decía en su diario— tengo que empezar a prestar atención sistemática al lenguaje del Cuarto Reich. A veces me parece que es menos distinto del lenguaje del Tercer Reich que, pongamos por caso, el dialecto sajón de Dresde del de Leipzig. Cuando, por ejemplo, el mariscal Stalin es el más grande de los seres vivientes, el más brillante estratega...». Parte del diario de Klemperer, publicado años después de la guerra bajo el título La lengua del Tercer Reich (Lingua Tertii Imperii), testimonia como el nacionalsocialismo creó un lenguaje grupal que acabó convirtiéndose en el lenguaje de toda la comunidad, hasta el punto de generar un estado de ánimo que suple y hace las veces de la convicción racional. Lo que hizo realidad la vieja premonición de Schiller acerca de que toda lengua culta puede llegar a convertirse en una «lengua culta que cree y piensa por ti». Pero sería un grave error pensar que este fenómeno de manipulación del lenguaje, que comienza con la ocultación de la verdad a base de circunloquios y sigue con la elipsis, la utilización de sinónimos aproximados, el empleo de adjetivos de distracción, la simplificación descriptiva y la dilución de perfiles, es achaque exclusivo de dirigentes con mando en situaciones dictatoriales. Nada de eso: esta perversión del lenguaje se da también en políticos demócratas y en su intendencia ideológica, integrada por escritores seducidos y periodistas con vocación regimental: ¡Ah, el líder!: cuánta anticipación en sus previsiones, prudencia en la administración de los tiempos, firmeza en sus ideales, coraje en la decisión, generosidad mostrada en el olvido de sí mismo, y sonrisa perenne en un rostro que parece ser, casi, la faz de la democracia... ¡Ah, mi país!, siempre maltratado, vejado e injuriado, expoliado en todo momento, castrado en sus potencias, cercenado en sus capacidades y limitado en sus posibilidades por un enemigo ancestral sólo atento a esquilmar sin tasa y a sojuzgar sin freno... También en democracia se genera, en ocasiones, aquel lenguaje grupal que nos exime de pensar y nos dota de aquella dulce y engañosa seguridad que proporciona un dogma compartido.